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La firma humana

Hace pocas semanas celebramos el 200 aniversario del nacimiento de Charles Darwin. Como se sabe, este científico inglés fue el primero que elaboró una teoría sobre los mecanismos que rigen la evolución de las especies. En 1859 publicó sus ideas en El origen de las especies. Si bien en ese libro no hacía referencia a la especie humana, no resultaba difícil aplicarle la teoría de la evolución a la vista de la semejanza entre un hombre y un simio. En efecto, hay un gran parecido anatómico, pero no es menos cierto que, incluso mirando con la misma mentalidad científica, también se observa una enorme diferencia.

Para que una afirmación tenga carácter científico ha de estar basada en hechos objetivables. Por ello, la capacidad de observación constituye un elemento crucial para un científico. Darwin la tenía. Su viaje a bordo del Beagle le permitió abrirse a realidades nuevas. Durante su estancia en las islas Galápagos, Darwin recogió diversas tortugas. Aunque parecían homogéneas, realmen­te aquellos ejemplares pertenecían a especies distintas. Fue este descu­brimiento el que le puso en la pista de la idea de la transformación de las especies.

También jugaron un papel decisi­vo sus observaciones en la expedición a los Andes y el terremoto espectacular que presenció en Chile. A nivel geológico, se producían transformaciones bruscas del relieve a consecuencia de cambios graduales desarrollados a lo largo de grandes períodos de tiempo. Algo parecido podía ocurrir en el mundo de los seres vivos, en el que la clave que explicaría la transformación gradual de las especies sería la selección natural para sobrevivir.

Una hipótesis que relaciona dos fenómenos aparentemente desconectados se le considerará científica si es verificable. En el caso de la teoría evolucionista, no es posible replicar la hipótesis, puesto que no se puede reproducir el paso de los años. Sin embargo, las investigaciones de fósiles, como las de Alfred R. Wallace en Indonesia, contemporáneas a Darwin, o las más recientes en el campo de la genética, no han contradicho la explicación de la transformación gradual de las especies a lo largo del tiempo. De ahí la fortaleza del evolucionismo.

No cabe duda de que fue la mentalidad científica la que propició una explicación consistente sobre la relación dinámica de las especies entre sí. Afirmar que la especie humana procede de especies inferiores es, por tanto, algo razonable. Desde luego, el hombre comparte muchos rasgos con los simios. Y con la misma capacidad de observación se puede afirmar que existe una discontinuidad, un salto entre el hombre y el mono que no se reduce a una cuestión de más tiempo.

Si nos atenemos a los hechos, deberíamos acudir al hábitat que cono­cemos del hombre primitivo: la caverna. Allí nos encontramos diversos objetos, toscamente pulidos. Sobre todo, descubrimos unas pinturas en las paredes de la cueva. Esos dibujos representan animales, a veces de modo esquemático, otras con cierto detalle. Ese hombre, previo a la historia documentada, no sólo fue el artífice del arte rupestre sino que él mismo era un artista.

Toda manifestación artística implica, al menos, dos procesos básicos. El primero se sintetiza en la mirada del artista. Mirar es distinto de ver. En el mirar hay un fijarse en los detalles y un aprecio o un rechazo de la realidad que revierte en la propia interioridad del artista. El segun­do proceso es el creativo. Supone la exteriorización de esa vivencia interior, que por eso mismo la convierte en una obra única. La contemplación artística y la obra creativa posibilitan la transformación del entorno de modo irrepetible y personal.

Pues bien, a fecha de hoy no se ha identificado ninguna especie animal con capacidades que puedan calificarse de artísticas. Tampoco se han hallado vestigios en el hábitat de los animales, ni presentes ni pasados, que puedan constituir ni siquie­ra una incipiente evolución artística. En cambio, los dibujos sobre la caverna resultan muy próximos al hombre actual, aunque fueran trazados hace miles de años. La extremidad superior del simio pudo, muy probablemente, evolucionar hacia la mano del hombre. Pero en todo este tiempo no ha sido capaz de lograr lo que la mano de un niño podría dibujar o lo que el hombre primitivo ya pintó en su día. Chesterton decía que el arte es la firma del hombre. El mono carece de firma porque no tiene nada donde firmar.

Este hecho nos previene contra alguna absolutización que suele justificarse a partir de la teoría de la evolución, en la que fácilmente se toma la parte por el todo. Anatómicamente, todo apunta a que el hombre procede del mono. Pero entre las facultades de uno y otro existe un salto. En la relación que existe entre el hombre y el mono, más que hablar de evolución, quizá cuadre mejor con la realidad afirmar que el hombre es una revolución.

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