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Imposición de nuestras creencias a los demás

Muchos temas candentes se están debatiendo actualmente en nuestras legislaturas, temas de enorme importancia ética y bioética y que van desde la anticoncepción de emergencia hasta el matrimonio homosexual. Estos debates tienen mucho que ver con el futuro de nuestra sociedad. Los legisladores enfrentan una atemorizante tarea de tomar decisiones sobre lo que debe o no debe permitir la ley dentro de una sociedad sensata. Recientemente me invitaron a participar en una audiencia legislativa en Virginia, E.U. sobre la investigación con células madre embrionarias. Después que terminé mi testimonio, uno de los senadores me dirigió una pregunta. «Padre Tad, ¿no se da cuenta de que, cuando argumenta contra la investigación con células madre embrionarias, está tratando de imponer sus creencias sobre los demás, y de que nosotros como legisladores electos debemos evitar imponer un estrecho punto de vista religioso sobre el resto de la sociedad?». La pregunta del Senador es una muestra del pensamiento mal enfocado que se ha convertido en lugar común desde hace unos años dentro de muchas legislaturas estatales y entre muchos de quienes elaboran las leyes.

Encontramos dos grandes errores en la pregunta del Senador.

  • Primero, él no logra reconocer el hecho de que la ley es, fundamentalmente, la imposición de un punto de vista de alguien sobre los demás. Se trata, efectivamente, de una imposición. La naturaleza propia de la ley es imponer perspectivas particulares sobre personas que no quieren que se les impongan dichas perspectivas. Los ladrones de autos no quieren que se les impongan leyes que les prohíban robarlos. Los traficantes de drogas no quieren que se les impongan leyes que hacen ilegal la venta de drogas. Sin embargo, nuestros legisladores se eligen siempre, precisamente, para que elaboren dichas leyes y las impongan. Así que la pregunta no es sobre si se impone o no algo a las personas. La pregunta es, más bien, si lo que se va a imponer es razonable, justo y bueno para la sociedad y para quienes la integramos.
  • El segundo error de lógica del senador es suponer que dado que la religión mantiene una perspectiva particular eso implica que dicha perspectiva nunca debe ser tomada en cuenta o nunca llegar a ser convertida en ley. La religión enseña muy claramente que robar es inmoral. ¿Será entonces que si yo apoyo leyes en contra de robar estoy imponiendo sobre la sociedad mi estrecho punto de vista religioso? Obviamente no. Por el contrario, el tema del robo es tan importante para el orden de una sociedad que la religión también se siente obligada a hablar al respecto. La religión enseña muchas cosas que son entendidas como verdaderas aun por personas que no son religiosas en lo absoluto. Tanto ateos como católicos comprenden perfectamente que robar está mal y, si son vecinos, tanto unos como otros se molestan igual si alguien entra a sus casas a robar. Lo importante no es si la ley que se está proponiendo la enseña una religión o no sino si dicha ley es justa, correcta y buena para la sociedad y sus integrantes.

Para ser más coherente, por supuesto, el senador debió haber optado por hacer referencia a la substancia de mi testimonio en lugar de hablar de imposición de perspectivas religiosas. El argumento que yo expuse, curiosamente, no derivaba de ningún dogma religioso en lo absoluto. Derivaba más bien de un importante dogma científico, a saber, que todos los humanos procedemos de humanos embriónicos. El declarar que yo fui en algún momento un embrión es declarar sobre un tema de embriología, no de teología. Dado que todos los humanos fuimos embriones en un momento dado, se hace evidente por qué la investigación que destruye embriones es una actividad inmoral. Explotar a los débiles y a los que aún no nacen con el fin de satisfacer los intereses de los poderosos y de los bien parados no debe ser permitido en una sociedad civilizada. Este argumento es claro para ateos también, no sólo para católicos.

Durante mi testimonio, hice notar cómo en Estados Unidos hemos fortalecido leyes federales para, por ejemplo, proteger no sólo al águila calva, nuestra ave nacional, sino también a sus huevos. Si llegásemos a estar cerca de un nido de esas aves y destruyésemos sus huevos, estaríamos cometiendo un delito. A fuerza de la ley, reconocemos que el huevo del águila calva, es decir, el águila en embrión dentro de ese huevo, es la misma criatura que aquella gloriosa ave que vemos volar en las alturas. Es por eso que aprobamos leyes que protegen no sólo al adulto sino también al más pequeño miembro de esa especie. No se trata de un asunto religioso en lo absoluto. Las personas ateas también reconocen que los huevos de un águila deben ser protegidos. Lo problemático está en cómo sí somos capaces de entender la importancia de proteger el estado más temprano de una vida animal pero, cuando se trata de la vida humana, sufrimos de una desconexión mental. Nuestro juicio moral se hace vago e impreciso cuando intentamos hacer cosas que no están bien, como por ejemplo, realizar abortos o destruir seres humanos en embrión para obtener sus células madre.

Así es que, cuando nos topemos con un legislador que intenta insinuar que un argumento en defensa de una moral sólida no es más que la imposición de un punto de vista religioso, necesitamos poner más atención para captar realmente lo que tenemos enfrente. Puede ser que ese legislador no esté tan preocupado por evitar la imposición de una perspectiva particular sobre los demás. Lo más probable es que esté intentando imponer su propio punto de vista, un punto de vista mucho menos sostenible y defendible en términos de un pensamiento moral sólido. Lo que busca, por lo tanto, es hacer corto-circuito en el debate poniendo el énfasis en una animosidad religiosa y en la imposición, sin siquiera enfrentar el argumento ético o bioético substancial. Una vez que la baraja de la imposición religiosa se ha puesto en juego, y una vez que a los legisladores cristianos les tiemblan las rodillas cuando se trata de defender la vida y una moral firme, el oponente se siente libre para hacer su imposición y sin hacer gran esfuerzo por confrontar la esencia del debate moral en sí mismo.

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