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La antiutopía de Robert Hugh Benson

Estaba familiarizado con las antiutopías de Jerome K. Jerome, Yevzeny Zamyatin, Orwell, Aldous Huxley, David Reisman, Arhtur Koestler, C. S. Lewis y Taylor Caldwell, y gracias a mi amigo Carlos Newland supe de la de Robert Hugh Benson.

Benson era hijo del arzobispo de Cantebury, estudió en la Universidad de Cambridge y en 1895 se ordenó sacerdote de la Iglesia de Inglaterra. En 1903 se convirtió al catolicismo, denominación que lo consagró obispo en 1911. Escribió quince novelas, tres obras de teatro, diez ensayos y numerosos poemas. Los estudios sobre su vida son numerosos: Grayson, Monahad, Watt, Martindale y Parr son algunos de sus biógrafos.

Me llamó poderosamente la atención, en el prólogo de The Lord of the World (1907), esta frase: "Primero fue el materialismo puro y simple, que más o menos falló —era muy crudo—, hasta que vino la psicología al rescate". Para mí, se trataba de una asombrosa coincidencia con unas reflexiones que volqué en un largo ensayo que me publicó la Revista de Economía y Derecho de Lima (UPC, vol. 6, nº 22, otoño de 2009) y titulado "Una refutación al materialismo filosófico y al determinismo físico". Allí señalaba que, paradójicamente, no pocos de los profesionales que se ocupan de la psique ("alma", en griego) son materialistas, en el sentido de que consideran al hombre formado exclusivamente por kilos de protoplasma y, por ende, determinado por los nexos causales inherentes a la materia (con lo que no habría posibilidad de proposiciones verdaderas o falsas, de ideas autogeneradas, de razonamiento, de argumentación y de autoconocimiento); es decir, haríamos las del loro.

Tal como apunta Benson, a través de muchos psicólogos (hoy incluiríamos a ciertos psiquiatras) se canaliza con mayor fluidez el materialismo que desconoce lo más preciado de la naturaleza humana: su libre albedrío y su responsabilidad moral. Así las cosas, todo debe ser tratado con fármacos: como si todo fueran problemas químicos en el cerebro; se desconocen las inclinaciones de la mente (y la naturaleza de la mente misma), y además equipara enfermedad mental y enfermedad del cerebro, sin que se perciba que, para la patología, la enfermedad es una lesión orgánica que afecta a células y tejidos, y que no hay tal cosa como "la enfermedad de las ideas" (o de las conductas). Parafaseando a C. S. Lewis, esta línea conduciría a "la abolición del hombre".

La antiutopía de Benson contiene precisiones muy ajustadas sobre las características de un régimen totalitario que, bajo el manto del humanismo, hace correr ríos de sangre para fabricar el consabido hombre nuevo. Desaparece todo rastro de los derechos individuales ("El individualismo está muerto", repiten unos energúmenos), y en su lugar imperan unos "derechos sobre jurisdicciones universales recíprocas". Al mando de todo está un gobierno mundial, y es obligatorio utilizar un solo idioma (el esperanto).

Robert Hugh Benson.Benson pone mucho énfasis en oponer el estado totalitario al catolicismo, cuando en realidad aquél se opone al espíritu de libertad y responsabilidad individual. Desde el fuero interno, sin embargo, aparece como de una gran ayuda la religiosidad (cualquiera sea la denominación o no-denominación), lo cual significa no sólo ponderar el hecho evidente de las limitaciones y la ignorancia del ser humano, sino que lo pone frente a la necesidad de reconocer facultades superiores a las fuerzas humanas, un sentido de trascendencia que lo obliga a la necesaria humildad y al abandono de la siempre peligrosa arrogancia de creerse lo máximo del universo. Sin duda que el liberal debe respetar todas las ideas sobre la religión, o sobre la ausencia de la misma, pero aquélla complementa la importancia de la razón epistemológica por la que se es liberal: refuerza el "no sé" socrático y lo baja de un pedestal a todas luces sobredimensionado.

Está por decirse la última palabra sobre si, en definitiva, han sido convenientes o contraproducentes para la humanidad las religiones oficiales, donde seres humanos con todas sus falencias se han arrogado la voz de Dios y, frecuentemente, en su nombre, y en el de la misericordia y la bondad, han degollado, torturado, quemado y aniquilado en el contexto de guerras santas, cruzadas y otras iniquidades, en medio de sermones de mentes calenturientas que han proporcionado detalles sobre el cielo y el infierno y las condiciones mercantiles para obtener indulgencias. Está por saberse si el deísmo no es una avenida más fértil, aunque muchos son los que recurren a religiones oficiales al solo efecto de sistematizar la religatio.

Tal vez valga la pena resaltar que el autor de esta ficción carga las tintas indiscriminadamente contra la masonería, cuando, nos parece, habría que matizar y aclarar el punto. Como es sabido, se trata de sociedades secretas, de modo que a priori no resulta posible condenarlas ni aprobarlas: todo depende de su contenido y propósitos. En la época en que el libro fue escrito, no hacía mucho que las guerras por la independencia americana habían finalizado (a comienzos del siglo anterior), y en ese contexto la masonería servía para luchar contra los desbordes del poder político en alianza con la Iglesia; además, en su gran mayoría propugnaba el respeto recíproco y marcos institucionales compatibles con la sociedad abierta. Y los masones hacían expresa profesión de fe religiosa.

Enormes conglomerados de personas no perciben el significado y la trascendencia de rendir culto a Dios y, en su afán genuflexo de inclinarse ante alguien, son susceptibles de ser arrastrados a reverenciar al líder que encarna el infame aparato estatal, tal como sucede en The Lord of the World, lo cual incluye a ex sacerdotes de la iglesia católica, que se postran hipnotizados frente al tirano del momento.

En otro orden de cosas, cabe destacar que un obispo anterior de la Iglesia de Inglaterra, Joseph Butler, influyó sobre algunos andariveles del pensamiento de monseñor Benson. En 1726, en sus Fifteen Sermons, Butler escribe:

Lo que debe lamentarse no es que las personas tengan demasiado interés en su propio bien, puesto que no tienen el suficiente (...) El amor propio es una seguridad para nuestro comportamiento hacia la sociedad (...) Generalmente se piensa que existe cierta contradicción entre el amor propio y el amor al prójimo (...) pero el amor al prójimo no es más que una manifestación del amor propio (...)

El obispo Butler también influyó en este punto en Adam Smith, Ferguson y Hume. El primero escribe, al abrir su libro sobre los sentimientos morales: "Por mucho que sea el egoísmo (...) de un hombre, hay evidentemente ciertos principios en su naturaleza que lo hacen interesarse por la suerte de otro y hacen que su felicidad no le reporte nada como no sea el placer de observarla". A su vez, Ferguson, en su historia de la sociedad civil, señala: "El término benevolencia (...) no es empleado para caracterizar a las personas que no tienen deseos propios; apunta a aquellos cuyos propios deseos los mueven a procurar el bienestar de otros". En la misma dirección, Hume, en sus investigaciones sobre la moral, sostiene: "Yo estimo al hombre cuyo amor a sí mismo se ha guiado en modo tal (...) que le hace interesarse por los demás". Por cierto, Santo Tomás de Aquino ya había escrito, en su suma teológica: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo; por lo que se ve que el amor del hombre para consigo mismo es como un modelo del amor que tiene a otro. Pero el modelo es mejor que lo modelado. Luego el hombre, por caridad, debe amarse más a sí mismo que al prójimo".

En verdad, quien se odia a sí mismo no es capaz de amar a otro, pues esto último necesariamente implica la satisfacción de quien ama. El amor propio es el sine que non para amar al prójimo.

Toda la cooperación social está basada en el interés personal, y toda transacción tiene la misma base. Sin ese incentivo, no habría interés en progresar, con lo que se desmoronaría todo. Como señala Michael Novak, lo mismo ocurriría si todos se ocuparan del vecino y nadie de sí mismo.

Es de desear que se recapacite sobre los dolores indecibles que inexorablemente produce la fuerza bruta inherente a todos los totalitarismos de cualquier signo, y se reafirmen los valores de la libertad y el consecuente respeto mutuo.

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