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La rebelión de las crisis

Estos últimos días he estado leyendo La rebelión de las masas, de José Ortega y Gasset. El motivo tenía bastante de curiosidad. Había oído que probablemente se trataba del libro del siglo XX escrito por un español que había tenido una mayor proyección internacional. Pero la curiosidad pronto dejó paso a la admiración al comprobar la actualidad de muchas de sus ideas en esta honda crisis de principios del siglo XXI.

Ortega publicó La rebelión de las masas en el año 1930, si bien su contenido se había ido gestando en los últimos años de la década de 1920. Buena parte del libro había aparecido previamente en forma de artículos de prensa. Esta circunstancia es del máximo interés para nuestro caso: las percepciones de Ortega se sitúan en un periodo de bonanza en Europa, que no en balde es conocido como los «felices años 20». Este tiempo fue clausurado abruptamente por la crisis económica del 29.

En el 2012 las perspectivas son bastante similares. La tragedia del paro creciente y el drama de los anunciados recortes sociales son señales inequívocas de que algo va a cambiar. El estado del bienestar que hemos conocido seguramente no sea sostenible como hasta ahora. Sin duda, hay que tomar medidas económicas. Pero al escuchar las soluciones que se proponen, muchas veces tengo la impresión de que lo importante se ve absorbido por lo urgente. En cambio, el libro de Ortega ofrece un profundo diagnóstico para aquel tiempo que bien podría ser aplicado ahora. Y ya se sabe: el primer paso para aplicar el tratamiento correcto a un enfermo es acertar en el diagnóstico.

Ortega se esfuerza por adentrarse en la conciencia social del hombre de su época. Su tesis fundamental: «la perfección misma con que el siglo XIX ha dado una organización a ciertos órdenes de la vida es origen de que las masas beneficiarias no la consideren como organización, sino como naturaleza.» Si sustituimos la alusión a la perfección de la organización social del siglo XIX por la sociedad del bienestar que se construyó a finales del siglo XX, nos veremos claramente interpelados. Para Ortega, el problema fue pensar que la eficiente organización del Estado formaba parte inherente de la vida del hombre, como las cosas naturales. De la misma forma que nadie agradece a otro el aire que respira, puesto que el aire no se fabrica sino que siempre está ahí, que es «natural», tampoco se acababa de valorar el esfuerzo colectivo que implicaban los servicios públicos.

Sucede lo mismo que al «niño mimado». Ortega no se ahorra palabras crudas, como el médico que tiene que abrir y provocar dolor para curar de raíz una herida. En la psicología del niño mimado advierte dos rasgos: la libre expansión de sus deseos y la ingratitud hacia quienes han hecho posible la facilidad de su vida. Cuando se recibe un trato mimado, el niño involuntariamente se acostumbra a pensar que todo le está permitido y de que no tiene obligaciones. Tiende a exigir derechos mientras hace oído sordos a los deberes.

Y como valiente intelectual, Ortega pone el dedo en la llaga: al hombre se le ha cerrado el alma: «yo sostengo que en esa obliteración de las almas medias consiste la rebeldía de las masas, en que a su vez consiste el gigantesco problema planteado hoy a la humanidad».

Ortega echaba en falta la ausencia de proyecto en la sociedad europea. Durante el siglo XIX, el desarrollo tecnológico y el despliegue de la sociedad liberal constituyeron buena parte del programa de actuación social. El resultado fue un nivel de vida que no existía en ninguna otra parte del globo. Sin embargo, en torno al cambio de siglo, cuando se había consolidado este proyecto social, las aspiraciones del europeo medio se fueron limitando paulatinamente a las cosas materiales, incluso vulgares. Mandaba lo inmediato, lo tangible. Todos los imperativos habían quedado en suspenso, salvo el de hacer lo que viniera en gana. Al no tener a qué entregarse, la vida humana marchaba perdida en un «egoísmo laberíntico».

Estos síntomas confluyen en el diagnóstico final: «Europa se ha quedado sin moral». O mejor aún: el hombre de aquel entonces no aspiraba a otra cosa que vivir sin supeditarse a moral alguna. A la vista de este cuadro, ¿cómo no vamos a vernos aludidos? De todas formas, la clave para el enfermo que acepta su condición es preguntar cómo se puede recuperar la salud. En nuestro caso, ¿es posiblemente realmente curar el «cierre del alma»?

Puede ser de ayuda en el tratamiento adecuado de esta dolencia un texto de otro intelectual. En la encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI realiza un diagnóstico que coincide básicamente con el de Ortega. Al haber excluido la dimensión espiritual de la persona, se ha encerrado el ámbito económico en un horizonte dominado por la maximización de resultados. Avanzar no es otra cosa que crecer. Con una condición: el avance se debe ajustar a las reglas del juego marcadas por el Estado. En el caso de hacer trampas, convendrá tomar precauciones para no ser penalizado. Hemos construido un mundo en el que prima el tener.

Benedicto XVI propone un tratamiento para el cierre del alma: el principio de gratuidad y la lógica del don. El alma se abre, sobre todo, cuando uno aprende a ponerse en el lugar del otro, y a tratarle como a uno le gustaría ser tratado. Así es como se pueden ver personas, y no sólo resultados. La audacia del Papa no es pequeña: propone incorporar al mercado no sólo el principio de igualdad sino también el de fraternidad.

Es comprensible que brote la rebeldía por esta crisis en el ánimo de muchos por la lamentable insolidaridad que se va descubriendo en el mundo económico y político. Además, la sensación de impotencia tampoco facilita que se calmen los ánimos. Pero quizá una vez se pase el primer arranque de rabia, esta crisis nos permita pensar con calma. Y entonces, más que rebeldía, se produzca el inicio del cambio que nuestra sociedad necesita. Sería ingenuo pensar que la codicia se va a arreglar a base de decretos del gobierno, o que las empresas deban funcionar como ONGs. De lo que se trataría más bien es de abrir el corazón a la verdad del hombre, a su auténtica identidad. Ésta no consiste en acumular bienes, sino en ser fuente de bien.

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