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Cristo nos restaura en su Pasión

En determinadas ocasiones se toma el tema del sufrimiento de Cristo en su Pasión (no sólo en su semana completa sino, más bien, en las últimas horas que vivió como hombre) como algo desdeñable y a lo que sólo se le da la importancia que tiene ver a un ser humano pasar por lo que pasó. Sin embargo, para las personas que nos consideramos hijos de Dios y, por lo tanto, hermanos de Jesucristo, lo que entonces pasó vale más de lo que pueda suponerse.

Cuando Cristo vivió lo hizo como un buen hijo que amaba a sus padres y, por eso mismo, se estaba forjando una vida eterna que, mediando su ser perfecto hombre y perfecto Dios, abundaba en gracias del Padre pues siendo el Creador hecho hombre que había venido para salvarnos todo lo que hiciera estaba bien hecho.

También es cierto que aquellos que no están cercanos a la fe católica y muchos de los que estando parece que no lo estén tienen a la Pasión de Cristo, próxima en el tiempo siempre porque sucede siempre en cada sufrimiento del hombre, como poco más que un hecho puntual.

Sin embargo, nosotros sabemos que es algo más y que lo que, desde entonces, sucede con el ser humano es fruto de aquella cruz y de aquellas manos y pies ensangrentados que dieron, para la humanidad, ejemplo de lo que quien ama puede hacer.

Por eso, cuando Cristo muere lo hace por bien nuestro. Y esto, que puede parecer algo brusco el decirlo no lo es si consideramos que la Pasión pasó porque Dios quería, en efecto, que pasara. Y, aunque, de tal pensamiento pueda decirse que manifiesta una actitud poro paternal de parte del Creador hacia su Hijo engendrado y no creado, lo contrario es lo justo porque si necesitábamos una solución generosa y grande para nuestro pecado, generoso y grande estuvo Dios para con su pueblo dándonos, tras la Encarnación, a Quien supo ser Quien era y hacer lo que tenía que hacer para cumplir con la voluntad de su Padre.

Y nos restauró. Cristo nos restauró a nosotros y a nuestro corazón dejó limpio del pecado original. Por eso, en nuestro Bautismo, Sacramento de entrada en la Iglesia católica, se nos infunde el Espíritu Santo y, en tal preciso momento, el pecado de nuestros Primeros Padres, anticipación del cielo que quedó en infierno con la entrada del dolor en el mundo, queda alejado de nuestro corazón, de nuestra vida y de nuestra futura existencia. Luego, en todo caso, será lo que nuestra voluntad, libre, quiera que sea porque para eso Dios nos la entregó.

Y Cristo nos devuelve la vida para que sea eterna y nunca la perdamos por egoísmo o dejación de búsqueda de Dios. Nos restaura para que no caigamos en la fosa de la que tanto habla el salmista y a la que, por unas cosas o por otras, miramos si bien con temor no con poco respeto a lo que supone caer en ella.

Cristo muere siempre que abandonamos, de la forma que sea, la fe en el Dios Único y nos dejamos dominar por el mundo y lo que ofrece a los que arrebata de la eternidad para su causa efímera y mortífera. Y por eso nos restaura Cristo.

A veces, sin embargo, miramos a su cruz y no vemos en ella nada que suponga, para nosotros, salvación ni restauración sino, como mucho, un ejemplo a seguir que no nos conviene ni nos sirve porque no queremos dar el paso justo para coger la mano de Cristo y que la misma sirva a nuestra restauración como hermanos suyos e hijos de Dios.

Cristo, además, nos devuelve la esperanza sin la que no nos podemos considerar, en realidad, hijos del Padre. Con ella nada nos turba porque nos sabemos destinados a una meta grande y gozosa que consiste en habitar las praderas del definitivo Reino de Dios y en saber que siempre, siempre, siempre, Aquel que nos restauró nos acompañará por un tiempo que no acabará nunca. Quizá entonces nos demos cuenta del valor de su Pasión y de lo necesitados que estábamos de la misma.

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