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La existencia de Dios me afecta

Recientemente, un amigo de facebook afirmaba que Dios sólo existe en la mente de los creyentes, actitud comprensible por factores muy variados, que ahora no trataré. Voy a ocuparme solamente de dos dificultades enfrentadas a la existencia del Ser Supremo: admitir la realidad de la creación en un mundo cuya ciencia camina, en parte, por el sendero del evolucionismo absoluto, y aceptar la existencia de un Dios que permite tantos males padecidos por inocentes. Nadie piense que tengo una secreta solución para esos problemas. Sólo un par de pinceladas por si ayudan a pensar.

Con respecto al asunto de la creación se puede afirmar con Ratzinger («Creación y pecado») que esta posibilidad es contemplada, incluso desde los resultados científicos, como la «hipótesis» que aclara más y mejor las diversas teorías existentes. La fe es racional en el sentido de no opuesta a la razón. Desde cuatrocientos años antes de Cristo (Aristóteles) sigue siendo válido que el origen del universo no está en la casualidad. La razón de la Creación procede de la Razón de Dios. No hay otra respuesta válida. La verdadera Ilustración es la Razón de Dios que ha entregado el universo a la razón del hombre, no a su explotación.

Creer –y empleo deliberadamente el término– en una creación de la nada desde la nada y, luego, en una pura evolución y selección natural de las especies –acaecida por azar– es más difícil y menos razonable que creer en un Dios creador. Ex nihilo, nihil (de la nada, nada), decían los clásicos y lo dice el sentido común. En cuanto a la evolución, no hay duda de que la ha habido y la hay, pero toda por pura casualidad, no. La probabilidad matemática de que existiera por azar la más mínima forma de vida es prácticamente cero. ¿Qué decir de los millones de formas de vida y particularmente del ser racional?

Si la modernidad, ha escrito Alejandro Llano («En busca de la trascendencia»), implica ante todo racionalidad, no hay nada más acorde con los tiempos nuevos que tensar al máximo la capacidad racional y no aceptar mansamente la orden que imponga la prohibición de pensar. Así como en teoría de juegos hay una sola instrucción necesaria –«se juega»– así en la actitud humana ante las realidades fundamentales hay una única regla que nunca se debe transgredir: «se piensa». Necesitamos reflexionar sin dejar todo el campo a las matemáticas o la ciencia experimental, aportes de valiosos descubrimientos, pero incapaces de explicar el sentido de lo que sucede.

Muchas veces nos preguntamos por el sufrimiento de los inocentes. Para comenzar, habría que descontar a Dios los muchos dolores ocasionados por la libertad humana, ésa que cuando nos conviene deseamos sin control alguno para preguntarnos de seguido cómo la permite Dios. Por decirlo con palabras de Cornelio Fabro, el hombre es el riesgo de Dios. Restaría el misterio del mal, que Dios no causa nunca, pero que descubrimos como inherente a la condición humana, limitada y débil, capaz de errores y de horrores; y también preparada para un sufrimiento al que no podemos dar explicación total, pero al que sólo Dios puede dar sentido. Esclarecer todo lo que sucede no le es dado al hombre, pero tampoco hemos de permanecer en el raquitismo del relativista, negador de la verdad que nos trasciende y de darle algún alcance.

Por decirlo de otro modo: no es Dios quien ha de rendir cuentas emplazado por la sospecha; debe hacerlo el hombre, para hallar también en el Creador el sentido del dolor, porque únicamente Él puede darnos una plenitud que ni siquiera podemos vislumbrar ahora. No es Dios una especie de chico para todo, ni un seguro de vida considerado bajo una visión utilitarista. Un Dios arréglalo-todo no es el Dios que nos ha creado inteligentes y libres, que nos llama a un esplendor desconocido, que es infinitamente todo, pero que está en medio de nosotros. La mente del hombre es fruto de Dios y no al contrario. Si la mente del hombre necesitase crear a Dios, no podría hacerlo, pero si Dios no nos hubiera dotado de razón, no podríamos dudar de Él.

Quizá una clave de nuestra actitud ante Dios –la idea también es de Llano– es la autonomía del hombre, banderín de enganche de la modernidad. Y bien podríamos decir con el brillante filósofo que la fuente vital de mi autonomía, de mi libertad radical, es inseparablemente el manantial que fecunda la búsqueda de una trascendencia siempre perseguida y nunca totalmente alcanzada. En último término, no hay contraposición, sino armonía entre inmanencia y trascendencia, autonomía y vinculación, soltura y entrañamiento. En lugar de concebir mi vida como una dialéctica de contrarios, me empeño en entenderla como un dinamismo de conciliación.

Como no son mías, puedo afirmar que ahí quedan algunas ideas para recuperar a Dios en la sociedad, dar sentido a nuestras vidas y recobrar ley natural y naturaleza. Todo muy necesario para el cambio radical que la actual sociedad necesita y que buscamos vanamente en las primas de riesgo, las leyes o el mercado.

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