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La fe y la razón

La fe cristiana, la católica al menos, se ha llevado bien con la razón. La filosofía ha nacido en el seno de la fe cristiana con espontaneidad. La fe es la lluvia que fecunda el suelo de la razón y lo torna rico de frutos.

La relación entre razón y fe ha sido y debe ser una relación de mutua veneración y ayuda en el respeto de la respectiva autonomía. En primer lugar, son varias las razones por las que la fe implica a la razón:

1) El cristianismo implica la distinción entre Dios creador y hombre creado; hombre creado, capaz de ser interpelado por la palabra de Dios, dotado por ello de un alma espiritual, inmortal directamente creada por Dios. Lógicamente, los animales no pueden ser interpelados por Dios, ni están dotados de una dignidad espiritual que fundamente la moral. La moral nace allí donde hay una dignidad humana espiritual que ha de ser respetada en todo momento y nunca utilizada como medio. Juntamente con esto, la Iglesia Católica ha mantenido que el hombre puede conocer con certeza con la luz natural de la razón humana a Dios, principio y fin de todas las cosas, partiendo de las cosas creadas.

El cardenal Lustiger, preguntado sobre la posibilidad de conocer a Dios con la razón, respondía con sencillez y convicción que dicha posibilidad es una verdad que se deduce de dos hechos indiscutibles: si el hombre viene de Dios, puede ascender a él con la luz de la razón. Por otra parte, es innegable que la Biblia presenta al hombre como un ser responsable ante Dios. Ahora bien, solamente podemos ser responsables ante Dios si lo podemos conocer con certeza.

Por otra parte, es claro que si el hombre no tuviera capacidad natural de conocer a Dios, no le podría reconocer como tal en la revelación. La revelación vendría a ser como una llamada a un hombre sordo e insensible. Es el caso de Karl Barth que, con la negación de la analogía del ser, compromete la misma posibilidad de la revelación, pues si nuestros conceptos son incapaces de vehicular la palabra de Dios, no podrán ser hechos capaces por decreto divino. Así pues, la analogía del ser es una implicación de la revelación misma.

2) Si el cristianismo aparece y se presenta como un hecho histórico, como la revelación del Hijo de Dios hecho hombre e historia, lógicamente tiene que presentar las credenciales de esa revelación. Podríamos preguntar a Cristo: ¿qué signos nos das para que creamos en ti? Y responde Cristo: «si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero si las hago, si no me creéis por lo que os digo, creedme por las obras que hago para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10, 38).

3) Si esta Iglesia en la que estamos fue la que Cristo fundó, o para usar la expresión de Vaticano II (LG 8), «la Iglesia que Cristo fundó subsiste en la Iglesia Católica», ésta tiene que presentar unas credenciales o signos que la hagan identificable y reconocible como la Iglesia que Cristo fundó .

4) Finalmente, la salvación cristiana nos conduce a la visión beatífica de Dios, a un disfrute de Dios, verdad y bondad infinitas que harían que el hombre sea plenamente feliz. Esto supone que en el hombre hay una capacidad de infinito, no para producirlo, pero sí para recibirlo; una sed, una insatisfacción, un vacío, que sólo se puede llenar en el cara a cara con Dios. Es lo que la teología ha llamado «potencia obediencial» y que no es mera indiferencia, sino, como osaba decir santo Tomás, un apetito natural de la visión, una tendencia a ella. San Agustín lo había expresado en su conocida fórmula: «Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti»

Pero si la fe necesita de la razón, ésta recibe buena ayuda de la fe, la cual contribuye a purificarla de sus imperfecciones y límites, que se deben en el hombre a las consecuencias del pecado original, y la eleva a horizontes insospechados. ¡Qué cambio experimentó la filosofía de Aristóteles que conocía a Dios como mero motor que se limita a empujar a las otras substancias, pero que desconocía a Dios como creador! En Aristóteles el ser es la esencia que, como forma, sella y define la materia prima.

Santo Tomás supera radicalmente ese esencialismo de la forma en una concepción del ser que se basa fundamentalmente en el concepto de participación: el ser de la criatura es un ser recibido de Dios y en permanente comunión con él. Cuando la fe, dice Mondin, anuncia a la razón dónde está la verdad, entonces el filósofo sabe en qué dirección ha de moverse. Y es entonces cuando corresponde a la filosofía demostrar la verdad conocida con su metodología autónoma. La filosofía debería justificar desde sí misma lo que ha conocido desde la fe. Seguramente, el tema del alma espiritual e inmortal, desde el punto de vista histórico, debe más a la luz de la fe que a la luz de la razón, si bien es una verdad que ha de demostrarse también en el campo de la razón.

Pues bien, esta armonía entre la fe y la razón fue históricamente rota por el protestantismo. Fue la experiencia personal de Lutero que buscaba ansioso liberarse de la angustia por la certeza de su salvación, lo que le condujo a la confesión de que el hombre está totalmente corrompido por el pecado original. Siendo esto así, lo está también la razón humana y por ello arremete contra la misma, no aceptando prácticamente otro medio de conocer la verdad que la Sagrada Escritura. Dice así: «la razón es la gran meretriz del diablo. Por su esencia y su modo de revelarse es una ramera nociva. una prostituta. la poltrona oficial del diablo, una meretriz corroída por la sarna y por la lepra que ha de ser pisoteada y muerta… Cubridla de estiércol para hacerla más repugnante. Está y debería estar relegada a la parte más sucia de la casa, la letrina».

De la teología natural (Theologia Gloriae) dice Lutero que no ha servido para nada; sólo la Theologia Crucis, la teología fundada en la fe en Cristo crucificado nos ha conducido a la verdad.

Expuesta, pues, la relación entre fe y razón, pasamos a exponer aquellos principios filosóficos que nos parecen constituir el contenido de lo que llamamos filosofía de inspiración cristiana.

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