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Roma, las excavaciones en San Pedro: la solidez del Catolicismo

El papa Pío XI murió el 10 de febrero de 1939. Antes de ser elegido Obispo de Roma, en 1922, había sido arzobispo de Milán por breve tiempo, y los milaneses querían honrar su memoria construyéndole un sepulcro adecuado en la basílica de San Pedro. Se consiguieron fondos, se contrató a los artistas y se construyó y envió a Roma un magnífico sarcófago de mármol que debería ser la pieza central de una cripta profusamente adornada con mosaicos.

Según una historia que llegó a mis oídos, cuando se procedió a colocar la nueva tumba en las grutas vaticanas debajo del altar mayor de San Pedro, el altar papal, se vio que el sarcófago enviado desde Milán era demasiado grande. Quizá se tratara de un caso de embellecimiento histórico, no raro en Italia: o tal vez fue el típico intento romano de molestar a los siempre eficientes milaneses. En cualquier caso, ya hacía tiempo que se habían hecho planes para renovar toda el área de las grutas vaticanas con el fin de hacerlas más accesibles a los peregrinos que deseaban orar en un sitio de tanta importancia. Así que el papa Pío XII, sucesor de Pío XI, ordenó que se rebajase el pavimento de la cripta, para hacer sitio a la tumba de su predecesor y, luego, proceder a una entera renovación del lugar, como ya se había planificado con anterioridad.

La decisión fue de impredecibles consecuencias.

Lo que hoy conocernos como San Pedro se llamaba antes Nuevo San Pedro, para distinguirlo del Antiguo San Pedro, o sea, la basílica construida por el emperador Constantino en el siglo IV sobre lo que, en general, se pensaba que había sido la tumba del príncipe de los apóstoles. A pesar de que estaba centrado en la planificación de la nueva capital del Imperio en Constantinopla. Constantino impulsó la construcción del magnífico monumento de San Pedro ordenando que se transportaran a ese lugar doce canastas de tierra, una por cada uno de los doce Apóstoles. Durante más de un milenio, el Antiguo San Pedro fue uno de los centros más importantes del cristianismo, un ponto al que apuntaba automáticamente la brújula interior de los cristianos.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XV, llegó un momento en que el Antiguo San Pedro amenazaba ruina, de modo que se tomó la decisión de derruirlo, para edificar una nueva basílica. La construcción del Nuevo San Pedro, que terminaría por albergar la más grandiosa cúpula del mundo y los extraordinariamente sólidos cimientos para soportarla, duró 120 años y ocupó a veinte papas y a diez arquitectos, entre los que destacaron leyendas de la arquitectura, como Bramante, Miguel Ángel y Bernini. Los sucesivos cambios de diseño del edificio, su ejecución y la recaudación de los fondos necesarios para financiar un proyecto tan grandioso provocaron frecuentes controversias e influyeron, aunque indirectamente, en el fenómeno de la Reforma protestante. Entre tanta confusión, poco se pudo hacer para localizar la verdadera tumba de san Pedro; sencillamente se dio por supuesto que estaba donde la tradición y el imperador Constantino la habían situado. De ese modo, el Nuevo San Pedro se construyó sin haber realizado antes una excavación sistemática del terreno sobre el que se había construido el Antiguo San Pedro.

Cuando los operarios empezaron a rebajar el pavimento de la cripta para hacer sitio al sepulcro del papa Pío XI y restaurar el espacio de las grutas, descubrieron una serie de tumbas que, después de un escrupuloso examen, parecía que formaban parte de una antigua necrópolis con sus muros, sus calles, sus monumentos funerarios y otras estructuras de diversos tipos. Gran parte de esos restos se habían trasladado o simplemente destruido cuando los constructores del emperador Constantino allanaron la Colina Vaticana en el siglo IV, aunque todavía quedaban bastantes estructuras intactas. Mientras la Segunda Guerra Mundial azotaba a toda Europa, Pío XII autorizó una excavación arqueológica a gran escala, que se prolongó durante todo el decenio de 1940.

Excavar bajo el altar papal de la basílica era como pelar una cebolla o abrir una caja de muñecas rusas del estilo matrushka. Por fin, los excavadores dieron con una especie de templete, el «Tropaion» (palabra griega que significa «trofeo» o «monumento de victoria»), estructura de corte clásico sobre una serie de columnas que sostenían lo que pudo haber sido un altar coronado por un frontón. El pavimento del Tropaion, con una abertura que indicaba los límites de la tumba sobre la que se construyó el monumento, coincidía con el nivel del suelo de la basílica construida por Constantino. Detrás del Tropaion apareció un muro de color rojo que, por la acción de los elementos, se había resquebrajado, de modo que hubo que levantar un contrafuerte para sostener la estructura. Cuando los arqueólogos liberaron el contrafuerte, lo encontraron lleno de grafitos y con un depósito secreto de mármol blanco. Al descifrar uno de los grafitos, se creyó que decía: «Aquí yace Pedro».

Gracias al prolongado retraso de los planes de renovación, a la necesidad de buscar sitio para la tumba de Pío XI, y a la curiosidad de Pío XII (que parecía intrigado por el descubrimiento de la tumba del rey Tut en 1923), los arqueólogos lograron desenterrar bajo los cimientos del Antiguo San Pedro un pequeño cementerio que se había incorporado al Nuevo como cimiento de la nueva construcción colosal. Era evidente que en la Colina Vaticana había habido un gran cementerio pagano. En cierto momento, los cristianos empezaron a ser enterrados en ese mismo lugar. La tumba central, que delimita el Tropaion, aparece rodeada de otras tumbas que apuntan radialmente hacia ella. De ahí se deduce, al parecer, que los restos de San Pedro, que sin duda tendrían que estar entre las reliquias más celosamente guardadas por la primitiva comunidad cristiana de Roma, habrían sido enterradas en la necrópolis de la Colina Vaticana quizá inmediatamente después de su muerte o, quizá, poco después. El enterramiento debió de ser secreto, pero con suficiente número de claves que indicaran a los peregrinos la localización exacta de la tumba de Pedro. Es posible que, durante las persecuciones, los restos del apóstol fueran trasladados a algún lugar más seguro y enterrados allí. También es posible que el Tropaion formara parte de un complejo cristiano que, en tiempos más tranquilos, se usara para bautizos, ordenaciones y funerales. Y quizá también, antes de que se construyera el Tropaion, la tumba misma podría haber servido como centro de pequeñas reuniones nocturnas de cristianos.

Pero sobre todo eso no hay ninguna certeza. Y es que la arqueología no es álgebra; todo lo que produce son probabilidades, más que certezas. Con todo, hoy día, la opinión científica más respetable sostiene que las excavaciones del subsuelo de San Pedro en los años 40 -diseñadas originariamente con una finalidad totalmente distinta- descubrieron realmente los restos mortales de san Pedro.

Con todo, no deja de ser extraño que entre los fragmentos de cráneo, vértebras, brazos, manos, pelvis y piernas de Pedro, no se haya conservado nada por debajo de los tobillos. Pero quizá no sea tan extraño, después de todo. Si a un hombre se lo crucifica cabeza abajo, como la tradición dice que le sucedió a Pedro, el modo mis fácil de descolgar los restos del cuerpo (que posiblemente se transformó en una antorcha viviente durante la ejecución, como nueva muestra de la refinada crueldad romana) habría consistido en cortar los pies del difunto y bajar de la cruz el resto del cadáver.

Los sitios más relevantes del subsuelo de San Pedro se conocen hoy como scavi (excavaciones). Visitar esas excavaciones es confrontarse con algunas de las verdades más decisivas sobre lo que significa ser católico.

No hace muchos años se podía contemplar la mole de San Pedro desde el río Tíber, a unos doscientos o trescientos metros más allá del Borgo, uno de los barrios de Roma. Como preparación para el Año Santo de 1950, el gobierno italiano derribó las casuchas y abrió una amplia avenida desde el Tíber hasta la misma Plaza de San Pedro: la Vía della Conciliazione, llamada así por el compromiso al que se llegó el año 1929 entre la República Italiana y la Iglesia, y dio lugar a la creación del minúsculo Estado de la Ciudad del Vaticano. Cada vez que se emboca la Vía della Conciliazione, la propia avenida y la vista de San Pedro con su grandiosa cúpula constituyen una experiencia sobrecogedora. Hoy día, esa experiencia es aún más impresionante, porque la basílica, cuya fachada se limpió a fondo con ocasión del Gran Jubileo del año 2000, ha recobrado su mejor aspecto. Lo que antes era una masa cegadora de mármol blanco travertino, ahora, después de la limpieza, se ha revelado como toda una mezcla de colores. Pero, al entrar en la plaza, no habrá que centrarse exclusivamente en la fachada y en la cúpula, sino que habrá que prestar la debida atención al magnífico obelisco que se alza en el centro, flanqueado por la impresionante columnata de Bernini.

El obelisco, un monolito egipcio de granito de casi treinta metros de alto y más de trescientas toneladas de peso, fue trasladado a Roma desde el Norte de África en tiempos del maniático emperador Calígula, que en los años 37-41 d.C. sembró el terror en Roma, antes de ser asesinado por su guardia pretoriana. A este propósito, habrá que mencionar la espléndida serie de la cadena de televisión BBC, Yo, Claudio, dirigida por John Hurt. Un nieto de Calígula, Nerón, trasladó el obelisco para que formara parte de la espina longitudinal del Circo Máximo, donde se celebraban carreras de carrozas, representaciones de batallas y exhibición de animales exóticos, además de crueles ejecuciones de condenados, para diversión de los espectadores. A la izquierda de la basílica, según se mira, y más allá del Arco de las Campanas y de la prefectura de La Guardia Suiza, se abre la Plaza de los Protomártires Romanos, así llamada porque antiguamente formaba parte del Circo de Nerón, donde muchos cristianos pagaron el último precio de su fidelidad. La tradición cuenta que el martirio de Pedro tuvo lugar en uno de los períodos más violentos de la persecución de Nerón; por lo que, si realmente fue así, es muy posible que la última cosa que Pedro vio en este mundo fuera el obelisco que ahora tanto admiramos y que se trasladó a la plaza el año 1586 por mandato del papa Sixto V. Esta es una de las ideas que pueden acompañarnos mientras nos adentramos en la Ciudad del Vaticano.

Pasado el Arco de las Campanas está la entrada a las excavaciones bajo la basílica. La visita de las excavaciones no es excesivamente onerosa y según se baja las escaleras y se entra en las excavaciones propiamente dichas se ve por qué. Los corredores son estrechos, un tanto fétidos y resbaladizos. Al avanzar por los oscuros corredores que un día fueron las calles de la necrópolis excavada en la Colina Vaticana, el guía informa sobre los magníficos monumentos funerarios y las tumbas cristianas que se suceden durante el recorrido. Al cabo de unos veinte minutos, encontramos los restos del Tropaion; y a continuación, enterrados en el muro cuajado de grafitos que ya hemos mencionado anteriormente, están los que, según el guía, son los restos mortales del apóstol Pedro. Al terminar la visita por la Capilla Clementina, con su magnífico esplendor barroco, no se puede menos de pensar que lo que se acaba de ver, tocar y oler es lo más cercano posible a las raíces apostólicas de la Iglesia Católica.

Las excavaciones no son pura arqueología. Tomadas en serio, hacen pensar en el significado de la extraordinaria historia de un personaje completamente normal. La historia es la siguiente: En algún momento de la tercera década del siglo I, o sea, a comienzos del primer milenio de la era cristiana, un hombre llamado Simón, hijo de Juan, se ganaba La vida modestamente como pescador en Galilea, una región que, incluso con parámetros regionales, estaba al margen de lo que, en sí, era el «mundo civilizado». Simón llegó a hacerse amigo personal de Jesús de Nazaret. Y ese encuentro lo convirtió en Pedro, que significa «piedra». Pero aún habría que esperar.

Su amigo Jesús lo llamó «Pedro», en juego de palabras con «piedra». Pero ese Pedro inventado por Jesús no parece tan «granítico» en los episodios evangélicos anteriores a Pascua. Desde luego, es espontáneo e impetuoso; pero muchas veces no entiende las palabras de Jesús. Apenas ha recibido el nuevo nombre, ya empieza a decirle a Jesús que se equivoca de medio a medio cuando afirma que él, el Mesías prometido por Dios, tiene que pasar por el sufrimiento. Jesús entonces lo llama «Satanás» y le conmina a que «se aparte de él» (Mt 16.13-23). Más tarde, cuando Jesús es detenido por las autoridades, Pedro se las arregla para entrar en el patio de la casa del Sumo Sacerdote, cerca del sitio en el que su Maestro está siendo sometido a interrogatorio. Pero cuando se le desafía a reconocer que también él estaba con Jesús el galileo, Pedro empieza a protestar y a negar una y otra vez que conocía a ese individuo. Los evangelios no dicen que Pedro estuviera presente en el momento de la crucifixión, pero sí cuentan que, después de sus negaciones, Pedro «salió afuera y rompió a llorar amargamente» (Mt 26,69-75).

Para los católicos, el acontecimiento de Pascua lo cambia todo; desde luego, cambió a Pedro. Después de su encuentro con Cristo resucitado, en la mañana del domingo de Pascua y, luego, en el Mar de Galilea, Pedro es verdaderamente la «piedra». Lleno del Espíritu Santo el día de Pentecostés, cincuenta días después de Pascua, Pedro se transforma en el primer gran evangelista, como se dice en Hch 2,14-41, donde la multitud asume inicialmente que ese pescador galileo debe de estar borracho; pero el caso es que, a continuación, gran número de gente se convierte al escuchar a Pedro cada uno en su propia lengua. Posteriormente, Pedro convierte al cristianismo al centurión romano Cornelio, y logra que los judíos comprendan que

Dios quiere que el mensaje salvífico de Cristo vaya destinado al mundo entero (Hch 10,1­11,18). Cuando la primitiva Iglesia se esfuerza por entender qué significa ser cristiano, Pedro es reconocido como centro de la unidad de la Iglesia, como la autoridad a la que se someten los temas sobre la identidad y la práctica cristiana (Hch 15,6-11). Finalmente, según las más antiguas tradiciones, Pedro va a Roma, donde encontrará la muerte, cumpliendo así lo que un día, junto al Mar de Galilea y después de un milagroso desayuno, le había dicho Jesús resucitado: «Cuando seas viejo, extenderás las manos y otro le ceñirá y te llevará adonde tú no quieres» (Jn 21,18).

Las excavaciones y el obelisco, los restos de Pedro y lo último que posiblemente vio en su vida nos enfrentan con la tangibilidad histórica y la firmeza del cristianismo. Frente a lo que nos enseña la investigación crítica sobre la complicada historia del cristianismo primitivo, quedan unos hechos inevitablemente ciertos, que aquí, en las excavaciones, se hacen materialmente tangibles. Un pescador galileo, cuyas características personales y cuyos lunares nos transmitieron sus seguidores, terminó enterrado en la Colina Vaticana. ¿Cómo ocurrió esto? Durante más de diecinueve siglos, peregrinos de todo el mundo se han dado cita para venerar los restos mortales de ese personaje. ¿Por qué?

El catolicismo no se funda en un mito piadoso, en una historia que se nos escapa entre las manos cuanto más nos esforzamos por asirla. Ahí, en las excavaciones, tocamos los fundamentos apostólicos de la Iglesia Católica. Unos fundamentos que no están en nuestra mente, sino que existen como realidad tangible. Vivencias reales de gente real que tomó decisiones reales de vida y muerte, y puso en juego su vida; no historias o cuentos, sino hechos conocidos como verdaderos. Bajo el nivel de tradiciones petrificadas e historias piadosas, hay algo verdaderamente real, que se puede incluso tocar, y que constituye el fondo más profundo de la fe católica. Todo eso nos fuerza a afrontar algunas decisiones.

Me has pedido que te ayude a entender algunas de las verdades teóricas y prácticas de la fe católica. Pues bien, una de las más importantes, a La que puedes prestar atención, es la siguiente: la verdad de fe es algo que nos supera por completo, no algo que descubrimos -y mucho menos, que inventamos- por nuestra propia cuenta. El apóstol Pedro, que fue guiado desde Galilea hasta Roma, no emprendió ese viaje por algo que había descubierto y quería examinar para satisfacer su curiosidad. Pedro abandonó la seguridad de su modesto oficio de pescador galileo para marchar al peligroso centro del Imperio romano, que terminaría siendo letal para él. Y eso porque se había apoderado de él la verdad que había descubierto en la persona de Jesús.

Saberse apoderado por la verdad tiene su coste. «Dad gratis lo que gratis habéis recibido». Eso es lo que Jesús manda a sus nuevos discípulos, incluido Pedro (Mt 10,8). En su caso, la llamada a desprenderse de la verdad que había tomado posesión de él transformando su existencia acabó costándole su propia vida. También esto es una verdad sobre la que habrá que reflexionar: La fe en Jesucristo no es que cueste algo, sino que cuesta todo. Nos pide todo, no sólo una parte de nosotros mismos.

Una de las escenas más conmovedoras de la tradición evangélica es la narración que se hace en el Evangelio según Juan sobre el encuentro de Pedro con Jesús resucitado, a orillas del Mar de Galilea al que me he referido anteriormente. En ese episodio, Jesús resucitado pregunta a

Pedro, que está acompañado de otros apóstoles: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Pedro, quizá desconcertado, replica: «Señor, tú sabes que te quiero». Pero Jesús repite su pregunta: «¿Me amas?». Y Pedro contesta otra vez: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Pero el Resucitado, claramente insatisfecho, pregunta por tercera vez: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Entonces Pedro «se puso triste -dice el Evangelio-, porque Jesús le había preguntado tres veces», hasta que por fin responde: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,15-17). Generaciones de predicadores han presentado este episodio como si Jesús resucitado estuviera probando a Pedro, y comparan esas tres preguntas con las tres negaciones del apóstol antes de la crucifixión de Jesús. Pero yo creo que aquí hay algo más profundo, algo que se mueve entre lo íntimo y lo ominoso.

A Pedro, que ha recibido su nuevo nombre porque será la roca sobre la que se asiente la Iglesia, Jesús le dice con suavidad, pero con firmeza, que la demostración de su amor no va a ser fácil. No va a ser una cuestión de «perfección» personal. Su amor tendrá que ser un vaciamiento de sí mismo; y ahí es donde encontrará su plenitud aunque no en los términos en los que el mundo entiende esa «plenitud». Renunciando a toda clase de autonomía personal, y comprometiéndose a apacentar los corderos y las ovejas del rebaño del Señor, Pedro encontrará su auténtica libertad. Dándose a sí mismo encontrará su propio yo. «Gratis habéis recibido; dad gratis también vosotros», para que el don siga vivo en vosotros. Eso es lo que Jesús resucitado dice a Pedro a orillas del Mar de Galilea.

Como ya hemos visto, Pedro, a lo largo de todo el Evangelio, no hace más que estropear las cosas; y eso podría predisponemos a pensar si esas historias sucedieron realmente. Es poco probable que los sucesores de un gran personaje inventen y atribuyan a su jefe ciertos defectos, algunos fallos e incluso determinadas traiciones. En un mundo profundamente escéptico en relación con lo milagroso, quizá lo más difícil de aceptar sea la historia de Pedro caminando sobre el agua. Pero prescindamos un momento de nuestro escepticismo, y consideremos la enseñanza que encierra esa narración, tanto en lo tocante a Pedro como en lo que nos toca a nosotros mismos.

La narración es básicamente conocida. Los discípulos navegan solos por el Mar de Galilea en medio de una poderosa tempestad, cuando de repente observan que una figura, que ellos creen que es un fantasma, se dirige hacia ellos caminando sobre las olas embravecidas. Jesús les grita: «¡Ánimo! No tengáis miedo; que soy yo». Entonces, Pedro, cuyo bronco escepticismo cobra aquí tintes de modernidad, responde: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti caminando sobre las olas». Jesús contesta: «¡Ven!». Entonces Pedro salta de la barca y empieza a caminar sobre las olas hacia Jesús, hasta que mira a su alrededor y se da cuenta de que está en medio del oleaje balanceándose por la fuerza del viento y que empieza a hundirse. Entonces grita a Jesús que le eche una mano y lo salve. Y Jesús lo agarra fuerte de la mano y lo lleva con toda seguridad hasta la barca, mientras la tempestad va cediendo rápidamente (Mt 14,25-32).

¿Sucedió exactamente así? No sé; pero me inclino a pensar que algo extraordinario debió de ocurrir aquella noche en el Lago de Galilea. No obstante, entendamos o no de meteorología e hidrología, la lección de esa historia, la verdad que trata de transmitir, queda intacta y nos ayuda a perfilar nuestra imagen de Pedro y nuestra concepción de la fe como un don absolutamente radical. Mientras Pedro se mantiene mirando fijamente a Jesús, es capaz de hacer lo que le parece imposible, «caminar sobre las aguas». Pero cuando mira a su alrededor en busca de seguridad, es decir, cuando empieza a mirar a otra parte, se hunde. Eso mismo nos ocurre a nosotros. Mientras mantenemos la mirada fija en Jesús, también nosotros podemos realizar lo que nos parece imposible; podemos aceptar el don de la fe con humildad y gratitud, podemos vivir nuestra vida como un don para los demás, igual que lo es para nosotros, y podemos descubrir lo más profundo de nuestra propia realidad vaciándonos de nosotros mismos.

En la mentalidad católica, «andar sobre las aguas» es una acción plenamente sensata. Quedarse en la barca, dependiendo de nuestro ridículo sistema de seguridades, es una auténtica locura.

Hay otras muchas historias sobre Pedro que podríamos recordar aquí. Y ya que estamos en Roma, una de ellas podría ser la famosa leyenda del Quo vadis sobre el fallido intento de Pedro de huir de la persecución del cristianismo emprendida por el emperador Nerón. Según la leyenda, al desatarse la persecución, Pedro decidió huir de Roma, quizá por miedo o tal vez porque pensara que «la Roca» debería estar en un lugar seguro que los demás pudieran encontrar y establecerse en él. De camino por la Via Appia, Pedro encuentra a Jesús, que se dirige a la ciudad para afrontar allí la persecución. Pedro le pregunta: «¿Quo vadis, Domine?» (Señor, ¿adónde vas?). Y Jesús le contesta: «Voy a Roma, a que me crucifiquen otra vez». Y desaparece. Entonces Pedro cae en la cuenta, y regresa a Roma para afrontar el martirio.

Hoy día se puede visitar ese lugar en la Via Appia Antica, donde se dice que ocurrió el episodio. (La iglesia merece una visita; pero el cercano restaurante Quo Vadis es una trampa para turistas.)

La leyenda del Quo vadis es interesante no sólo por su vigor narrativo, sino también por la misma razón por la que la Iglesia, al decidir los escritos que habría que incluir en el canon del Nuevo Testamento, incluyó cuatro evangelios, en los que se describen, a veces con todo detalle, los fallos de Pedro. Esas historias podrían haberse publicado de manera discreta, al margen de la historia; pero no fue así. Y eso ya nos revela algunas cosas.

Lo que nos revela esa leyenda es que debilidad y fracaso han formado parte de la vida de la iglesia Católica desde sus comienzos. También forman parte de la solidez del catolicismo, que incluye las debilidades y fracasos, la estulticia y la cobardía de los responsables oficiales de la Iglesia. Flannery O'Connor enunciaba una gran verdad cuando en 1955 escribía: «Al parecer, hay que sufrir no sólo por la Iglesia, sino también por los efectos de su actuación». Unos cinco años más tarde, los católicos de Estados Unidos tuvieron que recordar con toda dureza esa lección, a raíz de los escándalos sexuales protagonizados por clérigos, y a causa de la crisis provocada por la desastrosa actuación de algunos obispos, sucesores de los apóstoles. No se ha detectado un abandono masivo de la Iglesia a causa de esa crisis; pero habrá que afrontar el hecho de que los fieles, incluso los líderes carismáticos, son «vasos de barro» aun cuando transmiten el tesoro de la fe a lo largo de la historia, como dice Pablo en 2 Cor 4,7.

Sólo un ingenuo podría esperar que fuera de otro modo. Igual que Pedro, todos los miembros de la Iglesia, incluidos los responsables oficiales, deberán purificarse continuamente. Pero, ¿cómo? A ejemplo de Pedro, por medio de una radical y exhaustiva renuncia a sí mismos.

Flannery O'Connor escribió una vez: «La presunción es el mayor pecado católico». Y recordando a Pedro, se podría casi decir: «como sucedió en los comienzos…».

Pero también aquí, las excavaciones vaticanas nos pueden servir para profundizar en la verdad católica. Aunque la primitiva Iglesia insistía en incluir en la presentación de sus primeros años, e incluso décadas, las propias debilidades y fallos, la línea histórica del Nuevo Testamento - Evangelios y Hechos de los Apóstoles- no es, en definitiva, una historia de debilidad, sino de un amor purificado que puede transformar el mundo. Por supuesto, esa transformación tiene su precio. Imaginemos a Pedro, a punto de morir, mirando hacia ese obelisco que todavía hoy contemplamos, y entenderemos que nada de eso es fácil. Pensemos luego en esos peregrinos que, igual que Pedro, están poseídos por la verdad de Cristo y que durante tantos siglos han venido a colocarse frente a los restos mortales del apóstol. ¿Nostalgia piadosa? ¿Pura curiosidad? No lo creo. Con sus palabras o su silencio, lo que esos millones de seres expresan con su oración tanto en las excavaciones cómo en la magnificencia barroca de la basílica es que la debilidad y el fracaso no son la última palabra. Nuestro destino no es caer en el vacío o en el olvido. La auténtica última palabra es el amor. Y el amor es la realidad más viva de todas, porque el amor viene de Dios.

Reconocer esa realidad y poner en juego la propia vida para conseguirla es estar poseídos por la verdad de Dios en Cristo; y no al margen, sino en el corazón de la sólida realidad del mundo.

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