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La cultura del hostigamiento y la provocación

A los obispos católicos de EE.UU. en visita «ad limina», Benedicto XVI les ha recordado el secularismo radical en el ámbito político y cultural en que se encuentra sumida la sociedad estadounidense, proveniente de poderosas corrientes culturales hostiles al cristianismo que intentarían reducir la verdad a mera racionalidad científica o suprimirla en nombre del poder político, así como sobre la base de un individualismo extremo «promover nociones de libertad separadas de la verdad moral».

El intento de un neutralismo constitucional del poder público en países de origen cristiano no hace otra cosa que impulsar el arrinconamiento del hecho religioso a la esfera privada y subjetiva, inhabilitando una razón natural abierta a la trascendencia con el fin de secularizar el orden político y otorgar autonomía al pensamiento.

El Papa denuncia que la legítima separación Iglesia-Estado no significa silenciamiento de la Iglesia sobre ciertos temas –un silencio propuesto desde un progresismo católico que se ha incorporado al espíritu y la mentalidad de una sociedad secularizada–, ni extrañeza del Estado ante ciertos valores con significación cristiana en la sociedad, como si, en expresión de Maritain, un cristianismo subsistente en el imaginario social hubiese por fin que liquidarlo.

En España se puede constatar también con facilidad el secularismo político y cultural invasor del que habla Benedicto XVI. Si en otros tiempos, descolgar un crucifijo en la escuela pública habría generado una guerra civil por la ofensa a la conciencia católica y por la falta de respeto a los símbolos religiosos de la cultura de un pueblo, en la actualidad suele premiarse con cargos públicos importantes la «cultura de la muerte» y bendecirse cualquier fotografía abominable y blasfema, como la ofrecida por la exposición del Teatro Español de Madrid, donde un actor posa desnudo con una estampa del Cristo de Velázquez sobre sus genitales, bajo el pretexto de un frente estético sin más reglas que la prevalencia de la libertad de expresión y de creación.

La mejor arma de cualquier ejército consiste en inocular el desánimo y la convicción de la inanidad de su esfuerzo en las filas enemigas, al igual que el secreto triunfo es poseer la seguridad de la victoria. Ante este potente y radical secularismo político y cultural, no podemos quedarnos los cristianos en una especie de apostolado individual, como ya ocurriera en la Iglesia primitiva respecto al Imperio romano. La virtud no sólo se mantiene cuando se persevera en ella, sino favoreciendo un ambiente comunitario a través de la educación y de las buenas leyes, así como de instituciones y costumbres que ayuden a preservarla.

La influencia inmoral y ateísta de las políticas liberales y de una irreverente hegemonía cultural, unidas a la deserción de un catolicismo practicante y de una tibieza y adormecimiento de la fe en no pocos cristianos, exigen, más que nunca, una nueva evangelización, una recristianización vinculada a una minoría creativa que presente a Dios en este mundo como una realidad creíble, un cristianismo militante donde la separación del poder público respecto del orden moral y religioso sólo puede aceptarse como apostasía, falsa neutralidad y discriminación de cualquier inspiración religiosa en orden a construir la sociedad.

Ante ciertos hechos de la cultura del hostigamiento y la provocación contra el cristianismo, que manifestarían una notoria laicización del poder, el silencio sería tanto como la aprobación y el conformismo, la abdicación del inexcusable deber de perseverar en un medio indiferente y hostil a la fe: que nada me reproche mi conciencia, no significa que esté justificado, dirá San Pablo.

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