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Internet, redes sociales: amar y no ser amado

En uno de los primeros trabajos que realicé mientras completaba los estudios preuniversitarios, coincidí con un excelente profesional del que aprendí mucho. Pero tenía en ocasiones una recurrente frase hecha que no me acababa de convencer, pues a la pregunta de: –«Dime, ¿qué tiempo verbal es amar y no ser amado?» Él mismo se contestaba, chistoso: –«Es tiempo perdido.»

Tal vez a ustedes tampoco les convenza esa respuesta, pues es claro que todos reclamaremos la generosidad y la entrega en el verdadero amor, evitando el cálculo interesado o el «doy para que me des». El caso es que se me vino a la cabeza la frase bromista de ese veterano y en la práctica generosísimo compañero al pensar en lo sedientos de «amigos», o lo competitivos en la cantidad de contactos con que se muestran muchas y muchos en las diversas redes sociales. Incluso en algunos casos parecen querer desterrar de su vida el trato personal, tan necesario para unas adecuadas relaciones sociales y un equilibrio afectivo-emocional.

Y conste que no me refiero a los jóvenes «hikikomori», jóvenes japoneses que se aíslan en su habitación, sin apenas salir, enganchados a Internet y a su propia ciber-realidad.

Convendremos en que, por lo que respecta a las comunicaciones on-line, importa mucho señalar el hecho de que, cuando las personas se intercambian informaciones ya están compartiéndose a sí mismas y su visión del mundo. O lo que es lo mismo, son ejemplo vivo y transparente de lo que da sentido a su existencia. Así, son evidentes los riesgos que se corren con los excesos, como son: la pérdida de la interioridad, la superficialidad en vivir las relaciones, la huida hacia una emotividad que todo lo abotarga, la pérdida de espíritu crítico y de la capacidad de reflexión…

Deberíamos ser todos un poquito más objetivos, cosa que nos facilitará ser más ecuánimes y educar mejor en este asunto, vital para la gente joven. Sepamos que los especialistas aseguran que es difícil establecer criterios para un correcto diagnóstico de algunas dependencias enfermizas, aunque diversos expertos consideran que sólo existe adicción a Internet cuando la «navegación» por motivos no profesionales ocupa más de tres horas diarias. Aunque, por ejemplo, también la adicción al trabajo aparece cuando se le dedican más de 50 horas semanales, o a las compras cuando se necesita adquirir algo todos los días, aunque sea en las tiendas de «todo a 100».

En algunos estudios se afirma que la adicción a «la red» podría afectar actualmente a un 15 por ciento de la población en general, seguida de la del teléfono móvil (10%), al trabajo (10%), a las compras (5%) y al juego (3%).

Sin olvidar que la adicción a Internet, también mediante el teléfono móvil, puede forzar el desarrollo de otras adicciones –al juego, a las compras, al sexo–, provocando además un menosprecio de la vida real, de la familia y de la verdadera amistad.

Seamos conscientes de que quien se está acostumbrando a interrumpir su trabajo cada 15 ó 20 minutos no es posible que pueda tener un rendimiento óptimo: los resultados académicos y profesionales se resienten, ya sean hombres o mujeres, especialmente en menores de 25 años.

Padres y madres de familia, autoridades educativas, responsables de los medios de comunicación y la sociedad entera, hemos de reaccionar pues sí es posible una «navegación» saludable y sin dramáticos naufragios.

Quiero decir que no todo vale en la comunicación. La pseudo-comunicación campa a sus anchas y sería un fatal atraso que nos conformáramos con una cascada de superficiales inputs, más bien semilla de egoísmo unidireccional que de diálogo y desarrollo.

Urge una reflexión sosegada sobre los lenguajes desarrollados por las nuevas tecnologías, aunque no para denigrarlos de buenas a primeras. Conviene progresar en la buena comunicación y para eso hemos de considerar que la cultura digital plantea nuevos desafíos a nuestra capacidad de hablar y de escuchar un lenguaje simbólico, que puede y debe estar lleno de humanidad y servicio a los demás.

O sea, a funcionar por Internet con naturalidad y prudencia, sin arrojarnos a los pies de lo virtual, evitando embrujos esclavizadores o que nos den gato por libre.

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