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Con lo malo en las manos

El PP y el aborto

Para un católico, el problema de jugar al «mal menor» es que llega un momento en que uno tiene que descartar el apellido y quedarse a solas con el nombrecito. Y como el «mal menor», se apellide como se apellide, es siempre un mal, cuando ese desdichado momento llega te encuentras «con lo malo en las manos» (Rom 7, 21).

Me estoy refiriendo a la reforma de la Ley del aborto anunciada por el Ministro de Justicia. El hecho de que se vaya a exigir permiso paterno a las menores de dieciséis años que deseen abortar, o incluso la posibilidad de volver a la ley despenalizadora de 1985 puede parecer buena noticia para los seguidores de «mal menor» o para los aficionados al arte de «la pinza» (me refiero a todos aquellos que dijeron que votaban al PP con una pinza en la nariz). Pero no vendrá mal recordar ahora algún punto básico de doctrina moral católica que puede causar problemas a más de uno: el apoyo a una ley que facilite el aborto constituye, para un católico, un pecado mortal. Esta doctrina la recordó Mons. Martínez Camino hace dos años, cuando se aprobó la ley actual, y no convendría olvidarla ahora, cuando se intenta reformarla.

Si la reforma anunciada por el Ministro de Justicia llega al Parlamento, y esa reforma supone una vuelta a la Ley de 1985, los políticos católicos del PP se verían en la tesitura de votar a favor de una ley que va contra la doctrina moral de la Iglesia Católica, según la cual todo aborto supone un crimen. Al votar esa ley, un político estará incurriendo en un pecado mortal público, y, por tanto –al igual que se dijo entonces– no podrá ser admitido a la Sagrada Comunión. Por tanto, cuando ese día llegue, vamos a ver a más de un diputado católico «con lo malo en las manos». Falta averiguar qué harán con ello.

En lo que a mí respecta, uno de los principales motivos que me indujeron a no votar al PP fue el no sentirme mal con mi conciencia cuando ese día llegase. Puede pensarse que opté por la postura más cómoda, pero es que a veces lo del pecado es lo más difícil, aunque sólo sea por la cantidad de tiempo y energías que invierte uno en justificarlo. Sin embargo, a día de hoy, concibo una posibilidad que me llevaría a reconsiderar mi postura en adelante, una puerta abierta a la esperanza para mí:

Si llega al Parlamento una reforma de la Ley del aborto que recupere los supuestos de 1985, y los diputados católicos del Partido Popular se niegan a votar a favor de esa reforma por considerarla contraria a los dictados de su conciencia y a la Ley de Dios, puede que esa reforma no saliese adelante y que el propio Partido Popular tuviese que abrir un serio periodo de reflexión sobre un asunto tan crucial como ése. En ese caso, yo reconocería que me equivoqué al no apoyar a estos diputados, y mi confianza en ellos me llevaría de nuevo a las urnas con esa ilusión que ahora me falta.

¿Creen ustedes que esa posibilidad puede llegar a materializarse? Yo necesito esperar que así sea. Y, a la vez, necesito esperar que a nadie se le ocurra, de nuevo, tirar por el camino difícil: el de buscar justificaciones morales a una voto tibio y consentidor con el asesinato de los seres humanos más indefensos. Sueño con que ese día llegue, y tengo ya preparada mi respuesta a esos diputados coherentes con su Fe que habrán puesto en evidencia mi pecado de desconfianza: «¡Podían haber avisado, coño!».

La «enmienda Cifuentes»

He preguntado a varios amigos, todos ellos de convicciones católicas, y todos ellos votantes del PP en las pasadas elecciones, qué les parecen las declaraciones del Ministro de Justicia sobre las bondades de un supuesto «divorcio ante notario» o sobre su confianza en la constitucionalidad del mal llamado «matrimonio homosexual». La respuesta de todos ellos ha sido la misma: «¡No querrías que siguiéramos con los otros!»… Pues no, la verdad. Pero me alegro de no haber apoyado a «estos».

Contra todo pronóstico, ahora me alegro de que la Delegada del Gobierno en Madrid, la popular Cristina Cifuentes, haya propuesto una enmienda para que se elimine el término «cristiano» de la definición ideológica del partido. La causa de mi júbilo es que esa definición no hace honor a la verdad, sino a la mentira con la que los populares han querido siempre captar el voto de los católicos para, acto seguido, adoptar medidas que vulneran los valores más sagrados de nuestra Fe. Lo hizo Aznar con la introducción en España de la píldora del día después, lo hizo Ana Pastor cuando puso en manos de Bernat Soria miles de seres humanos en estado de congelación para que fueran usados como coballas, y lo hará Rajoy si lleva a cabo esa reforma tibia de la Ley del Aborto que permitirá matar niños en según qué circunstancias, o si finalmente trae a España la figura del divorcio ultrarrápido e hiperbarato. Que un partido como ése lleve en su definición la palabra «cristiano» a un servidor le parece el peor de los insultos. Por tanto, aplaudo la enmienda de Cristina Cifuentes, aunque no aplauda a una Delegada del Gobierno a quien le faltó tiempo para posicionarse a favor del mal llamado «matrimonio homosexual».

Algunos se quejaron, también, cuando Esperanza Aguirre liberalizó los horarios comerciales, acabando con la protección legal del domingo, como si con eso se hubiera cometido un atentado contra el Día del Señor… Yo también aplaudí. En una España como la que nos ha tocado habitar, no quiero a los poderes públicos protegiendo instituciones de Derecho Divino. Eso que nos lo dejen a los cristianos. Y que desarrollen el derecho a la objeción de conciencia, que es lo que deben hacer como legisladores, si un cristiano se niega a trabajar el domingo. Pero, por favor, que no hagan ellos de guardianes del Templo, porque luego les falta tiempo para meternos a Soraya a predicar en la Catedral de Valladolid.

Yo le pido a mis clásicos que espabilen. En una España mayoritariamente católica, donde una abrumadora mayoría de los ciudadanos asistiera a misa los domingos, tendría sentido el que, democráticamente, los ciudadanos quisieran dar un refuerzo legal a sus convicciones, siempre y cuando este refuerzo fuera respetuoso con la libertad de conciencia. Pero en una España en la que apenas asiste a la iglesia un 15% de la población, lo mejor que puede suceder es que el ámbito temporal y el espiritual estén perfectamente deslindados. Que se ocupen los políticos de los temporal, y que nos dejen a nosotros lo sagrado sin estorbarnos a la hora de practicar o manifestar públicamente nuestra Fe. ¡Que no se metan, por favor! Simplemente, que respeten y callen.

La Iglesia no puede pedir a los políticos, en una España como la nuestra, que comiencen las sesiones del Parlamento persignándose y las terminen con una doxología. Pero sí puede y debe recordar a los poderes públicos la existencia de un Derecho Natural, denunciando enérgicamente los atropellos posibles de las leyes positivas a ese Derecho Natural. Y tendremos mucha más libertad para alzar la voz en favor de la vida humana desde su concepción o para romper todas las lanzas al defender la unión de hombre y mujer como célula de la sociedad si no les debemos absolutamente nada a aquéllos a quienes denunciamos. Luego ellos nos harán caso o nos quemarán en sus hogueras, pero en ese ámbito no debemos callar.

En definitiva: que los políticos se ocupen del Orden Público, y que promulguen leyes justas, acordes con una Ley Natural cuyo conocimiento no requiere fe, sino inteligencia y honestidad intelectual. Luego, lo de honrar a Dios que nos lo dejen a nosotros. Hagan caso a doña Cristina, por favor.

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