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«Aplasten a la Infame»

La Iglesia de Cristo es una, santa, católica y apostólica, lo subraya el Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica. Es una, porque Jesucristo fundó una sola y única Iglesia, siempre ha tenido una misma fe, unos mismos sacramentos y una sola cabeza. Santa porque su Cabeza, Cristo, es el Santo de los Santos, sus sacramentos son santos, su doctrina es santa y santificante, hace santos a los que la practican. Es católica, universal, por razón de la doctrina, el tiempo y el lugar; la doctrina de la Iglesia ha sido, es y será siempre la misma sin cambio sustancial alguno, y, es asimismo apostólica, porque fundada sobre los Doce Apóstoles, observa su doctrina y es gobernada por sus sucesores. Esas cuatro improntas, se llaman notas.

San Pío X catequizaba personalmente a grupos de niños romanos, siendo ya Papa. Se cuenta que en una de esas catequesis preguntó el Pontífice si alguno de los presentes podía identificar otra característica eclesial más evidente, además de las cuatro ya señaladas. Los niños quedaron perplejos. Pero el santo «con visible emoción, susurró: Iglesia mártir». No podía ser de otra manera porque «ustedes no son del mundo, sino que yo los elegí de en medio del mundo; por eso el mundo los odia. Acuérdense lo que les dije: el servidor no es más que su patrón; si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes» (Juan 15, 20).

Siempre la Iglesia de Cristo, tuvo que hacer frente a sus enemigos, que desde las esferas del poder temporal han buscado su aniquilación.

Es «el misterio de la iniquidad» (2Tes 2, 7), explica San Pablo, que sirviéndose normalmente del «impío», es decir, de aquellos hombres que se prestan a ser sus secuaces e instrumentos de su acción en la historia, y que opera a la sombra, para obstruir o destruir, la obra del Señor. En su Carta a los Efesios, lo dice de una manera más explícita: «nuestra lucha no es contra la carne y la sangre —es decir, contra dificultades o enemigos de orden humano, natural—, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas» (Ef 6, 12).

Las persecuciones son una constante en la historia de la Cristiandad. Éstas se originan cuando se busca responsables a las desgracias de la época, calumnias que dan lugar a motines y represiones en contra de los cristianos; «para calmar entonces el furor popular, las autoridades pronuncian condenas en contra de los supuestos culpables».

Ya en la Iglesia primitiva circularon tres calumnias:

  1. los cristianos son ateos, se niegan a participar de los cultos tradicionales paganos;
  2. Los cristianos practican el incesto «si se reúnen en banquetes nocturnos, es para entregarse a orgías, a las peores torpezas entre «hermanos» y «hermanas»;
  3. Los cristianos son antropófagos. Sacrifican niños en sus ritos para comer su cuerpo y beber su sangre. Práctica, que Voltaire acuñó en su célebre frase «Miente, miente que algo queda», y, que posteriormente Goebbels, Ministro de Propaganda de Hitler, hizo también suya, con el mismo propósito.

La veracidad de las persecuciones en contra de los cristianos de los primeros siglos, las conocemos por los escritos de historiadores no cristianos como Tácito y Plinio, entre otros, también por las «actas de los mártires» y los testimonios de testigos presenciales.

«Mártir» proviene del griego y significa testigo, evoca a quien muere en medio de refinados suplicios. «El mártir atestigua su fe en Jesús cómo único Señor excluyendo a cualquier otro», aunque sea el emperador o gobernante. «El cristiano no corre al encuentro del martirio, aunque a veces haya ocurrido eso. Puede huir de la persecución, pero cuando es detenido, da testimonio hasta el fin, siguiendo a Jesús incluso en su pasión y muerte. El mártir se identifica entonces con Jesús».

En la historia del martirio, jamás hubo mártires paganos, en razón de que el mártir da testimonio de la verdad, «un testimonio de máxima certeza, dando su propia vida por aquello que afirma».

Pero las persecuciones y el martirio, son un bien para la Iglesia, siendo por lo tanto éstas, una nota o característica de su autenticidad. Siempre ha salido purificada la Iglesia de las persecuciones de todos los tiempos. Son clásicas las palabras de Tertuliano: «Aunque sea refinada, vuestra crueldad no sirve de nada; más aún, para nuestra comunidad constituye una invitación. Después de cada uno de vuestros golpes de hacha, nos hacemos más numerosos: la sangre de los cristianos es semilla eficaz (semen est sanguis christianorum)» (Apologético 50, 13). Al final el martirio y el sufrimiento por la verdad salen victoriosos, y son más eficaces que la crueldad y la violencia de los regímenes totalitarios.

El martirio es el sello de autenticidad y una prueba de la veracidad del cristianismo, los ejemplos modélicos de los mártires, hombres y mujeres cristianos que serenamente aceptan el suplicio, son un testimonio elocuente del carácter sobrenatural de la religión cristiana.

Millares de mártires se cuentan de las persecuciones de Nerón el año 64 y las de Diocleciano y Juliano el apóstata, a las que siguieron las persecuciones del humanismo, la rebelión protestante, el iluminismo, la revolución francesa… y las persecuciones del siglo XX en Méjico; Rusia y sus satélites; Cuba, España, China, Vietnam, Corea, etc.

En China, al final de la Guerra Civil, «el comunismo se vio indesafiable con un control, total sobre la población, de modo que juzgó que podría actuar en términos de libertad y tolerancia», pero cuando las conversiones fueron en aumento, se sintieron inseguros y pensaron: «Estamos perdiendo la batalla de las ideas», y perdieron sus nervios hasta traicionar su profesión de libertad religiosa. Status que se mantiene hasta el presente. Hace poco, el Presidente chino ha declarado que «el Vaticano debe aceptar el hecho de que existe libertad de credo en China, siempre y cuando la religión no entre en contradicción con las leyes del país».

Pero no todas las persecuciones han sido cruentas. Juliano el apóstata, en el siglo VI, desplegó una persecución cristianofóbica para anular moral y culturalmente a los cristianos. Su efectiva táctica consistió en excluir a los discípulos de Cristo de los puestos públicos, les prohibió tener escuelas, confiscó sus templos convirtiéndolos en lugares de culto idolátrico, empujó la herejía arriana adentro de la Iglesia para dividir y discordar a los fieles, los cristianos se vieron aún imposibilitados de acudir a los tribunales, debido a que cada litigante debería ofrecer sacrificios a los dioses paganos del Imperio.

Hoy en día la tesis gramsciana, disfrazada de democracia progresa en muchos sitios y amenaza a todo el mundo libre. «Donde no esté en posesión del poder, parece que va a llegar a incautarse del mismo. Impone su voluntad absoluta. Machaca a los pocos ardientes que no ceden y aterroriza a los demás con su fuerza, de manera que nadie resista, o, al menos nadie que tenga un temple de mártir… La Iglesia ha resistido indomable en China, ha triunfado hasta el punto de que el comunismo ha dejado de matar, porque no tiene que haber mártires. Es político matar unos pocos, ordinariamente esto asusta y produce la aquiescencia de muchos. Pero no es político seguir haciendo mártires, porque inmediatamente se apodera del pueblo un espíritu martirial, y, entonces, ya puede marcharse la tiranía».

No duda cabe que el presente es un tiempo de gran prueba para la fe. Muchos dicen que la Iglesia está pasando por un invierno muy largo y muy frío. Nos enfrentamos ante un poderoso Goliat constituido por grupos de fieles que piden la redefinición de la doctrina católica por ejemplo, por quienes tratan incansablemente de llevar a la Religión Cristiana a una religión sin Dios, por una furiosa persecución islámica, y de una manera más soterrada pero efectiva nos enfrentamos a una persecución mediática, una persecución laicista especialmente anticatólica.

Pero podemos estar seguros de que si el peligro fuera tan grande, y si todo concurso humano fallara, entonces Dios, se declararía con señales inequívocas y restauraría la posición de su Iglesia. Ahí tenemos dos hechos históricos (entre otros muchos) de esta afirmación: Juliano el apóstata, sobrino de Constantino el Grande inició su reinado «como un declarado y entusiástico pagano», con actitud viciosa atacó y persiguió el cristianismo, y como parte de su plan, quiso restaurar el Templo de Jerusalén, como un «proyecto de primer orden del Imperio», y por supuesto, empujaron a los judíos a un entusiasmo fanático para la reconstrucción. Lo atestigua Ammianus Marcellinus, historiador oficial del reino e íntimo amigo del Emperador.

Cuando se iniciaron los trabajos de reconstrucción del Templo, dice el Beato John Henry Newman: «Las tareas fueron ininterrumpidas por un ciclón tan violento, que se perdieron cantidades gigantes de cal, arena y otros materiales. Siguió una tormenta de truenos y relámpagos. Dice Sócrates que llovió fuego del cielo, y las herramientas de los albañiles, azadas, hachas y serruchos se derritieron. Luego un terremoto levantó las piedras de las cimientos del Templo (afirma Sócrates), llenando las excavaciones (dice Theodoret) que se habían hecho para los nuevos cimientos, y (como añade Rufinus), destruyó los edificios vecinos, especialmente los pórticos públicos, donde una cantidad de judíos ayudaban, y que fueron enterrados en las ruinas. Cuando concluyó el cismo, los obreros retornaron a sus faenas, dice Ammianus que salía fuego por debajo, el que se reiniciaba cada vez que ellos trataban a su vez de reiniciar el trabajo. El fuego corrió por las calles durante horas. San Gregorio añade que las prendas y los cuerpos de las personas fueron marcados con cruces, luminosas por la noche, y oscuras a la luz, mismas que permanecieron definitivamente». Jesús y sus profetas tuvieron la palabra final, en efecto, se sabe por la historia que mientras Juliano el apóstata moría, gritó: «Venciste Galileo» el 26 de junio de 363.

El otro hecho concierne a la herejía arriana. El sacerdote Arius enseñaba que «el Hijo no es igual al Padre», que Cristo no es verdadero Dios, con lo que negaba el dogma de la Santísima Trinidad, doctrina capital del cristianismo. El Concilio de Nicea condenó el arrianismo el año 325. Los partidarios de esta herejía ganaron al emperador Constantino para su causa y el monarca exigió al obispo de esa sede San Alejandro que restaurara a Arius en el seno de la Iglesia. El santo, estaba ante un dilema, condonar la herejía acatando la orden del Emperador, o desafiar a Constantino que parecía estar al lado del cristianismo. El obispo estaba desolado. Se fijó un domingo para levantar a Arius la excomunión, una semana antes, el prelado y sus fieles se entregaron a la oración y al ayuno. En medio de la desolación el obispo Alejandro clamó al Señor pidiendo morir antes de dejar que la herejía entrara a la Iglesia con Arius.

«Esta oración fue pronunciada a las tres de la tarde del sábado. Esa misma noche Arius caminaba por la plaza de Constantinopla, cuando se sintió enfermo, ingresando a su alojamiento, él literalmente estalló y sus entrañas se esparcieron». El historiador Sócrates escribe que «se hizo memorable la forma en que Arius murió, porque todos los que pasaban por ahí, lo señalaban con el dedo».

Así por el poder más alto, la Iglesia fue librada de los efectos de tal herejía, salvada de su destrucción. Dios se declaró y dio la solución con una especial intervención suya.

«La Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen; pero son intolerantes en la práctica porque no aman» (P. Reginald Garrigou-Lagrange, O. P.

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