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La dimensión ético-política de los problemas bioéticos: 1. El punto de vista de la ética-política

El objeto de esta ponencia es afirmar que una buena parte de los problemas bioéticos tienen una dimensión ético-política, que ha de ser afrontada con una metodología específica. Para desarrollar esta tesis necesito explicar cuál es, a mi juicio, la distinción y la relación que existe entre la ética personal y la ética política[1] .

Considero que la parte personal de la ética se refiere a todas las acciones de las personas físicas, incluyendo las acciones personales requeridas por la justicia social y política, como puede ser por ejemplo pagar los impuestos. La moralidad de estos comportamientos depende en último término de su congruencia con el bien global de la persona. La ética política se ocupa en cambio de las acciones realizadas por la comunidad política, es decir, trata de aquellos actos mediante los cuales la comunidad política se da a sí misma una organización constitucional, jurídica, administrativa, sanitaria, escolar, universitaria, etc. La moralidad de estos actos depende de su relación con el fin de la comunidad política, que es el bien común político. Retomando el ejemplo anterior, si pagar los impuestos es una cuestión de moral personal, el tipo de sistema impositivo adoptado por una determinada sociedad es una cuestión ético-política. Es decir, la ética política valora si es congruente con el bien común político de una concreta sociedad que la presión fiscal sea tal o cual, que los impuestos sean preferentemente directos o indirectos, que sean progresivos o no, etc.

Con esta distinción no afirmamos la existencia de una doble moralidad ?personal y política? para un mismo comportamiento, porque se trata en realidad de dos tipos de actos distintos: los actos de las personas Pedro, Juan y Pablo por una parte, y por otra el acto, por ejemplo, por el cual España se ha dado a sí misma una estructura que comprende la autoridad central del Estado, las comunidades autónomas y los municipios, o bien el acto por el que ha organizado de una determinada manera la atención sanitaria de la población o el sistema de enseñanza obligatoria.

Existe sin embargo un punto de vista particular desde el que los actos de las personas físicas pueden ser objeto de la ética política. Ésta se ocupa de la recta organización de la vida social y política, y es parte de esa recta organización que algunos bienes de interés público sean promocionados y tutela-dos, y que las acciones individuales que lesionan esos bienes sean consideradas ilegales y, si es el caso, sean castigadas. Determinar qué acciones individuales deban ser consideradas ilegales y cómo deba ser sancionado quien las realiza, es una cuestión típicamente ético-política. La legalidad o ilegalidad es el punto de vista desde el que algunas acciones personales son objeto de la ética política. Ésta no se ocupa directamente de esas acciones en cuanto que son contrarias al bien de la persona o en cuanto se oponen a los dictados de la conciencia moral de la persona que actúa, sino en cuanto lesionan objetivamente un bien cuya tutela por parte del Estado es exigida por el bien común político. Esto se debe tener presente a la hora de argumentar en un contexto político. Para justificar que el Estado debe prohibir una acción no basta con demostrar que tal acción es inmoral, entre otras cosas porque todos estamos de acuerdo en que hay muchas acciones claramente inmorales de las que el Estado ni siquiera debe ocuparse; lo que se ha de demostrar es que esa acción se opone al bien común político de tal modo que el Estado debe prohibirla.

A la distinción propuesta se podría objetar que las acciones son siempre de las personas, y por eso a fin de cuentas la ética es siempre personal. En parte es verdad, pero no obstante la moralidad ético-política es formalmente diferente de la personal y tiene consistencia y vida propia. Supongamos, por ejemplo, que en un determinado país se reforma el sistema de impuestos, y como consecuencia de esa reforma se obstaculiza el crecimiento económico y se produce además una injusta penalización de los grupos sociales económicamente más débiles. Si quienes aprobaron esa ley eran conscientes de su inadecuación, pero la votaron por intereses personales o de partido, cometieron sin duda una grave culpa personal contra la justicia. Si en cambio pensaban, después de haberla estudiado responsablemente, que esa ley iba a promover el bien del país, no cometieron culpa alguna al votarla. Pero tanto en un caso como en otro ese país se ha dado a sí mismo un sistema fiscal contrario al bien común, oposición al bien común que continúa existiendo cuando los diputados que la aprobaron dejan de formar parte del órgano legislativo o incluso después de que todos ellos fallezcan. Cuando un aspecto de la organización social es contrario al bien común, esa injusticia estructural subsiste y hace daño independientemente de la moralidad de los que la aprobaron, y tan malo es promulgar una ley injusta como mantener en vigor la ley injusta votada en el pasado por otros, si ahora existe la posibilidad real de abrogarla total o parcialmente. Por otra parte, no se debe olvidar que las leyes no son del diputado tal o cual, o del partido tal o cual, son leyes del Estado, las votase quien las votase, y, si son injustas, la responsabilidad de abrogarlas recae sobre quienes en cada momento forman parte de los órganos legislativos del Estado y, en otro sentido, sobre todos los ciudadanos.

Naturalmente, el hecho de que las personas viven en sociedad para promover el bien de todas y cada una de ellas, fundamenta en último análisis, pero sólo en último análisis, una ordenación del bien común al bien personal. Por esta razón la ética política no podría considerar adecuada una ley que aprobase explícitamente una acción personal éticamente negativa, o que prohibiese un comportamiento personal éticamente obligatorio, o que hiciese obligatorio un comportamiento que la persona no puede realizar sin cometer una culpa moral. Las acciones éticamente negativas que no contienen una suficiente referencia al bien común el Estado las ignora o, si es el caso, las tolera, pero no puede hacerlas objeto de un acto explícito de aprobación.

Notas

[1] He expuesto más ampliamente esta distinción y su fundamento en A. Rodríguez Luño, Cultura política y conciencia cristiana. Ensayos de ética política, Rialp, Madrid 2007, pp. 35-49.

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