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Inocentes criaturas

El caso fue que, un día, la Reina Católica, doña Isabel I, se encontró al Príncipe don Juan y a sus amigos jugando a inquisidores y judíos, y que el muchacho recibió una buena tunda de azotes. Y, seguramente, alguna gente recuerda todavía la película de René Climent, «Juegos prohibidos», en la que unos niños rodeados de muerte toman afición a hacer de enterradores de animales; pero no de siglos ni en el cine, sino en nuestra realidad diaria no son raros los adolescentes o chicos muy jóvenes que hacen de la delincuencia una diversión, propinando una paliza a otros chicos de su edad o más pequeños, violando y matando o quemando a un pobre mendigo. Pero ya ni se nos ocurre que pueda haber para estos crímenes algo así como un castigo lo suficientemente disuasorio para que el juego no se repita.

La costumbre, en estos casos de delitos de adolescentes y jóvenes, y quizás mañana de puros infantes, es que se nos llene la cabeza por parte de los «media» o de los supuestos expertos en psicologismos y sociologismos, civismos y pedagogismos, o filosofías más o menos roussonianas, que impiden hasta oír la voz de la razón y la cordura, o de la historia, y, si se repitiera la conocidísima página en que san Agustín habla de un robo de peras en su niñez sólo por el placer de hacer daño, concluyendo que en realidad nuestra naturaleza no es angélica o que esos niños criminales no son inocentes sino impotentes, apareceríamos como verdaderos e inicuos Herodes. Aunque, para ser impotentes para hacer el mal, ya llevan muchas hazañas malvadas, en los últimos años sobre todo. Porque lo que en modo alguno se quiere ahora es ver la realidad; se prefiere fabricarla con palabras e imágenes encantadoras.

Pero es que este tiempo nuestro es el del roussonianismo más extremado, y, a la vez, el de una delincuencia juvenil y adolescente más descarada y que quizás no quede impune pero esa sensación da, aunque también sea el tiempo del sacrificio de los niños desde que están en el seno materno hasta su utilización como portadores de bombas. Cada día se parece más este tiempo nuestro, en esta como carrera hacia la anomia total, a los tiempos de la guillotina en los que había calles de París encostradas de sangre que ya no pasaba por los sumideros, pero los papás y las mamás, ciudadanos y ciudadanas, alzaban con los ojos llenos de lágrimas a sus retoños para que vieran pasar la carreta de los que a la guillotina iban por un trágico destino su culpable desgracia de no ser republicanos. Y, en los teatros, las representaciones eran todas ellas bucólicas y pastoriles o de tiernos amores y alegrías hogareñas, llenas de pedagogía.

En realidad, era lo mismo que ahora ocurre con los juguetes y los cuentos infantiles, que ya no están pensados para el placer, sino para la pedagogía; esto es, que el juego ya no será gratuito y porque sí, el ámbito de la pura libertad y alegría, sino realidad orientada. Todo está, y debe estarlo, dirigido en el sentido de una formación de balillas, pioneros o como quiera que se llamen los retoños de cada ideología de la salvación por la política, que ahora atraviesa la vida humana, comiéndose las almas, y no sólo la fina punta de ellas, sino hasta su cogollo y última morada.

La historia de los niños, como la de las mujeres, ha sido atroz –y todavía lo sigue siendo bajo tan necia gramática, puramente encubridora, como la denominada «violencia de género»–, pero, si los niños también van a ser incorporados a ese tipo de inocente adultez, es que estamos alimentando una raza de superhombres para vivir en la anomia más perfecta, y con el manejo de la tecnología para el placer de la muerte. Pronto jugarán a la eutanasia ajena y a todos los otros deliciosos horrores del gabinete del Marqués de Sade.

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