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El premio Nobel que avaló los milagros en Lourdes

Este año se cumple un siglo desde que Alexis Carrel fue galardonado con el Premio Nobel «en reconocimiento a su trabajo acerca de sutura vascular, y trasplante de vasos sanguíneos y de órganos».

En mayo de 1912, Alexis Carrel fue invitado a acompañar a una expedición de peregrinos a Lourdes. Aunque creció como católico, de joven había abandonado la práctica de su fe para convertirse en un médico decididamente escéptico. Aceptó el viaje porque aquello le permitía comprobar la velocidad a la que evolucionaban las enfermedades; Lourdes era un gigantesco muestrario de ellas; y allí acudían personas procedentes de toda Europa.

Carrel se puso al frente de un equipo médico que conducía una peregrinación de unos 300 enfermos. Con 29 años, su futuro se adivinaba brillante, de modo que obraba siempre con prudencia; la profesión médica, sumida en un positivismo radical, despreciaba a los colegas que se prestaban a la metafísica y a lo sobrenatural. Aunque no ignoraba que existían hechos que interpelaban las fronteras de la ciencia, y se acercaba a estas cuestiones con enorme curiosidad, lo hacía sin ninguna simpatía hacia su preternaturalidad. Al contrario: consideraba que el espiritismo –tan en boga– y los milagros eran perfectamente explicables desde la ciencia.

Una de las personas que le fueron confiadas en aquel viaje fue Marie Bailly. El caso de Marie, el más grave, llamó la atención de Carrel: sus síntomas resultaban inequívocos, se trataba de una peritonitis tuberculosa. Los padres de la chica habían muerto de tuberculosis, y también cuatro de sus cinco hermanos. Cuando Carrel la conoció, agonizaba. Según el médico, podía «morir en cualquier momento». No cabían dudas sobre el diagnóstico ni el pronóstico: «Está condenada. La muerte está muy cerca. Su pulso es muy rápido, de ciento cincuenta pulsaciones por minuto, e irregulares. Su corazón se apaga…».

Carrel temía que la paciente se le muriese entre las manos. Estaba seguro de que, desde el hospital, no llegaría a la gruta, situada apenas a medio kilómetro. Su estado cada vez era más ruinoso. La misma Marie estaba de acuerdo: «Los dolores del vientre eran horrorosos, creí que no llegaría con vida a Lourdes». Pero llegó.

A las puertas de la muerte

Reposó durante un rato y luego la acercaron a la gruta. Fue ella quien lo pidió repetidamente, porque los médicos no eran favorables a que se le trasladase a ninguna parte. Carrel estaba seguro de que no lo resistiría, llegando a asegurar que si Marie alcanzaba la cueva, «me meto a monje».

Estaba pálida, el pulso era imperceptible y, según el médico, su cuerpo estaba inerte. Alcanzó la piscina escasos minutos antes de una muerte segura. En apariencia, toda su fe no había servido para nada. Durante el viaje había rezado con enorme fervor, sin perder jamás la alegría; eso, claro, mientras había estado consciente. Marie se había permitido bromear al respecto de la desesperada situación en la que se hallaba: «Si la Santísima Virgen quiere curarme, deberá apresurarse». Pues parecía que la Virgen se había olvidado de Marie…

A las puertas de la muerte, Carrel autorizó que se le diese un masaje de agua fría de la piscina en el vientre y en el tórax –dado su estado, no se le permitió la inmersión–, porque consideraba que ya nada podía afectarla físicamente. La visión del abdomen de Marie, monstruosamente hinchado, le indujo a perder las últimas esperanzas de que su muerte no consistiese en una horrible agonía.

La primera derrama del agua sobre su vientre le causó un profundo dolor; pero no se arredró, y pidió que le vertiesen más; con la segunda, el dolor había disminuido considerablemente, y con la tercera pudo sentir una sensación incluso placentera. La respiración volvió a hacerse perceptible, y su rostro de palidez extrema comenzó a recobrar el color; el pulso se fue normalizando, y hasta sonrió a la enfermera.

En media hora, el hipertrofiado bulto de su abdomen había desaparecido. El doctor Carrel no podía creerlo. Unos minutos más tarde, la enferma se incorporó en la camilla y miró con atención lo que sucedía a su alrededor. Con rapidez, su cuerpo recuperó las funciones normales. A los dos días paseaba con naturalidad. Le volvieron las fuerzas. Sagaz, Carrel anotó: «No muestra alteración mística». Es decir, que desechaba la autosugestión y, además, huía de toda exposición pública y protagonismo. En quince días, ganó seis kilos.

El médico mantuvo su control sobre ella durante otros cuatro meses; se le examinó semanalmente en busca de síntomas tuberculosos, pero nunca más recaería. A fines de aquel año, Marie fue admitida en un convento de las Hermanas de la Caridad de París, orden en la que pasaría el resto de sus días, hasta 1937. Todo esto fue certificado por Alexis Carrel, escéptico nobel de medicina en 1912.

Más dulce que el sol de la mañana

A consecuencia de su relato de lo sucedido en Lourdes, Alexis Carrel sufrió el rechazo de muchos de sus compañeros de profesión. Pese a que expuso los acontecimientos de los que había sido testigo en Lourdes del modo más aséptico posible, no escapó a la condena de los escépticos profesionales. De modo que, tras retirarse a París durante cuatro meses, decidió emigrar a Canadá. En América se convertiría en uno de los profesionales más reputados del mundo.

Carrel no pudo entonces, o no quiso, hacer pública su conversión. Lo que había visto era inexplicable desde un punto de vista científico. En su diario escribió que lo que había sucedido era «un esplendoroso milagro», por lo que le pedía a la Virgen que le guardase; su mayor deseo, continuaba, era «creer perdidamente, ciegamente, en ese nombre que es más dulce que el sol de la mañana».

Se sabía tributario del agnosticismo de su tiempo, que le impedía creer incondicionalmente, con la fe ingenua de su infancia. Él mismo decía que «bajo los consejos profundos y duros de mi orgullo yace un sueño… el de creer en Vos». Al final de sus días, en 1944, admitió felizmente haber recuperado esa inocente fe.

Ampliamente premiado como profesional a lo largo de su vida, su conocimiento de los hombres le llevó a concluir que «la inteligencia es casi inútil a aquel que no tiene más que eso».

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