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Síndrome del confesionario vacío

Con el empuje de pseudo teologías, se ha llegado a ensalzar tanto los «derechos del hombre», su autonomía y su personalidad, endiosando a la persona humana al extremo de dejar en la penumbra la trascendencia de Dios, sus derechos y sus sanciones.

El hombre moderno auto-indulgente, rehúsa acercarse al Sacramento de la Penitencia, busca recibir el perdón de los pecados de una manera barata, sin el sacrificio de humillarse delante del sacerdote. Inflado de autosuficiencia, ya no es capaz de postrarse delante de Dios en un acto de adoración, y tanto menos, postrarse delante de un hombre, para obtener el perdón de sus pecados.

Por este motivo, muchos han abandonado la confesión, como ecos de la afirmación protestante: «yo me confieso directamente con Dios, por lo que no tengo necesidad alguna de acercarme al confesionario», pensando sólo en lo que van a decir, no en lo que van a recibir.

No faltaron sacerdotes que enseñaron que basta la confesión a solas con Dios o la absolución general. También la dificultad de parte de los fieles de encontrar sacerdotes que les administren el Sacramento del Perdón los empujó al abandono de esta práctica sacramental.

El Papa Pío XII, en la Encíclica «Mystici corporis» afirma que la confesión frecuente «aumenta el recto conocimiento de uno mismo, crece la humildad cristiana, se desarraiga la maldad de las costumbres, se pone un dique a la pereza y negligencia espiritual, y se aumenta la gracia por la misma fuerza del sacramento». El mismo Pontífice dijo que «el pecado más grande de la actualidad consiste en que los hombres pierden más y más la noción fundamental del pecado».

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo a causa de un apego perverso a ciertos bienes. El pecado es una palabra, un acto o un deseo contarios a la Ley eterna, ya que se levanta contra el amor que Dios nos tiene. El pecado nos aparta de Dios, nuestro Padre amoroso y misericordioso. El pecado es «amor a sí hasta el desprecio de Dios».

El pecado daña a otros además del pecador, por eso, el Beato Juan Pablo Magno habló del pecado social, como una «comunión de pecado», «por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero». Ni aún el pecado más íntimo y secreto concierne exclusivamente a la persona que lo comete, «todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana» (cf. «Reconciliatio et paenitentia», nº 16). Ninguna persona es una isla, ¿no afectó a toda la humanidad el pecado de origen?

Los pecados actúan en el alma de una manera oprimente, agobian a quien los carga. La tristeza del mundo actual es debida al pecado. Solamente evitándose el pecado personal, por la confesión de los pecados se derribarán las «estructuras de pecado». Cambiando la persona, cambia la sociedad.

Jesús que ha vencido al pecado nos llama a la conversión –una derrota del poder del Maligno. El cristiano debe luchar contra el pecado convencido de que es un absurdo estar con Jesús y al mismo tiempo apegado al pecado.

El Sacramento de la Penitencia, es una obra de la Divina Misericordia. Debemos por lo tanto acercarnos al confesionario con gozo, y no –como quisiera el Demonio– con miedo. Si todos nos acercáramos al confesionario continuamente, si aprovecháramos de ese gran don de la confesión sacramental, no habrían personas con depresiones, éstas desaparecerían ya que en el confesionario es Cristo que sana el alma y la libera de toda culpa, otorgándole el perdón y la paz.

Es que desconocemos el efecto maravilloso y complejo de una buena confesión y los prodigios que obra en toda alma que se prepara dignamente para recibir uno de los sacramentos que es puro milagro.

El Calvario nos ofrece la aplastante lección de que Dios busca al más empedernido pecador, y que toda persona elige voluntariamente su salvación o su condenación. Junto a Jesús están dos malhechores. Los dos alejados de Dios por el pecado. Los dos están ante el inocente que muere entre tormentos que no merece, un inocente que no protesta de la injusticia, que asume las penas merecidas por los demás. Observan lo suficiente para pensar y convertirse. Dimas comprende la lección. Admite que él merece la condenación a causa de su vida depravada, pero no Jesús que siempre fue justo. Desea acercarse con su corazón a ese santo y lo consigue. Gestas reacciona de modo contrario: maldice a Jesús al que atribuye la pena que está padeciendo. No espera nada de este Salvador. No acoge su invitación que da en el perdón que promete a su compañero y en la consecución del paraíso. Maldice a Cristo, no baja de su soberbio pedestal e inutiliza la última prueba de misericordia que Dios le ofrece.

Lo que para uno puede ser una ocasión de humildad y purificación, puede convertir el otro en maldición.

Es consolador este breve diálogo entre San Francisco de Sales y un amigo suyo que le endilga esta pregunta:

  • ¿Qué diríais de mí si os confesara un crimen monstruoso que hubiera cometido?
  • Diría que sois un santo, porque solamente los santos saben arrepentirse y confesarse con toda sinceridad y humildad.

Ésa es la razón, por la que una confesión bien hecha, borra los mayores crímenes y deja el alma arrepentida con toda la luminosidad de un ángel o un santo.

Cuando queremos resolver las cosas a nuestro modo, como lo hicieron nuestros primeros padres, o como Gestas, nos encontramos con la misma consecuencia: perdemos el paraíso.

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