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La coexistencia de las civilizaciones

La cultura occidental padece una decadencia moral por el declive del cristianismo.

En los principales conflictos de nuestro tiempo están presentes las civilizaciones, si es que no se trata directamente de un conflicto entre ellas. Está presente en los atentados terroristas cometidos por el islamismo radical y en la guerra entre Israel y los palestinos. Parece confirmarse así el diagnóstico de Samuel P. Huntington, fallecido poco antes de terminar en 2008. Se trata de uno de los más prestigiosos académicos en el ámbito de las ciencias políticas, que ha podido ver además cómo sus tesis principales eran debatidas incluso más allá de los ámbitos académicos. Su libro más conocido y polémico es El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, que vino precedido de un ensayo más breve sobre el mismo asunto. Su publicación ha permitido asistir a un nuevo episodio de la aversión de cierta izquierda radical hacia la lectura. El erróneo dictamen se extrajo del título, apoyado en la ausencia no ya de una lectura atenta del contenido, sino de lectura sin más. Su autor pasó a ser considerado un defensor de la lucha entre civilizaciones, cuando era exactamente todo lo contrario.

Frente a la tesis de Fukuyama sobre el final de la historia, Huntington defendía la idea de que en el futuro asistiremos a un nuevo tipo de conflicto basado en el «choque de civilizaciones». De unos conflictos, de naturaleza ideológica, que enfrentaba a las democracias liberales y a los sistemas comunistas, al capitalismo y al socialismo, pasaremos a un nuevo tipo de conflicto asentado en el choque cultural entre civilizaciones. Por lo demás, Huntington proclama el fracaso de todo intento de imponer una civilización universal basada en los principios, sólo aparentemente victoriosos, de Occidente. La cultura, cimentada principalmente en la religión, tomará el relevo de las ideologías, la política y la economía. El choque de civilizaciones sustituye a la rivalidad de las superpotencias.

Aunque Occidente seguirá siendo durante algún tiempo dominante, no caminamos, según él, hacia una civilización universal basada en los principios europeos del legado clásico: el cristianismo, la separación entre la autoridad espiritual y la temporal, la democracia, el liberalismo, la tolerancia, los derechos humanos, el pluralismo y el imperio de la ley. Nada de todo esto en lo que se sustenta la civilización occidental está fuera de peligro. Huntington no descarta la posibilidad de la decadencia de la cultura occidental. En clara alusión a Fukuyama afirma: «Las sociedades que suponen que su historia ha terminado son habitualmente sociedades cuya historia está a punto de empezar a declinar». La cultura occidental, cuestionada por grupos situados en su interior, padece una decadencia moral favorecida por el declive de su componente central: el cristianismo. Acaso aquí resida el motivo de la tergiversación que han sufrido sus ideas en los ambientes ideológicos de la izquierda radical. Existe, para él, una vía intermedia entre los defensores del multiculturalismo suicida y los creyentes ilusos en la hegemonía de la civilización occidental. Occidente debe renunciar a su tentación universalista. «El imperialismo es la consecuencia lógica del universalismo». Por mi parte, no puedo compartir esta tesis.

Debemos, por el contrario, aprender a convivir con otras civilizaciones sin renunciar a los principios de la nuestra. El nuevo orden internacional debe basarse en la coexistencia de las civilizaciones.

Su pronóstico fundamental no parece desmentido, de momento, por la realidad. Y la solución que propone al nuevo tipo de conflictos no tiene nada que ver con la hegemonía de los principios de la civilización occidental, sino con la necesidad de la coexistencia pacífica entre civilizaciones distintas y rivales. Si algún reparo hay que oponer a Huntington, procede más bien de su vinculación entre universalismo e imperialismo y, aunque en esto no le falte buena parte de razón, en su diagnóstico pesimista sobre la cultura occidental, derivado del declive de su componente central: el cristianismo.

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