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Ite et predicare

En eso consistió el encargo que el mismo Cristo hizo a sus discípulos para cuando ya no estuviera con ellos. «Id y predicar» el nuevo Evangelio basado en el amor a los demás. Deberían contar e intentar convencer a través de la palabra y el ejemplo. Y transmitir al resto de los humanos lo que habían presenciado en la vida de quien habían seguido como de Dios. Su nuevo Mandamiento. Sus milagros. Su sufrimiento por los demás. Su muerte. Y, naturalmente, el acontecimiento sin el cual todo lo demás podría cuestionarse: su Resurrección. Curiosamente, y entre paréntesis, es esto último lo que más se celebra en contextos anglosajones y con razón, mientras en nuestro país lo que más cerca se tiene son los recuerdos, durante la Semana Santa, del sacrificio. De los Cristos junto a las Cruces y de las Vírgenes llorando por el Hijo. En este punto puede que resida una de las notas esenciales de nuestra forma de ver la propia vida.

Y así lo hicieron no solamente sus discípulos, repartidos por el mundo para predicar la «nueva buena», sino también los creyentes de entonces y de después. El «después» tuvo su centro esparcidor en lo que el mismo Cristo crea en la figura de San Pedro: la Iglesia Católica. Desde hace algo más de veinte siglos hasta nuestros días. Una misión, un encargo al que cristianamente no se puede renunciar. Sin temor a los leones del circo romano, a las persecuciones de los regímenes totalitarios basados en ideologías de un extremo u otro, a las catacumbas físicas de antaño ni a a las catacumbas oficiosas de hogaño.

La gran consecuencia histórica resulta evidente. El cristiano, del momento o del régimen que sea, no se debe avergonzar de aquello en lo que libremente cree, ni limitarse a practicar su religión en el límite de lo privado: casi a escondidas. Quien vive con la esperanza que le transmite el amor de Dios, no puede negar esa misma esperanza a quienes le rodean. Ni a quienes sufren en cualquier punto de la tierra. Teniendo en cuenta dos afirmaciones que se suelen olvidar. Primero, la fe es un don gratuito (así lo reconoce la misma Iglesia). Se puede recibir o no. Se puede caminar sin ella, con base en alguna otra cosa. Baste recordar que para el marxismo es necesario también «el hombre nuevo» que el comunismo necesita para su éxito y que se consigue con la violencia, la «gran partera de la historia»; mientras que para el cristianismo el medio es la conversión a través de la palabra. Y segundo, que también cabe algo muy diferente al ateísmo que llamamos «agnosticismo»: el que lucha por creer y hasta hace de ello empeño fundamental. Quizá Unamuno sea el mejor ejemplo de lo segundo. Y va de suyo que «ser cristiano de veras» no es nada fácil. Frente a las proclamas automovilísticas (¡a estas alturas anunciando la fe como a la Coca-Cola o «las Pipas Facundo» en un sentido u otro: ¿en ello reside nuestra actual libertad de opinión o nuestra modernización?). No hay que olvidar a quien por cualquier causa sufre por el salvaje capitalismo que padecemos. Ni el olvidado pecado de omisión. Algo que, allá en mis años de bachillerato, ¡de buen bachillerato!, en mi querida ciudad de Ceuta, un gran catedrático de Griego empeñado en «abrirnos los ojos» mucho más que en los verbos irregulares, acudía al Instituto en uno de esos buenos coches que en aquella ciudad se podían tener. Una mañana, sin venir a cuento, nos confesó que él no podía declararse cristiano por tener ese coche mientras había tanta pobreza en el mundo. Naturalmente, hablaba un maestro.

Supongo que el lector que en otras ocasiones me haya soportado se habrá preguntado ya si es que «me he ordenado» sacerdote y predico. No es así, aunque me tengo por cristiano y hasta practicante desde mi infancia. Voy a la España de nuestros días. Y repito: la fe es un don, algo que se nos transmite por muchas vías. Y si ya se posee, viene la obligación de anunciar su contenido y practicarlo. En el último discurso del actual Papa al Cuerpo Diplomático acreditado en la Santa Sede, su afirmación no admite componendas: precisamente porque el mensaje de Cristo es de salvación para todos, no puede ser confinado a la esfera privada, sino que debe ser proclamado desde las azoteas, hasta los confines de la tierra. ¿Se puede decir más claro? Y no sobra, como complemento el excelente libro de J.H.H. Weiler titulado «Una Europa cristiana. Ensayo exploratorio».

Y si la fe no puede imponerse, lógicamente tampoco puede obstaculizarse. Me temo que en este punto, algo discrepo de esa magnífica pluma que es el colega Juan Manuel de Prada, si afirmo que el reciente ritual de la toma de posesión de Obama tiene bastante de ejemplo de comprensión y tolerancia en cuanto a lo religioso se refiere: juramente público, petición de ayuda a Dios, oración comunitaria, etc. Algo debe hacer pensar en nuestra cainita España. Somos herederos de la cultura greco-romana, cargada de veneración a lo divino. Y, más tarde, del pueblo «elegido» por un único Dios. De un Sacro-Imperio. De una larga creencia en que el poder político venía de Dios, de la tesis de nuestros teólogos de la doble esfera: la Iglesia y el Estado. Y, por supuesto, también del gran momento (predicado incluso en un Concilio que, por cierto, nada gustó a Franco) en que el Estado deja de tener religión oficial.

¡Vale!, como ahora dicen los jóvenes. Pero de ahí al fenómeno y la campaña de que los cristianos volvamos a las catacumbas, va un largo trecho. Porque ocurre que, por diversas razones en las que aquí no puedo entrar con detalle, la evidencia pone de manifiesto el hecho de que nuestro país, en una mayoría mantenida históricamente, ese fenómeno de «religare», de unión con Dios, lo ha practicado a través del cristianismo. Y esto en sus costumbres, relaciones familiares, nombres de ciudades, celebración de festejos. En privado y en público. Recuérdese que, se quiera o no, somos también fruto de nuestro pasado. Y en ese pasado, entre otros «menesteres», está el hecho de que nuestros antepasados vivieron la experiencia de más de 3.700 batallas contra el Islam en la permanente cruzada llamada Reconquista. Sombart lo describe así: el español de entonces no concebía en la vida ninguna tarea más «digna y valiosa» que la de expulsar al Islam. Eso caló. Y la defensa del cristianismo se constituyó históricamente en misión que ningún poder público podía olvidar.

Respetando la vigencia de otros credos, la religión está incluso en nuestro vocabulario. Lo que ahora se quiere con una equivocada concepción del fenómeno (bien estudiado, por cierto por el colega Andrés Ollero) es, una vez más, ¿rehacer la historia? ¿suprimir la Semana Santa en Andalucía o el Corpus en Toledo o Granada? ¿Minimizar la veneración a Santiago? ¿Multar a quienes anuncien la Navidad o los Reyes Magos? ¿Nos hemos olvidado ya del triste resultado de la nefasta Constitución de la República? ¿Hay que tapar cuidadosamente las obras pictóricas en cualquier museo público si reflejan temas cristianos? Todo esto y mucho más es manifestación pública de una creencia y mal camino llevamos si a ella nos enfrentamos. Por cierto y como algo a pensar: el Rey actual pronuncia en la televisión pública su anual mensaje el 24 de diciembre ¡Franco lo hacía a fin de año! ¿Hay que corregir al Monarca?

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