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Luz en tiempo de tinieblas

Hace poco ha dicho el Santo Padre que necesitamos luz para superar las pruebas de la vida. Y es más que cierto que, en determinadas ocasiones, no podemos salir de la tiniebla si no tenemos una luz a la que dirigir nuestra mirada y fijar en ella el destino del existir.

En muchas ocasiones a lo mejor nos hacemos excesivas elucubraciones acerca de la luz que debe iluminarnos. Sin embargo, para un católico sobra todo pensamiento que vaya más allá de lo siguiente:

«Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12) pues mucho antes, el anciano Simeón, a las puertas del Templo de Jerusalén, había dicho que aquel niño que llevaban a presentar a Dios sería «Luz para iluminar a las naciones» (Lc 2,32) y como se afirma en el Credo, Cristo es «Luz de luz».

Al respecto de la luz que necesitamos y que nos ayude a caminar hacia el definitivo Reino de Dios, Benedicto XVI, tras el Ángelus del II Domingo de esta Cuaresma de este 2012, dijo que

«Todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando algún momento en el día para la oración en silencio y para la escucha de la Palabra de Dios.»

La luz interior, de la que habla el Santo Padre, y que debemos contemplar desde Cristo, no ha de ser escondida sino, al contrario, debe ser irradiada desde nosotros mismos hacia nuestro prójimo pues ya dejó dicho Cristo (Mt 5, 14-16) «Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos».

Nos da Cristo unas pistas muy buenas a la hora de tratar de entender en qué se puede manifestar nuestra luz interior. Así, por ejemplo, habla de obras y de que estas han de ser buenas. Por lo tanto, tanto tenemos que tener en cuenta hacer como que lo que hagamos esté de acuerdo con la voluntad de Dios. Entonces seremos luz e iluminaremos la vida de todos los que nos conozcan para que, al menos, alguna de tales personas tras conocer, se convierta y, tras convertirse, crea en el Evangelio.

En realidad, ya dice Jesucristo y recoge el evangelista Mateo (13, 34) que, en cuanto a lo que de nosotros sale hacia fuera y, así, hacia nuestra relación con el prójimo «de lo que rebosa el corazón habla la boca» que es la mejor forma de decir que la bondad, el servicio o el amor es ejemplo de la luz interior que nos reúne con Cristo en la Caridad de Dios Padre. Y también que, al contrario, la tiniebla que podemos irradiar se muestra en lo que no es ni bondad ni servicio ni, en fin, amor pues «quien ama a su hermano permanece en la luz» (1 Jn 2,10). Muy contrario (Jn 1 2, 11) «quien aborrece a su hermano está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» y, entonces, su luz interior no emana sino que carcome el corazón con la oscuridad de la noche del alma.

Demostramos, pues, ser hijos de la luz si iluminamos con nuestra luz interior y no lo somos, no deberíamos pretender serlo, si hacemos lo contrario a lo que nos es dado hacer porque la luz interior ha de cegar el egoísmo y cegar la avaricia. Debe, también, cegar la espantosa pretensión de querer ser más que el otro y, de la manera que sea, ensanchar nuestras particulares filacterias y alargar las orlas de nuestros mantos en relación con los hermanos en la fe.

La luz interior, nuestra luz interior, ha de ser pura e irradiadora de belleza espiritual. Tal como lo hizo Cristo a lo largo de su vida pública, la luz que nos ilumina y que ha de iluminar al prójimo no debería nunca de perderse entre las tinieblas del mundo y de las concupiscencias que nos propone cuando no impone a nuestro débil espíritu mundano.

Y ahí está Cristo, para demostrar que eso es posible.

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