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Un caso de intolerancia

Un libro, utilizado como texto de la asignatura de «Psicología social» en la Universidad Nacional de Educación a Distancia, contiene unas afirmaciones sobre la homosexualidad, en las que distingue entre una biológica o innata y otra artificial o adquirida. Las personas del segundo tipo lo son por unas circunstancias «artificiales y accidentales y sujetos de una situación que se aparta de la vía natural, y parece lógico que una oportuna educación evite o corrija tal situación». Un «colectivo» de homosexuales y transexuales, sin otra representación que la de sus asociados, ha expresado su indignación pública y ha levantado su queja a la UNED, exigiendo la retirada del libro. La Universidad, por su parte, ya ha anunciado que revisará el contenido del manual y adoptará una decisión.

No entro en el fondo del asunto. El debate científico debe sustanciarse en una sede científica. Nada cabe oponer al derecho de los autores a enseñar los contenidos que estimen convenientes, en el ejercicio del derecho a la libertad de cátedra. Ni nada cabe oponer a la discrepancia pública, ya sea realizada por expertos o por particulares interesados en el asunto. La libertad de expresión avala, en este sentido, a las dos partes. Los representantes de la asociación de homosexuales y transexuales, que no de todos ellos, pueden expresar su discrepancia e incluso su indignación por lo que hubiere en el libro que pudiera resultarles molesto u ofensivo. Pero el respeto a la libertad de expresión obliga quizá a no ir más allá. Y se va más allá cuando se califica como intolerable la emisión de las opiniones que no gustan o de las que se discrepa, cuando se las califica como «fascistas», al menos en el sentido que, inexactamente, se viene atribuyendo al término, y, sobre todo, si se solicita la retirada del libro. Aquí nos encontramos en el límite, si no un poco más allá, del ámbito de la intolerancia. Pues no parece que sea más «fascista» quien expresa una opinión que no atenta contra los derechos, la libertad ni la dignidad de nadie, por discutible o errónea que pueda ser, que quienes intentan impedir que pueda publicar o enseñar esas opiniones.

Existen apóstoles de la tolerancia que o no han leído a John Stuart Mill o no les ha dejado la menor huella. Y conste que no creo que las ideas de Mill contenidas en su ensayo «Sobre la libertad» sean absolutamente irrefutables. Pero sí me parece una tesis valiosa, y, por cierto, muy moderna (vaya esto para aquellos a quienes todavía impresiona esta palabra), la de que la libertad de expresión de las propias ideas y opiniones constituye un derecho que nadie, ni la sociedad en su conjunto, puede limitar. La instigación a la comisión de un delito o la apología del terrorismo pueden ser, y lo son, delitos. Mas nunca pueden serlo las opiniones. Se dirá, tal vez, que en este caso no se trata de juzgar o encerrar en la cárcel a los autores del libro, ni siquiera de impedir su difusión y venta (aunque esto último no sea evidente), sino sólo de oponerse a su utilización como libro de texto en una Universidad pública. Pero, en este caso, el debate compete sólo a científicos, académicos y universitarios y afecta sólo a la calidad.

Un ejemplo. En «La genealogía de la moral», en su diatriba contra el «sacerdote ascético», Nietzsche se pregunta: «Mas ¿para qué seguir acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados?». Y es sólo un ejemplo. ¿Habrá, por ventura, que prohibir la lectura del pensador alemán en las Universidades públicas? ¿A qué puede quedar reducida la historia del pensamiento si de ella se extirpa todo lo que pueda molestar u ofender a alguien? En cualquier caso, siempre conviene evitar la intolerancia, incluso cuando es cometida en nombre de la tolerancia.

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