conoZe.com » Ciencia y Fe » Existencia de Dios » La existencia de Dios. Otra perspectiva

2. La influencia de algunas virtudes en el conocimiento de la verdad sobre Dios

a) La necesidad de la humildad

Frente a la verdad, el hombre puede adoptar dos actitudes tan básicas como antiguas: reconocerla como un don y subordinarse a ella, o pretender que dependa de la propia voluntad. Este fue el núcleo de la primera tentación y también del primer pecado[13].

A partir de entonces, el hombre experimenta esta misma tentación (a veces, obsesión) de autonomía ante la verdad y, explícita o implícitamente, ante Dios. Y cuando cede a esa tentación y decide ser totalmente autónomo —ejercer una libertad plena al servicio de su propio egoísmo, sin depender de nada ni de nadie—, rechaza la verdad que se le ofrece junto con su Autor y termina por convertirse en creador de «su verdad» y de «sus valores». En lugar de buscar a Dios y vivir de acuerdo con su Voluntad (en eso consiste la verdadera libertad), decide liberarse Dios y convertir en verdadero y bueno lo que a él le conviene.

«¿De dónde nace esta gravísima enfermedad espiritual? —se pregunta Juan Pablo II, refiriéndose a la indiferencia por la verdad-. Su origen último es el orgullo en el que reside la raíz de cualquier mal, según dice toda la Tradición ética de la Iglesia. El orgullo lleva al hombre a atribuirse el poder de decidir, cual árbitro supremo, lo que es verdadero y lo que es falso, o sea, a negar la trascendencia de la verdad respecto de nuestra inteligencia creada y a contestar, en consecuencia, el deber de abrirse a ella y recibirla cual don que le ha hecho la luz increada y no cual invención propia»[14].

Las personas que se dejan arrastrar por la soberbia no reconocen la existencia de un Dios personal porque no quieren someterse a Él. Algunas están dispuestas tal vez a reconocer un absoluto apersonal, con el que pueden relacionarse como partes de un todo, pero no a una persona absoluta, «pues mientras no se encuentran frente a frente con la persona absoluta, resulta que: primero no tienen que ceder su extrema soberanía, y segundo, siendo parte de un todo absoluto, participan de él. El extremo afán de autoglorificación sólo se aniquila por la confrontación con el Dios personal, en la que nos concienciamos plenamente de nuestra condición de criaturas (...). El valor específico de la humildad aparece con toda claridad cuando lo contraponemos a esta forma de soberbia. La humildad implica el reconocimiento de nuestra condición de criaturas, la clara conciencia de que todo lo hemos recibido de Dios»[15].

De ahí que la humildad sea la virtud más necesaria para buscar la verdad, pues extirpa la soberbia, que es la raíz de todos los vicios morales y en especial de los que de un modo más directo se oponen al conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el bien moral[16].

La humildad es necesaria, en primer lugar, para reconocer a Dios como ser Absoluto y personal y a nosotros como criaturas de Dios, y, en consecuencia, para aceptar que la verdad sobre nuestro obrar —la verdad moral- depende también de Él. La persona humilde acoge esa verdad con agradecimiento, como un don divino no manipulable, y la toma como guía de su existencia. Reconoce en la ley moral (la verdad sobre el bien) una ayuda inestimable para alcanzar la perfección y la felicidad, un don que permite ser libre. La persona soberbia, en cambio, ve en Dios un obstáculo para su afirmación personal, y en la ley moral una imposición contraria a su dignidad, una coacción de su libertad y, en lugar de obedecer a Dios, se convierte en dios para sí mismo y crea su propia ley.

La virtud de la humildad, que implica el conocimiento y aceptación de las propias limitaciones, lleva a admitir con sencillez que en la búsqueda de la verdad necesitamos la ayuda de los demás. La humildad proporciona la apertura a la verdad y la facilidad para aceptarla y rectificar, pues la persona humilde no se deja guiar por el deseo de independencia, sino por al amor a la verdad.

La soberbia, en cambio, conduce al error, «primero, porque los soberbios se quieren alzar hasta lo que no son capaces de alcanzar, y así es necesario que se equivoquen y fracasen (...). En segundo lugar, porque no quieren someterse a la inteligencia de otros, sino que se apoyan en su sola prudencia, y así se niegan a obedecer...»[17].

La humildad capacita a la persona para respetar la realidad y subordinar a ella el entendimiento. La actitud soberbia, en cambio, tiende a rechazar todo aquello que sea independiente de la propia voluntad. Y lo más independiente es la realidad y la verdad correspondiente, que exigen someter el entendimiento al ser e implícitamente a Dios. Por eso, el soberbio prefiere una irrealidad que sea su propia creación y la fuente de su propia verdad. Pero lo que no puede evitar es que la realidad esté ahí, frente a él, denunciando su error. Y esto hace que sienta cada vez más fastidio por la excelencia de la verdad[18].

La realidad más inmediata es la realidad personal. El contraste entre lo que el soberbio quiere ser y lo que realmente es, no puede dejar de herirle y, con frecuencia, la solución que adopta es ocultar y deformar la verdad sobre sí mismo. En cambio, la humildad permite que la persona se conozca como es, y ese conocimiento propio, a su vez, la lleva a crecer en humildad.

Por todo ello, la verdadera sabiduría, que consiste en ver las cosas como son, sólo es accesible al humilde. El soberbio, el que se cree sabio, no puede alcanzar la verdad porque ha decidido cerrarse en sí mismo, y ve la realidad no como es sino como quiere que sea.

b) La templanza o limpieza de corazón

Par ver la verdad sobre Dios se requiere un corazón limpio. «A los «limpios de corazón» se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un «prójimo»; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina»[19].

En este sentido es muy sugerente la interpretación que nos ofrece R. Guardini de Mt 5, 8: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», poniendo estas palabras del Señor en relación con Rm 1, 19-20: «Porque lo cognoscible de Dios les es manifiesto: Dios se lo manifestó. Pues lo invisible de Él es conocido desde la creación del mundo mediante las criaturas: su eterno poder y divinidad, de modo que son inexcusables». Puesto que «el ojo ve desde el corazón», la limpieza del corazón, según Guardini, es el presupuesto que nos permite ver en las personas y en las cosas su condición de creaturas y, por tanto, de testigos de Dios. «El carácter de criatura, creada por el «eterno poder y la divinidad», ¿no es lo primero que el hombre ve en el mundo? ¿No es esto lo primero, presuponiendo, naturalmente, que tenga un «corazón puro» y esté dispuesto al amor y a la obediencia? ¿No percibe el hombre todas las cosas únicamente en el hecho de la autotestificación divina que en todas partes se da? (...). El alma, la figura básica corpóreo-espiritual, es lo primero y auténtico. Sin embargo, el ser humano puede orientarse de tal manera hacia lo práctico, lo útil, lo realista, que ya no la vea, y en adelante tome a los hombres únicamente como datos fijos, económicos o biológicos o de cualquier otro género. De igual manera, un prolongado no-querer, un ensuciamiento del corazón, una culpa que se extiende a lo largo de la vida puede tener como consecuencia que al hombre se le torne problemático lo más evidente y seguro, es decir, el autoatestiguamiento de Dios en las cosas»[20].

Más concretamente, las virtudes de la castidad y la abstinencia, tan necesarias para la limpieza del corazón «disponen óptimamente —afirma Santo Tomás- para la perfección de la operación intelectual. Y por eso dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría»[21]. La razón es que «el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por eso la virtud de la templanza, que distrae al alma de los deleites corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender»[22].

En la misma dirección opera la virtud del desprendimiento, que es también parte de la templanza. La persona apegada a los bienes materiales y, por tanto, excesivamente preocupada por ellos, es esclava de esos bienes y, en lugar de buscar la verdad sobre Dios, tiende a fijar su atención sólo en aquellas verdades cuyo conocimiento puede resultar útil para conservar y acrecentar los bienes materiales[23]. Se entiende así que el afán de tener y consumir, tan fomentado a través de la publicidad, contribuya también a la disminución del interés por la verdad.

«El hombre animal no percibe las cosas del espíritu» (1 Co 2, 14). En el apartado anterior, se ha visto que la soberbia ciega porque la persona busca su propia excelencia por encima de todo, incluso por encima de la verdad, a la que no quiere reconocer ni subordinarse. Los vicios de la sensualidad, en cambio, ciegan de un modo diferente, no porque el hombre quiera elevarse, sino porque se sumerge en los placeres.

Sobre la incapacidad para percibir las cosas del espíritu, Santo Tomás distingue entre el embotamiento del sentido intelectual y la ceguera del espíritu[24]. Tiene embotado el sentido intelectual aquel que no llega a conocer la verdad sobre los bienes espirituales más que por medio de múltiples explicaciones, y aun entonces no ve perfectamente todo lo que se refiere a su naturaleza. Es ciego de espíritu, en cambio, el que está totalmente privado del conocimiento de esos bienes.

Santo Tomás, siguiendo a S. Gregorio, afirma que el embotamiento del sentido intelectual tiene su origen en la gula, y la ceguera de la mente, en la lujuria[25]. La razón es que los placeres de la gula y de la lujuria llenan el alma de sensaciones embriagantes, de imaginaciones, recuerdos y deseos, y, en medio de todo ello, el entendimiento no es libre para poder elevarse a la consideración de las cosas del espíritu[26]. En esta situación, además, la persona no aspira a elevarse, pues tiene su corazón donde cree tener su tesoro. Por el contrario, ante la necesidad de atender a los asuntos del espíritu, la persona esclavizada por la sensualidad siente molestia, malestar y tristeza. «El bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» [27].

c) Valentía, fortaleza

La verdad es un bien ante el cual podemos sentir miedo. La sola consideración de la verdad hace que se ponga de relieve inmediatamente la falsedad que habíamos aceptado en nuestra vida práctica. El hombre que oculta sus malas obras cuando debería confesarlas, el que se niega a escuchar la voz acusadora de su conciencia, el que no quiere aceptar la corrección de sus errores, ¿no actúa de este modo por miedo a enfrentarse con la verdad y sus derechos? La fortaleza es, pues, necesaria para escuchar, aceptar y acoger el bien de la verdad cuando producen temor sus exigencias[28].

La verdad no solo ilumina, sino que también impugna, al descubrir las obras malas[29]. Si el hombre acoge la verdad y permite que ilumine su conciencia, enseguida quedan al descubierto sus defectos y errores. La actitud que exige entonces la verdad es la conversión de la conducta, que se presenta a la persona como algo arduo y doloroso. Para afrontar esa situación se necesita la virtud de la fortaleza.

La verdad sobre Dios es un bien ante el cual el hombre puede sentir temor, porque reclama una respuesta positiva, no sólo teórica, sino también práctica, es decir, exige ser aceptada por el entendimiento y por la voluntad. Esto significa que el hombre que acepta esta verdad tiene ante sí la tarea de superar las dificultades que encuentre para adaptar a ella su vida. En este sentido, aceptar la existencia de Dios supone decidirse a luchar contra la soberbia, la ambición, el egoísmo y las demás pasiones desordenadas. Por eso, «el respeto a la verdad no es cosa de cobardes y débiles, sino que exige corazones fuertes y puros que sepan rechazar y vencer todos los obstáculos nacidos de las bajas pasiones (...) La docilidad a la verdad exige el valor para la verdad»[30].

Uno de los argumentos que suelen emplearse para rechazar la existencia de Dios es que la idea de un ser superior que nos puede conceder una vida eterna constituye un recurso fácil para las mentes débiles, un engaño con el que algunas personas —los creyentes- consiguen vivir con cierto sentido una vida que en sí misma es absurda, porque no se atreven a afrontar la realidad. No se trata, como es obvio, de un argumento que demuestre la no existencia de Dios, sino más bien de una afirmación que parte de la voluntaria negación de su existencia. De todas formas, el reconocimiento de la trascendencia es todo lo contrario de una solución fácil. «Tal reconocimiento constituye la más terrible amenaza contra mi voluntad de pertenencia y de suficiencia. Introduce en mi vida el amor y sus inmensas molestias. No es una seguridad contra la aventura, sino la aceptación de la aventura. Por eso la temo. Los más despiertos lo reconocen. Reclaman una dilación para decidirse. El peso de la gloria divina les parece demasiado duro de llevar. Defienden celosamente un mundo a su medida, un mundo humano y no ese mundo divino, desproporcionado e inhumano»[31].

A pesar de su extensión, pienso que vale la pena transcribir un texto de Carlos Cardona en el que explica el porqué del miedo a la verdad:

«La Verdad da siempre un poco de miedo. Nos desnuda delante de Dios. Nos despoja de esos disfraces con que nos escondemos y rasga nuestras máscaras de cartón pintado. Diga lo que quiera la ingeniería gnoseológica, la Verdad no es un mero asunto de circuitos y engranajes mentales. Es asunto del hombre entero y singular. Con esa misteriosa libertad que, siendo tan divina, Dios ha querido que fuese con Él nuestra mejor semejanza.

»También dice Kierkegaard, y no le faltaba razón, que los hombres tienen más miedo a la verdad que a la muerte; que lo que hay en el fondo de las charlatanerías e hipocresías de quienes proclaman la verdad y estar muy dispuestos a abrazarla..., siempre que consigan comprenderla, es el miedo a la verdad. Se diría que el hombre tiene naturalmente más miedo a la verdad que a la muerte, y es explicable, porque la verdad repugna a la naturaleza herida por el pecado de origen, más aún que la misma muerte. ¿Por qué? Pues porque la verdad es como la sentencia de muerte de la soberbia, de la ambición y de la lujuria y de los demás desórdenes de las pasiones; de ahí que quien se obstina en vivir en la «triple concupiscencia» de la que hablara el apóstol Juan, tenga horror a la verdad y la rehúya siempre. Pero incluso sin esa obstinación, la verdad, decía, asusta siempre un poco porque compromete personalmente. La verdad tiene consecuencias prácticas, y eso da miedo, porque no se sabe bien a dónde me puede llevar, qué sacrificios me puede exigir, qué renuncias me puede imponer. Pero en ella nos jugamos la vida temporal y la eterna. Por eso Juan Pablo II comenzó su ministerio apostólico gritándonos: «¡No tengáis miedo!»[32].

La fortaleza es necesaria también para acoger y vivir la verdad sobre Dios sin ceder al temor de no ser aceptados por los demás. Una de las causas más frecuentes del miedo a la verdad es perder «el buen concepto» de los otros sobre uno mismo. Cuanto más pobre es el propio ser, más importa vivir en la opinión ajena y llega un momento en el que la persona ya no se valora a sí misma por lo que es, sino por lo que aparenta. En tal caso, lo que más teme es que cambie el concepto que los demás tienen de ella y, para que eso no suceda, adopta como criterio de pensamiento y de conducta el criterio ajeno; deja de vivir en sí misma y pasa a «ser vivida» por los otros. Se trata de una tiranía voluntaria y sutil pero esclavizante, que lleva a actuar de modo irracional y supone una importante dificultad para aceptar una verdad que —como la existencia de Dios- implique el cambio de la conducta. «El hombre tiene más miedo de la cercana apariencia del humano poder de la opinión que de la lejana e inerme luz de la verdad —afirma J. Ratzinger-. Y se doblega al poder de la opinión, convirtiéndose en su aliado, en uno de sus portadores. Se hace esclavo de la apariencia. Si en algún momento ha empezado a confiar en ella, después no tendrá más remedio que seguirla paso a paso. Ya no puede romper la red de la deformación común. En sus acciones ya no se orienta según la realidad, sino según las presumibles reacciones de los otros»[33].

No pocas veces, tras la actitud de arrogancia o de indiferencia frente a la verdad sobre Dios se esconde una cierta cobardía: el temor a las dificultades que lleva consigo adaptar la conducta a la verdad encontrada. El que tiene miedo a afrontar los obstáculos que ese cambio implica, no presta atención a la verdad, la rehuye, no quiere dejarse iluminar por ella. Pero reconocer que se ha cedido al miedo es aceptar una verdad que hiere el propio orgullo. Por eso es fácil que la persona, en esas circunstancias, busque el modo de esconder su cobardía bajo las apariencias de autosuficiencia, autonomía, independencia o madurez intelectual.

d) El amor

La capacidad para conocer la verdad depende en gran parte del amor. El corazón encerrado en sí mismo se torna ciego. El egoísmo y el odio le impiden ver a Dios, que es Amor.

En la primera carta de San Juan se subraya de modo especial la relación del amor a los hermanos con la luz, y del odio con la ceguera del corazón: «Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano, está todavía en las tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no corre peligro de tropezar. En cambio, quien aborrece a su hermano está en las tinieblas y camina por ellas, sin saber adónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos» (1 Jn 2, 9-11). Un poco más adelante, San Juan señala la relación del amor a los demás con el conocimiento de Dios: «Queridísimos: amémonos unos a otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama no ha llegado a conocer a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8).

Por eso, puede decirse que una persona que, en la medida de sus posibilidades, lucha contra su egoísmo y trata de amar y darse a los demás rectamente, está preparando su corazón para abrirse al conocimiento de Dios.

Notas

[13] Cf. S.Th., II-II, q. 163, a. 2.

[14] JUAN PABLO II, Audiencia general, 24-VIII-1983.

[15] D. von HILDEBRAND, Nuestra transformación en Cristo, o.c., 109-110.

[16] Cf. A. MILLÁN PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 139-140.

[17] TOMÁS DE AQUINO, In Epistulam Pauli ad Timoheum, I, cap. 6, lect. 1.

[18] «Los soberbios, deleitándose en la propia excelencia, acaban por sentir fastidio de la excelencia de la verdad» (S.Th., II-II, q. 162, a. 3, ad 1).

[19] CEC, n. 2519.

[20] R. GUARDINI, Los sentidos y el conocimiento religioso, Cristiandad, Madrid 1965, 149. «Cada cosa encierra y esconde en el fondo de sí misma una señal de su origen divino. Quien llega a divisar esa señal ve que esta y todas las demás cosas son buenas, más allá de cualquier "comprensión". Lo ve y es feliz. He aquí toda la doctrina sobre la contemplación de los seres terrenales, creados por Dios» (J. PIEPER, Antología, Herder, Barcelona 1984, 160).

[21] S.Th., II-II, q. 15, a. 3c.

[22] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, lib. II, caps. 80 y 81.

[23] Cf. A. MILLÁN PUELLES, El interés por la verdad, o.c., 149.

[24] Cf. S.Th., II-II, q. 15, a. 2 c.

[25] Cf. S.Th., II-II, q. 15, a. 3.

[26] Ibidem. Véase también S.Th., II-II, q. 46, donde trata Santo Tomás de la stultitia, cuya causa es asimismo la inmersión del hombre en los vicios de la sensualidad, especialmente en la lujuria, de modo que el hombre se vuelve incapaz de percibir las cosas divinas. Las consecuencias de la stultitia son el odio hacia Dios y hacia sus dones, y la desesperación respecto a la vida eterna.

[27] TOMÁS DE AQUINO, De caritate, 12.

[28] Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Fides et ratio, n. 28.

[29] Sobre esta característica de la verdad, cf. R. BRAGUE, «The angst of Reason», en TIMOTHY L. SMITH (ed.), Fait and Reason. The Notre Dame Symposium 1999, St. Agustine's Press, South Bend (In.) 2001, pp. 241-242.

[30] A. LANG, Teología fundamental, I, Rialp, Madrid 1966, 152-153.

[31] J. DANIÉLOU, Escándalo de la verdad, Ediciones Guadarrama, Madrid 1962, 34.

[32] C. CARDONA, Querer la verdad, Escritos Arvo, n. 128, Salamanca 1992.

[33] J. RATZINGER, Mirar a Cristo, Ed. Edicep, Valencia 1990, 91.

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