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I .- Causas de una crisis

Veamos ahora cuáles han sido las causas que han motivado que el concepto de alma haya entrado en crisis en no pocos ambientes.

Influjo protestante

En primer lugar es claro que ha habido un influjo del protestantismo en el tema que nos ocupa. Desde que O. Cullmann lanzara el slogan de que la inmortalidad del alma es una idea griega contrapuesta a la idea bíblica de la resurrección de los muertos, no son pocos los que se han lanzado en la línea de olvidar toda idea de inmortalidad natural. Es curioso que Ahlbrecht , al hablar del asunto, confiese que en el rechazo de la inmortalidad natural del alma se verifique el principio protestante de la justificación por la sola fe: el hombre no podría presentar ante el juicio final nada propio y la inmortalidad sería algo propio y natural. No olvidemos, por otro lado, que en el mundo protestante todo aquello que presenta el adjetivo «natural» es aceptado con recelo a partir del principio luterano de la total corrupción del hombre por el pecado original .

Efectivamente, Lutero, como recuerda Ratzinger, pensaba que la idea de la inmortalidad del alma era producto de la injerencia de la filosofía en la fe. Lo que él mismo dice es ambiguo; lo cierto es que se distancia de la idea de la inmortalidad natural del alma poniendo el acento en la resurrección.

Influencia de la fenomenología

Una tendencia innegable que ha influido en la situación actual es la actitud fenomenológica, la actitud que constata en el hombre la existencia de la conciencia, de la conciencia que tiende al infinito, sin deducir de ello que debe existir en el hombre un principio espiritual que explique los actos de la conciencia. Es el caso, por ejemplo, de Alfaro, que habla del carácter trascendente de la subjetividad y de la conciencia humana sin que en momento alguno hable de la existencia del alma De la misma manera que se opta por Dios por postulado sin emplear el principio de causalidad que nos conduce con certeza a su existencia, se habla también de los actos espirituales del hombre sin concluir que debe existir un principio espiritual que los cause.

La actitud antidualista

Otro factor que ha influido indudablemente es la actitud antidualista: el hombre es una unidad corpóreo-espiritual, y se podrá hablar en todo caso de dos aspectos o dimensiones en él, pero no de dos principios diferentes: cuerpo y alma. Sin distinguir suficientemente entre dualismo (desprecio del cuerpo, considerado como cárcel del alma, como aquello que subyuga al alma y no tiene relevancia para la salvación) y dualidad (existencia de dos principios en el hombre en una unidad personal), se ataca la existencia de la dualidad de principios en el hombre.

En este sentido, Ruiz de la Peña, que habla y usa el término de alma, lo entiende dentro de un esquema unitario que no permite la subsistencia del alma separada después de la muerte. Se puede hablar en el hombre de dos dimensiones, la espiritual y la corporal, pero no de dos principios que permitan la subsistencia separada del alma después de la muerte. Esto sería dualismo; además, una parte del hombre, el alma, no puede ser sujeto de retribución, de una retribución que es definitiva en cuanto que supone o salvación o condenación.

Se llega a la existencia del alma más bien como postulado que posibilita la dignidad del hombre, la existencia de la ética y la posibilidad asimismo de que el hombre sea interpelado por Dios. Conocemos su existencia, pero no su esencia o su naturaleza. No se usa el camino de la demostración filosófica.

El concepto de alma se presenta así como un concepto más bien funcional, en cuanto que posibilita la dignidad y la trascendencia del hombre, pero no ha de ser entendido como un principio diferente de otro principio corporal en una visión dual de principios.

El alma, en la perspectiva tomista, es precisamente la forma del cuerpo, es decir, su estructuración, su sentido pleno y trascendente. Por ello. la visión tomista de la antropología, se nos dice, conoce un único ser dotado de materia y forma, por lo que es la perspectiva más lograda de todas. La forma no es un ser aparte o en frente del cuerpo, es forma en cuanto que ejerce la función de informar y estructurar a la materia, formando un ente con ella.

No admite Ruiz de la Peña que el alma sea creada inmediatamente por Dios y se muestra indignado con la Humani Generis acusándola de haber tomado una salida salomónica al problema del evolucionismo: «bien, el cuerpo puede venir por evolución, pero el alma no; el alma es creada directamente por Dios». No, el alma misma viene por evolución, en el sentido de que Dios mismo ha dado a la materia la capacidad de autotrascenderse. Es la teoría de K. Rahner .

Por supuesto, en la muerte, es el hombre entero el que muere. Claro que, siendo así, y si no hubiera ningún elemento de continuidad, la resurrección sería una total recreación. Advierte por ello Ruiz de la Peña que ha de darse una continuidad entre el muerto y el resucitado: un yo que perdura y que constituye la condición de posibilidad de la restauración íntegra del hombre por parte de Dios en el momento de la muerte. Claro que esto no implica necesariamente que se afirme la inmortalidad natural del hombre; bien puede ocurrir que Dios confiera esa inmortalidad al hombre como don.

Reflexión valorativa. Antes de seguir adelante, puede ser útil reflexionar un poco sobre lo que llevamos expuesto. Nos limitamos aquí a considerar simplemente estas tesis filosóficas sobre el hombre que se oponen a la existencia del alma separada tras la muerte, que defienden que el alma puede venir por evolución de la materia, etc. Somos conscientes de que el problema de la unidad en el hombre es un problema complejo que abordaremos más adelante. De ningún modo postulamos el dualismo, pero nos preguntamos si es coherente hablar en el hombre de dos dimensiones (la corpórea y la espiritual) sin implicar con ello la existencia de dos principios diferentes: el cuerpo y el alma.

En primer lugar, pensamos que recurrir a la existencia del alma suponiendo que es espiritual y decir que no conocemos su naturaleza es un contrasentido. Se está suponiendo siempre al alma como espiritual y diferente de la materia, en cuanto que la trasciende. Pues bien, eso es definirla ya. Es impo­sible conocer su existencia sin conocer su naturaleza. ¿El recurso, por otro lado, al postulado no es signo de una posición fideísta? Naturalmente se evita el emprender la vía de la demostración de la existencia del alma a partir de las acciones espirituales del hombre, pues ello, en buena lógica, nos conduciría a la constatación en el hombre de la existencia de un principio espiritual distinto ontológicamente del material. Pero no se puede hablar de un concepto funcional del alma sin que ello implique un concepto ontológico. Ruiz de la Peña se percata de ello, de la necesidad de un principio ontológico que funda la función del alma, pero no lo fundamenta.

La acusación contra la Humani Generis (alma directamente creada por Dios) se vuelve en realidad contra el que la hace, porque si la Humani Generis admite que el alma sólo puede existir como creada directamente por Dios ello conlleva la afirmación de que es irreductible a la materia, lo cual impone el reto de tener que demostrar su existencia espiritual, su irreductibilidad a la materia.

En cambio, el que recurre al postulado de que Dios potencia a la misma materia para que se autotrascienda, se ahorra toda tarea de demostración y toda incomodidad. Ahora bien, cabe preguntarse si esta última postura es coherente. La materia, bajo la acción de Dios, producirá siempre materia, más evolucionada, pero materia, es decir, algo que tiene partes extensas en el espacio. Lo simple, lo carente de partes extensas en el espacio, no puede provenir de lo material.

Por otro lado, ¿postular que es Dios el que potencia la materia para que se autotrascienda ¿no es resultado de una posición fideísta? Es más, aun admitiendo que la primera alma que surgió en el mundo hubiera venido por evolución (bajo la acción de Dios), en el caso de nuestras almas, ¿tendríamos que decir que son parte del alma de nuestros padres o que Dios ha potenciado los genes de los mismos para que en un instante se autotrasciendan? Lo primero resulta imposible desde el punto de vista metafísico, pero lo segundo nos lleva, sin duda, a la admisión de una intervención particular de Dios en cada caso. ¿No es más coherente entonces decir que Dios infunde el alma a los genes preparados por los padres?

Se desfigura por otro lado la visión de santo Tomás sobre el problema, pues no se da suficiente relieve al hecho de que el santo de Aquino trascendió por completo la visión antropológica de Aristóteles. Había advertido santo Tomás que el alma como forma en Aristóteles no daba garantías de ser inmortal, pues perecía con la materia, y defendió que el alma humana es forma, pero es también substancia, dotada de un propio actos essendi que le permite poder subsistir separada después de la muerte. Este actos essendi lo comunica el alma a la materia, de modo que en el hombre hay un solo actos essendi, un solo esse, que garantiza su unidad . El esquema de Aristóteles no es ya el de santo Tomás, o lo es sólo de forma parcial.

Finalmente, cuando se habla de la muerte, se cae en la cuenta de que tiene que pervivir un yo humano, pues de otro modo la resurrección sería una recreación total. Se postula así la inmortalidad de ese yo como condición de posibilidad de la resurrección. Pero, apelar a que esa inmortalidad es conce­dida como don ¿no es recurrir de nuevo al fideísmo? ¿Dónde se funda esa afirmación?

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