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Religiosidad popular (algunas notas de sociología)

Todo el mundo parece estar de acuerdo en que vivimos en una sociedad en la que el secularismo avanza de una forma imparable; en que la que, cada vez más, lo religioso tiene un menor peso específico en la cultura, en los valores, en la vigencias sociales. Se trata de un fenómeno propio, precisamente, de los países occidentales de tradición cristiana. Sin embargo, las manifestaciones de religiosidad popular y, en concreto, las hermandades y cofradías, viven un momento de crecimiento y ebullición. En muchos pueblos y ciudades de Andalucía surgen nuevas organizaciones cofrades. Las que ya existen, multiplican su actividad en el terreno del culto, de la cultura, de la promoción social y solidaria. ¿Cómo se compaginan estos dos fenómenos que, al menos aparentemente, presentan una chirriante contradicción? ¿Cómo se explica que la religiosidad popular, con sus evidentes contradicciones e impurezas pero con su innegable pujanza, crece en un contexto de secularizad, incluso de laicismo impulsado por algunos poderes públicos y por poderosas fuerzas de comunicación y cultura?

Si no a abordar el tema exhaustivamente, voy a apuntar algunas notas que sirvan de apoyo al que quiera reflexionar sobre él. Lo hago en un sentido sociológico, haciendo abstracción del aspecto religioso y trascendente que pueda tener la cuestión para un creyente. (En última instancia, la historia de la Iglesia, como la del mundo, se inserta en la llamada «Economía de la salvación» y el Espíritu Santo actúa sobre ella; ésta es no sólo otra cuestión, sino otro nivel de la cuestión, que aquí no se toca.)

a) Una de las claves de este fenómeno puede residir en que la religión tiende, en los últimos tiempos, a convertirse en un elemento de identidad cultural y, por tanto, en un elemento diferenciador de distintas culturas o comunidades. Hace unas décadas parecía que el sentido de la historia iba ir en otro sentido, pero no es así. Una sociedad que cada vez diluye más las diferencias, la sociedad de la globalización en que la el mundo se ha convertido en una pequeña aldea en la que todos estamos a la vista de todos, parece abocada a borrar las diferencias culturales, a establecer ese «multiculturalismo, que es una de la ideas-fuerza de la postmodernidad. Pero la sociedad y la historia no obedecen a fuerzas ciegas y mecánicas, sino que es el hombre con todos los contradictorios impulsos de su libertad, quien en última instancia mueve los hilos de este tinglado. Frente a esta globalización que todo lo aplana, a este multiculturalismo que todo lo relativiza, se produce una reacción de reafirmación de lo propio. Reafirmación que puede manifestarse en fenómenos socio-religiosos, pero también, puede en casos extremos, adquirir formas violentas.

b) Un segundo aspecto del problema reside en el fenómeno de la individualización de la sociedad, en la pérdida de las llamadas estructuras intermedias, que articulan la relación del individuo y la sociedad (o el Estado, como aparato que controla lo social). De la antigua sociedad con una fuerte presencia orgánica, tanto de grupos naturales (familia, clan) como profesionales (grupos, gremios), de una sociedad extremamente organizada en grupos de afinidades, vamos a un mundo cada vez más atomizado en individualidades solitarias. Alguien ha dicho que el mundo moderno solo conoce dos instancias: el hombre (individual) y el Estado; sin que haya apenas órganos intermedios que articulen las relación de uno y otro. Frente a esto, como en el punto anterior, puede producirse una reacción; un impulso a crear e impulsar instituciones y grupos (en este caso, religiosos) de la «sociedad civil». Un estado intermedio entre el anonimato deshumanizado del Estado y la soledad del individuo abandonado a su propia vida, a su solitaria libertad. Aquí las hermandades y cofradías juegan un papel fundamental. Vertebran la sociedad; crean lo está de moda llamar «sociedad civil» o «iniciativa social». En cierta forma reaccionan contra esta tendencia de la sociedad liberal a dejar al hombre solo frente a lo social, a la res publica gigantesca y ciega, que no hace distinciones entre esa masa amorfa de átomos sociales.

En fin, ¿quién le iba a decir a los optimistas ilustrados del XVIII que, tres siglos después de sus ingenuos sueños, la religión seguiría siendo una fuerza pujante y un signo de contradicción? Ya he citado alguna vez estos versos de un drama del Siglo de Oro, que me parecen de una genialidad disparatada:

Los muertos que vos matasteis

gozan de buena salud.

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