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En el mes de María

El mes de mayo es el que, tradicionalmente, se ha reservado, y tenido como, el que lo es de María, Madre de Dios y Madre nuestra, no sin olvidar que siempre es tiempo de traer a nuestra vida a mujer tan santa y tan buena.

Así, por ejemplo, lo siguiente:

«Acuérdate, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno que haya acudido a tu patrocinio, implorado tu auxilio, o pedido tu socorro, haya sido abandonado de Ti. Animado por esta confianza, vengo a Ti, me refugio en Ti, yo pecador gimo delante de Ti. No quieras, ¡oh Madre del Verbo Eterno!, despreciar mis súplicas; antes bien, escúchalas favorablemente, y haz lo que te suplico. Amén»

Tal es una buena forma de recordar el mes en el que, ahora, estamos.

Aunque, tradicionalmente, la Iglesia católica ha dedicado el mes de mayo a celebrar, especialmente, a la Madre de Dios y a traerla a nuestro recuerdo, no es menos cierto que, últimamente (y dado el laicismo imperante) el interés por recordar a tan importante persona de la historia de la salvación procura ser escondido lo más posible.

Pero los creyentes en Dios Todopoderoso y en su Madre podemos buscar, y encontrar, ese rostro de la luz de Dios reflejado en sus oraciones, en las súplicas que se dirigen por quienes imploran esa intercesión propia de la Esposa del Espíritu Santo, seguros de que su respuesta será la única posible: sí, fiat, hágase…

Orar con María, pues y orar hacía María; orar para María, y orar porque su corazón es nuestro corazón, su mirada ha de ser guía de la pasión que dirige nuestros pasos.

Y una oración, por ejemplo, como ésta:


María, tú descubriste el mayor secreto,
el ansia de Dios por hacerse hombre,
por ser tu hijo que caminase entre hermanos.
María, tú dijiste sí ante la demanda de Gabriel,
y el sí fue dicho en el Reino de Dios
con eternidad toda porque Dios se alegró
de tener seno donde verse reflejado.
María, tú que permaneciste fiel a la palabra dada,
buscaste refugio en las manos amantes de José,
Verdad en la Palabra de Jesús, corazón en la presencia
perpetua del Padre.
María, de inmaculada naturaleza, de virginal don,
María, Madre, cauce de intercesión, río de luz, bien.

Nos recuerda, la misma, que cuando Jesús, en su cruz colgado, encomendó a Juan, el discípulo amado, que cuidara de Su Madre hizo algo más: nos la entregó para que fuera, también, Madre nuestra.

En la encíclica Redemptoris mater, Juan Pablo II Magno dice sobre el hecho citado que «Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención el « testamento de la Cruz » de Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor» (Rm 23)

Por tanto, «esta ‘nueva maternidad de María’, engendrada por la fe, es fruto del ‘nuevo’ amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo» (Rm 23).

María, en el mes del año en el que traemos, más especialmente todavía a lo que habitualmente hacemos, las flores de su presencia en nuestra vida, se nos ofrece solícita y se nos da para ser refugio de pecadores y consoladora de afligidos.

Dice, por otra parte, San Josemaría en «Es Cristo que pasa» (143) que «Porque María es Madre, su devoción nos enseña a ser hijos: a querer de verdad, sin medida; a ser sencillos, sin esas complicaciones que nacen del egoísmo de pensar sólo en nosotros; a estar alegres, sabiendo que nada puede destruir nuestra esperanza. El principio del camino que lleva a la locura del amor de Dios es un confiado amor a María Santísima. Así lo escribí hace ya muchos años, en el prólogo a unos comentarios al santo rosario, y desde entonces he vuelto a comprobar muchas veces la verdad de esas palabras. No voy a hacer aquí muchos razonamiento, con el fin de glosar esa idea: os invito más bien a que hagáis la experiencia, a que lo descubráis por vosotros mismos, tratando amorosamente a María, abriéndole vuestro corazón, confiándole vuestras alegrías y vuestra penas, pidiéndole que os ayude a conocer y a seguir a Jesús».

María, Madre nuestra, ampáranos en nuestras tribulaciones; ayúdanos a ser hijos e hijos conscientes de que lo son.

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