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Sobre héroes nórdicos y villanos españoles

«El mito nórdico débese no poco al hecho de que los mapas se cuelgan con el Norte en alto y el Sur abajo»,

Salvador de Madariaga [2].

El estereotipo del español, según nuestros textos escolares, literatura popular, cine y televisión, es el de un individuo moreno, con barba negra puntiaguda, morrión y siniestra espada toledana. Se dice que es, por naturaleza, traicionero, lascivo, cruel, codicioso y absolutamente intolerante. A veces toma la forma de un encapuchado inquisidor, malencarado. Más recientemente, y con menos acritud, se le ha presentado como una especie de astuto, escurridizo, semidiabólico y donjuanesco «gigolo». Pero sea cualquiera la descripción que de él se haga, lo más frecuente es que se le presente contrastándolo con el «ego» nórdico.

El conflicto histórico y literario entre el héroe nórdico y el villano español, tan popular en el mundo de habla inglesa, que se remonta a la época de Francis Drake y de la Armada Española, ha moldeado en nosotros, al igual que en nuestros mayores, una firme fe en la superioridad nórdica. Aquel villano español de la obra, continúa personificando las perversidades de la Iglesia Católica-Estatal; la barbarie de la conquista del Nuevo Mundo, y un genérico concepto de inferioridad moral-físico-intelectual, en contraste con las virtudes de los nórdicos [3].

Desde los libros de texto a las novelas de capa y espada y viceversa, a los villanos españoles raramente se les concede una oportunidad frente a los héroes nórdicos. Tal vez sea mejor, pues al contrario de las creencias populares, el auténtico español, especialmente en su apogeo imperial, fue un soldado y diplomático de primera clase, con muchas victorias en su haber; podría significar una gran desilusión para nuestros escolares y público el conocer cuán a menudo desbarató los planes de nuestros antepasados anglosajones. Vayan como prueba unos pocos ejemplos: la derrota de Juan Aquines (John Hawkins) y Francis Drake en Veracruz (Méjico) en 1568; la airosa defensa de Cartagena de Indias contra la flota de Lord Vernon en 1740; la derrota por los hispanoargentinos de dos intentos sucesivos de invasión inglesa en 1806 y 1807; el fracaso del proyecto de Cromwell contra las Indias Españolas, en contraposición con sus grandes objetivos; y un éxito general al mantener, e incluso aumentar, sus dominios americanos no sólo contra los ingleses, sino contra cuantos les amenazaron y atacaron.

Así es que para describir el estereotipo español, los dados de nuestra literatura están normalmente cargados. ¿Quién, pongo por caso, oyó alguna vez comentar la humanidad y buenos modos de los conquistadores españoles, con independencia de que tuvieran vicios y virtudes iguales o parecidos a los ingleses de su época, como Enrique VIII e Isabel I? (Walter Raleigh fue, en realidad, un tipo renacentista español vestido a la inglesa.) O, por casualidad, ¿pudo haber detrás de aquella siniestra espada toledana un auténtico héroe, honrado y generoso? (un par de excepciones curiosas pueden hallarse en mi bibliografía). O, ¿es posible que existiera un inquisidor español de cultura, justicia y humanidad? ¿O tal vez un bizarro capitán de marina española, generoso y caballero en su victoria, digamos, sobre un inglés?

Acompañando a este villano hay otros personajes literarios igualmente estereotipados. Tales como la figura del «buen fraile», un misionero sentimentalmente eficaz en revelar los defectos de los otros españoles. Estos padres son una especie de eco continuado del defensor de los indios, fray Bartolomé de Las Casas, y posiblemente reflejan el hecho de que una gran parte de la historia de España en América fue escrita por clérigos que no tuvieron reparos al criticar a soldados, capitanes u otros oficiales seculares con quienes estaban en desacuerdo.

También encontramos al hacendado implacable, tiránico y duro de corazón, y la del escurridizo, traidor y «grasoso» mejicano (el epíteto en inglés «greaser»), que simbolizan, en cierto sentido, la depravación española y que han ganado una considerable popularidad en los escenarios de Hollywood y particularmente en las películas de «cowboys». Sirva de ejemplo la siguiente descripción: «... ella ordenó que viniese el mejicano, y al punto se presentó un ignominioso ejemplar de su raza, escurridizo y servil, de ojos amarillentos y con incrustaciones de nicotina en su mismísima alma» (Max Brand, Destry Rides -Again, p. 69).

Otro tipo clásico es el del bandolero, guerrillero duro y feroz y testimonio de que los españoles sólo son aptos para la lucha de guerrillas y que por ello la Península ha sido singular semillero de bandidos. La obra de Ernest Hemingway, Por quién doblan las campanas y después la película, ayudaron a actualizar el eco del guerrillero español, aunque suavizándolo con simpatías políticas y con Ingrid Bergman.

El tradicional y ficticio villano español está sobrepasado en sus tintas por lo grotesco de la literatura de viaje que toca a España y a su pueblo. Esta clase de deformación comenzó a últimos del siglo xv y a principios del xvi, cuando los viajeros italianos y algunos otros comenzaron a crear el tipo español racialmente inferior, tenebroso, traicionero y excesivamente arrogante.

Los compatriotas de Maquiavelo manuscribieron las primeras narraciones de viajes en España, extensamente divulgadas, iniciando así el hábito de exagerar y deformar sus costumbres a base de conocimientos superficiales. Estas prácticas se manifestaron en expresiones como éstas: «Son miserables y ... consumados ladrones ... no tienen aptitudes para la literatura ... En apariencia son religiosos, pero en realidad no lo son ... Son tan descuidados en lo que respecta al cultivo de la tierra y tan lerdos para las artes mecánicas, que lo que en otros lugares se haría en un mes, ellos lo hacen en cuatro» [4].

Los famosos embajadores italianos que hicieron tales comentarios en la época en que los españoles entraban en su Edad de Oro imperial y cultural, iniciaron la costumbre de hacer observaciones desfavorables, que aún continúa en la actualidad. «Estos relatos, traducidos al francés y al inglés, contribuyeron poderosamente a crear una imagen fantástica de España y de los españoles, pues aun teniendo bastantes cosas ciertas, contenían también bastantes exageraciones» [5].

Las desfiguraciones en las narrativas extranjeras alcanzaron tal dimensión a últimos del siglo XIX, que al famoso novelista español Juan Valera le movieron a zaherir con amargos sarcasmos a los que se habían tragado los ridículos estereotipos de su país:

«Cualquiera que haya estado algún tiempo fuera de España podrá decir lo que le preguntan o lo que dicen acerca de su país. A mí me han preguntado los extranjeros si en España se cazan leones; a mí me han explicado lo que es el té, suponiendo que no lo había tomado ni visto nunca; y conmigo se han lamentado personas ilustradas de que el traje nacional, o dígase el vestido de majo, no se lleve ya a los besamanos ni a otras ceremonias solemnes, y de que no bailemos todos el bolero, el fandango y la cachucha. Difícil es disuadir a la mitad de los habitantes de Europa de que casi todas nuestras mujeres fuman, y de que muchas llevan un puñal en la liga. Las alabanzas que hacen de nosotros suelen ser tan raras y tan grotescas, que suenan como injurias o como burlas» [6].

Un escritor de finales de siglo se lamentaba de que la mayoría de los viajeros a España nunca se tomó la molestia de informarse sobre el país antes de visitarlo, o de aprender algo de su idioma, cosas tan indispensables para comprender sus costumbres [7]. Ambas observaciones pueden aplicarse todavía; últimamente tenemos al turista gracioso, con afición a los toros, que pretende ilustrarnos sobre cosas de España, tras las huellas de Hemingway y Barnaby Conrad. Los «hinchas taurinos» han infestado la Península durante algunos años; ¡si ve usted venir a alguno, escóndase y rece para que no venga a escribir un libro sobre España!

Hay otros pueblos y naciones que tienen que soportar «tipismos» clásicos y caricaturas nacionales o raciales, pero sufrir a un tiempo una historia deformada intencionadamente y un tipo de literatura para viajeros sobrecargado de ofensas, ha correspondido a España en medida, por cierto, superior a sus merecimientos. Sería menos malo si esta mescolanza de prejuicios consistiera sólo en el enamorado andaluz, lánguidamente romántico, con guitarra bajo el balcón, o en un Tyrone Power torero, pisando la sangre y arena de Hollywood o en una Carmen apasionada y trágica con navaja en la liga. Algunos españoles, en realidad, se quedaron un poco perplejos cuando vieron a Carmen Jones; ya se habían acostumbrado, con resignación, a la advenediza Carmen de Bizet, y pensaron que la extravagante versión achocolatada había ido demasiado lejos pero, tomándoselo a broma, sacaron el mejor partido de ello: «[Carmen] ya no nos pertenece, ni aun como hermana adoptiva. Aunque, si bien lo pensamos, ¿qué es esta Carmen Jones, negra bellísima, sino una muestra y una prueba más del poder expansivo y universal de lo español? Auténtica o importada, la españolada puede contagiar a otras razas y ambientes» {ABC, Madrid, 6 de mayo de 1955).

Si las caricaturas clásicas se redujeran al tacaño escocés, al francés faldero, al judío usurero, al Coronel Blimp, la «nana negra», o al bocazas yanqui en tierra extranjera, podríamos calificarlo de entretenimiento inocente y dejarlo estar, pero algunas deformaciones están tan cargadas de odio e insultos ofensivos, que el daño que producen es demasiado grande para tomárselo a broma o repararlo. En grado semejante sufrimos las noticias tendenciosas dePravda e Izvestia sobre nosotros y nuestra historia, como aquellas exageraciones relacionadas con linchamientos de negros, guerra bacteriológica en Corea, versiones del martirio de los Rosenberg, o las aberraciones poéticas de Yevtushenko, que sacan partido de la tragedia universitaria de Kent State, delineando ante el mundo una imagen de los Estados Unidos aceptada por muchos indiscriminadamente. Algo similar sucede con la insidiosa literatura antiyanqui en Latinoamérica que, durante más de medio siglo, ha contribuido mucho al agriamiento progresivo de las relaciones entre las dos Américas, creando una caricatura de nuestra nación de carácter injurioso y de amplia difusión. Al igual que ocurrió en los siglos de difamación de España, sucede ahora con el concepto que nuestros vecinos del sur tienen sobre nosotros, que no es otra cosa que un brebaje venenoso, en cuya composición entran verdades, medias verdades, propaganda, prejuicios y conveniencias políticas fácilmente explotadas por nuestros enemigos jurados. Más que dólares, necesitaríamos de inteligencia para contrarrestar los efectos de esta «leyenda negra» que nació entre la intelectualidad latinoamericana y que sigue perpetuándose por sus propios autores.

Al judío, a quien le interesa la justicia histórica, y que quizá esté todavía amargado por el veneno del famoso Protocolos de los Sabios de Sión o más recientes propagandas antijudaicas, le costaría poco esfuerzo el comprender lo que ha sufrido España, aunque sus correligionarios hayan contribuido mucho a la difamación de élla [8]. Una desapasionada reflexión sobre la naturaleza del daño hecho a nuestra psicología nacional por los tipos creados en Hollywood del arrogante y perverso oficial alemán, que siempre resulta burlado por esos magníficos individuos del Servicio de Inteligencia Británico o Americano, facilitaría buenos ejemplos para cualquier ponderado ensayo sobre la infamación propagandística de Felipe II y sus vasallos.

Notas

[2] Citado por John Tate Lanning en «A Reconsideration of Spanish Colonial Culture», The Americas, I [octubre, 1944], p. 167.

[3] Véase en la Bibliografía, p. 257, un sumario de la película, The Spanish Main, la cual contiene la mayor parte de los clichés generalizados. Véase también el Capítulo VII, para conceptos parecidos en nuestros materiales educativos.

[4] DelViaje a España de Francisco Guicciardini, embajador de Florencia ante el Rey Católico traducido y editado por José María Alonso Gamo (Valencia, 1952), p. 57.

[5] Julián Juderías, La Leyenda Negra: Estudios acerca del concepto de España en el extranjero,13.a edición (Madrid, Editora Nacional, 1954),

[6] p. 161. Este trabajo fue publicado por primera vez en forma de libro en 1914.

[7] «Del concepto que hoy se forma de España», en Obras completas, XXXVII, p. 289 (citado en Juderías, p. 27).

[8] Juderías, p. 158.

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