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La ética no es la guinda

Todos defendemos una ética para el desarrollo de la vida, pero comienzan las divergencias cuando tratamos de definir qué sea un vivir moralmente adecuado. Con los problemas económicos que nos inundan, no es difícil fijar la atención en lo relacionado con la economía: trabajo, paro, finanzas, empresas y personas arruinadas, corrupción, etc. Así la ética consistiría en la buena marcha de este asunto y corrupción sería simplemente el abuso en tales temas, cosa por desgracia no poco frecuente.

Pero cuando surgen las malas prácticas, es que algo se ha dañado seriamente en el ser humano porque, efectivamente, la ética no se relaciona sólo con el dinero, ni es como la guinda del pastel de la vida: un bello adorno final. Una vida lograda, una vida buena –en el más noble sentido de la palabra– es mucho más, del mismo modo que una persona no es solamente economía. Lo propio del hombre es ejercer sus capacidades, en cuya perfección encuentra su fin natural; es decir, primordialmente el desarrollo de la inteligencia y de la voluntad logrando así la mayor armonía en todos los aspectos de su existencia, también, por supuesto, los instintos, pasiones, sentimientos. Todo lo cual conduciría a ejercer la libertad para alcanzar la verdad y el bien. Pero también brotaría la controversia acerca del contenido de esos valores.

El humanismo clásico los ha visto en la verdad y el bien, como aquello que contribuye a la perfección de la naturaleza humana, lograda a través de decisiones libres. Es obvio que podemos equivocarnos al decidir. No en vano escribió Camus que el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es. La ética nos ayuda a elegir aquellas acciones que contribuyen a nuestro desarrollo natural. Como escribió Ricardo Y. Stork, la ética no es un complejo religioso o una norma organizativa para que la sociedad funcione. Es algo intrínseco de la naturaleza humana sin lo que el hombre no puede desarrollarse como hombre. Citando a Polo, escribe el mismo autor que «la ética hace acto de presencia desde el fondo mismo de lo humano».

Con estas breves pinceladas –sólo son eso–, nos situamos ante la realidad de que lo no ético no es humano. Eso es la corrupción: degradación de la persona por errores cometidos en sus decisiones, en ocasiones errores graves. Pero, insisto, no sólo injusticias en lo económico. Podríamos referirnos, por ejemplo, al hecho de tomar las personas como simples objetos: en el trabajo, en la forma de hablar de ellas, en el sexo, en la venta o negocio de asuntos nocivos para la salud o para la formación del ser humano, en la educación manipulada, etc. Por eso no es infrecuente que personas corruptas por el poder o el dinero lo sean también en otros terrenos, tal vez no tan valorados por la opinión pública, pero harto importantes.

El camino hacia la armonía personal y, por consiguiente, social, es la ética. Sin ella, el hombre se desvertebra en sí mismo e, inmediatamente, está desarbolando la sociedad. Si la razón no controla, si no está bien formada, es fácil que la voluntad se deteriore y, con ella, los sentimientos. Un hombre corrupto es así una bomba de relojería.

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