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Chesterton. Cien años de Ortodoxia

En los últimos años se han reeditado en España numerosas obras de G. K. Chesterton. Una de ellas resulta crucial para entender a este polifacético y original escritor. Se trata de Ortodoxia. En este libro Chesterton explicó su filosofía personal. El título ya apunta que el pensamiento del autor se identifica plenamente con la ortodoxia cristiana. En efecto, nunca renunció a sus ideas religiosas y las supo exponer de modo brillante y atractivo. Este año se cumplen cien años de la publicación de Ortodoxia. Es una buena ocasión para repasar las ideas contenidas en él, y contribuir a un conocimiento más a fondo de este interesante autor.

«Un joven que quiera seguir siendo un perfecto ateo no puede ser demasiado exigente con su lectura. Hay trampas por todas partes». Así recuerda C.S. Lewis su encuentro con los libros de Chesterton durante una convalecencia en la Primera Guerra Mundial. En aquel momento, Lewis era un ateo cabal en edad universitaria. Sin embargo, su lectura inició la aproximación hacia la fe de alguien que llegaría a ser uno de los grandes apologistas del cristianismo en el siglo XX.

¿Qué encontró Lewis en esos libros? Chesterton tenía la habilidad de ayudar a ver las cosas de un modo nuevo. Y eso lo supo hacer admirablemente con la fe cristiana. Para ello, tuvo que abrir nuevos caminos intelectuales que le condujeron a una visión más profunda y más alegre de la realidad. Joseph Pearce señala la novedad de sus libros: «El cristianismo de Chesterton era contagioso y, gracias a sus penetrantes paradojas y a su quijotesco entusiasmo, muchos comenzaron a descubrir el atractivo de la ortodoxia».

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue, sobre todo, un periodista. Dotado de una inteligencia profunda y de una vitalidad desbordante, pronto destacó en ambientes intelectuales y políticos ingleses. Cultivó prácticamente todos los géneros literarios. Es conocido sobre todo por las historias del Padre Brown, un sacerdote católico que posee una inusual habilidad como investigador policial.

El 25 de septiembre de 1908 publicó Ortodoxia. En este libro esbozó su particular filosofía y el itinerario intelectual que le condujo a la fe cristiana. En este viaje la brújula principal que le orientó fue el sentido común. Si bien todavía no había ingresado en la Iglesia Católica (lo haría en el año 1922), su cabeza era ya católica.

Ortodoxia presenta, no obstante, una dificultad para el lector. Se trata del estilo de su autor. Para quien no esté familiarizado con él, la forma de escribir de Chesterton puede desconcertar por su exuberancia de imágenes y paradojas. A pesar de ello, el texto transmite una gran agudeza de pensamiento. La escritora Dorothy L. Sayers afirmó, en relación al estilo de nuestro autor: «A algunas personas les irrita el estilo 'paradójico' de Chesterton. Pero, cuando se trata de ir al meollo de las cosas y dar en el clavo, no hay nadie mejor que él». Ortodoxia fue la explicación chestertoniana del meollo de las cosas.

Qué nos cuenta Ortodoxia

«Este libro es la respuesta de un desafío que se me ha hecho». Así comienza Ortodoxia: su autor había sido retado a un duelo intelectual. Un crítico, G.S. Street, le había lanzado el guante al escribir: «Empezaré a preocuparme por definir mi propia filosofía cuando Chesterton nos haya dado la suya». Y Chesterton asumió este desafío.

En honor a la verdad habría que decir que Chesterton era quien había desafiado previamente a los intelectuales del momento. Tres años antes había publicado Herejes. Por sus páginas desfilaban escritores de referencia de la época como George Bernard Shaw, H. G. Wells o Henrik Ibsen para discutir con ellos sobre la validez de sus ideas. El título de la obra resultaba ya en sí mismo provocativo.

¿En qué consistía el 'error herético' de la intelectualidad de la época? Chesterton critica que no se «toleran las generalizaciones». La filosofía, la visión general de la vida, se ha arrinconando. Probablemente la mejor expresión de esta actitud sea un epigrama de G.B. Shaw: «La regla de oro es que no hay regla de oro».

La modernidad, gracias al método científico que establece orden y precisión en la investigación, es capaz de saber mucho sobre un objeto particular. Pero se olvida de la visión de conjunto. Podría decirse que «todo es importante, a excepción de todo». Chesterton echa en falta en los autores modernos una reflexión honrada y atenta a lo que tiene de bueno la realidad: «cada una de las frases y los ideales modernos más populares es una evasión para esquivar el problema de qué es lo bueno». Si este problema no se resuelve satisfactoriamente, las palabras sagradas de la modernidad, como son por ejemplo libertad, progreso o educación, quedan vacías.

Chesterton recuerda que el planteamiento moderno del progreso intelectual se encuentra condicionado por la idea de «romper límites, eliminar fronteras, deshacerse de dogmas». En la educación moderna se exhorta con frecuencia a pensar por uno mismo y a desarrollar una mentalidad crítica, que suele conducir hacia una valoración positiva de la transgresión. En cambio Chesterton apunta en una dirección distinta: «La mente humana es una máquina para llegar a conclusiones; si no puede llegar a conclusiones está herrumbrada».

Actualmente se oye con frecuencia hablar de las convicciones como si fueran venidas de fuera, como externas a la persona. A la palabra convicción, se suele asociar un verbo: imponer, como si las convicciones únicamente pudieran aparecer como consecuencia de una coacción externa. Quizá éste sea uno de los errores más trágicos del mundo moderno: haber perdido la confianza en que el hombre pueda componer un mapa intelectual de su propia vida, que le pueda guiar válidamente en el curso de la misma vida. En ese mapa, en esa visión global de la vida, los puntos de referencia vienen señalados por las convicciones personales. Éstas vienen de dentro, como fruto de una búsqueda sincera de respuesta a los interrogantes más profundos de la persona.

El joven Chesterton sólo tenía el mapa que le habían proporcionado los escritores modernos. Al terminar el bachillerato, entró en una honda crisis existencial al asumir el escepticismo imperante de la época. Sin embargo, el fruto de esa crisis fue un Chesterton nuevo. Había elaborado sus propias respuestas. El planteamiento logrado iba en contra de las teorías en boga. Pero para Chesterton había sido como el despertar de una pesadilla: tras esa crisis veía el mundo con toda su luz. Contó a su manera esta experiencia en la que es probablemente su novela más famosa: El hombre que fue Jueves, publicada justo unos meses antes que Ortodoxia.

Nuestro autor trató de dar razón de este nuevo modo de ver el mundo. Y lo más increíble, lo que él jamás podía haber imaginado, es que esa teoría elaborada a tientas, esa explicación tan personalísima, ya existía. Se trataba ni más ni menos que la explicación que daba la fe cristiana. Lo que Chesterton cuenta en Ortodoxia es este itinerario intelectual que le condujo a unas convicciones cristianas.

Toda investigación ha de responder a un problema. Inicialmente Chesterton no se planteaba saber si lo suyo era la fe cristiana. Esa fue la conclusión a la que llegó, lo que descubrió al final de su viaje intelectual. El enigma al que se enfrentó lo expresó en los siguientes términos: «¿Qué pudiéramos hacer para llegar a sentirnos, a la vez, tan admirados del mundo como acostumbrados al mundo?» La cuestión era poder «considerar el mundo de tal suerte que podamos fundir la idea del asombro con la idea del bienestar». Chesterton estaba incidiendo de modo directo en el corazón de la modernidad: en cómo tenía que ser nuestra relación con el mundo.

El punto clave es el punto de partida

Antes de iniciar este personal viaje Chesterton advierte la amenaza de un grave riesgo: la prevención que existe contra la imaginación. Así, comenta que «por todas partes se oye decir que la imaginación, y especialmente la imaginación mística, es un peligro para el equilibrio mental del hombre». El cuidado de la salud es uno de los grandes valores de la sociedad moderna. Resulta, por ello, crucial asegurar la salud mental. Lo que ocurre es que muchas veces se señala al causante equivocado: «la fantasía nunca arrastra a la locura: lo que arrastra a la locura es la razón».

La peculiaridad de los locos no es que hablen de cosas que no existen o que piensen que son Napoleón. Lo que observa Chesterton es que «las explicaciones que da un loco son siempre completas y, desde el punto de vista racional, las más veces satisfactorias». El loco es capaz de argumentar, de defender una teoría, aunque sea peregrina. Posee una plenitud lógica, pero es incapaz de salir de sus razonamientos. De ahí que, para Chesterton, un loco no es aquel que ha perdido la razón sino el «que lo ha perdido todo menos la razón». Lo que se desprende de esta apreciación es que con un loco no se puede razonar para hacerle ver la realidad, pues siempre encuentra razones para mantener su particular punto de vista.

El interés de Chesterton en esta patología es capital: «si me detengo en la descripción del maníaco es porque me parece descubrir muchos rasgos que también descubro en los escritores contemporáneos». El diagnóstico que establece es descrito como «una racionalidad expansiva y agotadora con un sentido común contraído y mísero», y el síntoma más característico de estos escritores es que «como los lunáticos, son incapaces de cambiar su punto de vista». Si la razón ha de ser el garante último del conocimiento, mientras ofrezcan explicaciones razonadas de su propia teoría no saldrán de su planteamiento, por mucho que la realidad apunte en otra dirección.

La razón tiene sentido de medio. Pero requiere de un «principio elemental adecuado» para evitar que enloquezca, es decir, que «piense por el mal lado». El punto de partida que permite conservar la salud mental es, para Chesterton, la capacidad de captar el misterio: «el misticismo es el secreto de la cordura. Mientras haya misterio, habrá salud».

La modernidad, merced a la fascinación causada por la eficacia del método científico, ha pretendido ofrecer explicaciones globales de la realidad que puedan dar razón de todo en base a ese método. Y cuando se ha encontrado con el misterio, o bien lo ha rechazado, o bien lo ha tratado de encajar en una 'teoría razonable'. En cambio, «todo el secreto del misticismo consiste en esto: todo puede entenderlo el hombre, pero sólo mediante aquello que no puede entender. El lógico desequilibrado se afana por aclararlo todo, y todo lo vuelve confuso, misterioso. El místico, en cambio, consiente en que algo sea misterioso, para que todo lo demás resulte explicable».

Lo aprendido en los cuentos para niños

Y como no encontraba el misterio en la literatura de su época, Chesterton volvió al lugar genuino del misterio: los cuentos para niños. Aquí no es la razón sino el sentido común el órgano que nos permite aprender. El cuarto capítulo de Ortodoxia nos desvela lo que Chesterton descubrió en estas narraciones: «me propongo tratar de la ética y la filosofía que la educación de los cuentos de hadas engendra». Halló en ellos un conocimiento de carácter práctico para poder actuar en la vida que no encontró en los autores contemporáneos.

En el viaje de nuestro autor, el inicio vino marcado por el asombro ante la realidad. Los cuentos de hadas le ayudaron a percatarse de que las cosas de nuestro mundo eran maravillosas porque podían haber sido de otra manera: «en el asombro hay siempre un elemento positivo de plegaria. Y ésta es la primera piedra que conviene plantar en nuestro viaje por el país de las hadas».

El asombro engendraba, así, un sentimiento de alegría y gratitud por estar viviendo en la aventura del mundo real: «La prueba de la dicha es la gratitud, y yo me sentía agradecido sin saber a quien agradecer. (...) Agradecemos los cigarros y pantuflas con que nos regalan el día de nuestro cumpleaños. ¿Y a nadie había yo de agradecer ese gran regalo de cumpleaños que es ya de por sí mi nacimiento?».

La gratitud como actitud básica nos lleva a ver la existencia como un regalo. El regalo tiene dos notas básicas: su origen está en otra persona de la que parte la iniciativa, y no es exigible, sino gratuito. En un regalo se valora no tanto la materialidad del objeto recibido como el constatar el amor y aprecio desinteresado del otro. Es por ello por lo que engendra sorpresa y alegría cuando se recibe.

Lo siguiente que Chesterton descubrió en los cuentos para niños es lo que denomina la 'Doctrina del Gozo Condicional'. Esta doctrina hace referencia directa a la ética, al modo de comportarse: «conforme a la ética de los elfos, toda virtud depende de un 'sí'».

La alegría en el reino de las hadas se encuentra condicionada, pues tiene una lógica propia. Baste recordar el ejemplo de Cenicienta: dispuso de un traje y de un carruaje mágico para participar en el baile del príncipe, a condición de que volviera antes de las doce de la noche. Pero la cuestión profunda que suscita el cuento para niños no es tanto la percepción de la condición como algo limitante, sino más bien la aceptación misma de la condición, independientemente de si se entiende o no. Así lo expresa Chesterton: «Toda la felicidad dependía de no hacer algo que se puede hacer a cada instante y que, en general, ni siquiera se entiende por qué se ha de dejar de hacer. Ahora bien: a mí esto no me parecía injusto, y en esto está toda la cuestión».

Chesterton comprendió la prohibición a partir de la concesión. Al partir del asombro agradecido, había percibido la realidad como un regalo. Se trataba de un misterio, pero no por eso dejaba de ser inmerecido y grato. En consecuencia, las limitaciones en nuestro actuar también respondían a esta lógica misteriosa: «A mí me parecía que la existencia misma era un legado tan excéntrico que no era mucho mejor dejar de entender las limitaciones del cuadro, cuando el cuadro mismo era incomprensible: el contorno no era más extraño que los colores del cuadro. La parte prohibitiva tiene derecho a ser tan extravagante como la concesión».

El hallazgo de la llave

Con las nuevas coordenadas adquiridas, no iba a ser difícil que las andanzas intelectuales de Chesterton pronto se cruzaran con el camino del cristianismo. En efecto, éste sostenía, como proposición más radical, que «Dios es creador en el mismo sentido en que es creador un artista. El poeta se siente tan distinto de su poema, que habla de él como de 'una bagatela que he soltado por ahí'. En el acto mismo de publicarlo, lo ha lanzado de sí». Y así como un artista va pensando en su obra antes de iniciarla, y se recrea y se deleita interiormente con ella al contemplarla como algo único y personal, así también Dios nos creó y nos regaló la existencia y el mundo.

El hallazgo del cristianismo vino a ser como la pieza que faltaba en el puzzle para que todo cobrara sentido y permitiera conformar una visión global de la realidad coherente. Así evoca este descubrimiento Chesterton: «Me pareció que, desde el día de mi nacimiento, vivía yo desatinando entre dos enormes e inmanejables máquinas, muy distintas entre sí y sin la menor conexión aparente: el mundo y la tradición cristiana. En la máquina del mundo había yo logrado descubrir este agujero: que es posible en cierto modo dar con un medio de amar al mundo sin confiar en él, de amarlo sin ser mundano. Ahora bien; en la teología cristiana encontré al fin, a manera de perno, este principio fundamental: la insistencia dogmática de que Dios es un ente personal y ha creado un mundo distinto de su propia personalidad. El perno del dogma entraba exactamente en el agujero descubierto en la máquina del mundo —como que sin duda para eso estaba hecho. Y entonces aconteció el milagro. Una vez que las dos máquinas quedaron así conectadas, todas las demás piezas, una tras otra, se fueron aviniendo con fantástica exactitud; y hasta me parecía oír el ruido que hacían todos los engranajes al morder en su sitio justo, con un como crujido de alivio. Puesta en su lugar una pieza, todas las demás repitieron la exactitud, así como los relojes van dando, casi a una, las doce campanadas del mediodía. Un instinto tras otro iba encontrando su correspondiente doctrina».

Lo que había descubierto a partir de los cuentos de hadas coincidía con lo que enseñaba la fe cristiana. La respuesta al modo más adecuado de progreso, que tenía que ver con una actitud de lealtad y de correspondencia al regalo recibido, era posible porque ya antes había sido objeto de amor personal y de cuidado artístico por parte de Alguien. El 'agujero', la pieza que faltaba, venía motivado por la exclusión del Creador.

La noción de creación comporta percibir que la vida tiene un sentido, y ese sentido es recibido, no es dado por nosotros. Si Dios ha querido el mundo y lo cuida, es que es digno de ser querido, aunque pueda haber cosas que no comprendamos con nuestro entendimiento limitado. Y si es susceptible de mejora, hemos de tratar de mejorarlo como una muestra de correspondencia.

Ahora bien, sin la noción de creación, la realidad se percibe con una autonomía de la que el hombre, o bien forma parte de modo mecánico y determinista, o bien sufre el desconcierto de la falta de sentido. Un mundo autónomo de su origen personal llevaría consigo, antes o después, la disolución del hombre. Esta fue la misma conclusión del Concilio Vaticano II al plantear la relación de la realidad terrena con el hombre, dentro del marco del diálogo entre la fe y el mundo moderno: «la criatura sin el Creador desaparece».

Pero lo que parecía un perno, un objeto más bien sólido y cilíndrico, resultó ser una pieza más delicada y articulada. El credo cristiano ofrecía más respuestas y ayudaba a encajar piezas todavía más complicadas: «un bastón puede meterse en un hoyo o una piedra puede caer en un pozo por mera casualidad. Pero una llave y una cerradura son tan complejas que si se avienen es porque se ha dado con la verdadera llave».

Chesterton había hallado una llave nueva, la fe. Como él mismo nos cuenta, a los doce años era un pagano y a los dieciséis se confesaba agnóstico. Su cristianismo era prácticamente inexistente. Curiosamente, la fe no había sido proporcionada por la familia o la religión nacional. Fueron los ataques intelectuales a la fe los que le facilitaron la pista adecuada: «quienes me volvieron a la teología ortodoxa fueron Huxley, Herbert Spencer y Bradlaugh, como que suscitaron en mí las primeras dudas sobre la duda». Un evolucionista convencido, un ilustre positivista y un famoso ateo fueron los que le proporcionaron los indicios para el hallazgo de la llave de la fe.

La cerradura más misteriosa

La llave recién encontrada no sólo entraba en el hueco que había descubierto Chesterton para armonizar una actitud adecuada frente al mundo; permitía abrir cerraduras más complejas. Este fue el caso del problema del mal.

La Iglesia «ha sostenido desde el primer instante que el mal no estaba en el ambiente, sino en el hombre mismo». Siempre cabe el riesgo de actuar mal, porque el origen del mal no está en las circunstancias sino en el interior de la persona. «El cristianismo dice siempre: 'Yo respeto la categoría de ese hombre, aunque lo sé sobornable'. Pero nunca dirá, como dicen los modernos desde el desayuno hasta la cena: 'Hombre de tal categoría no admite soborno'. Porque es parte del dogma cristiano que cualquier hombre de cualquier categoría es sobornable. Es parte del dogma cristiano y, por ventura, también es parte evidente de nuestra historia».

El dogma del pecado original es, para Chesterton, un dato de hecho. Por ello, se trata del «único punto de la teología cristiana realmente susceptible de prueba». Esta enseñanza del credo cristiano nos dice que el interior del hombre se encuentra dañado. Éste, que había sido creado para disfrutar del don de Dios, lo rechaza. De esta forma, la criatura se inflige una profunda herida interior, que le dificulta no sólo discernir el bien del mal, lo que le hace bueno o le hace malo, sino sobre todo provoca el extravío de la voluntad para elegir el bien. En consecuencia, se hace capaz de elegir conscientemente lo que le hace mal. Lo cual constituye un misterio: ¿cómo es posible que la criatura, que ha sido querida y preparada para disfrutar de tantos regalos como Dios le ha otorgado, rechace explícitamente esos dones?

De ahí que cualquier propuesta de mejora ha de tener en cuenta este peligro: «Si deseamos las reconstrucciones definidas y las peligrosas revoluciones que han caracterizado la civilización europea, conviene atizar la idea de una ruina siempre posible, en vez de procurar apagarla. (...) Si lo que deseamos particularmente es hacer andar bien el mundo, insistamos en que anda mal».

Esta afirmación, cuanto menos provocativa para una sensibilidad moderna, sacudió también a nuestro autor. Fue un descubrimiento que le conmovió. Lo recordó al final de su vida en su Autobiografía. Tuvo lugar en el transcurso de una conversación con el Padre O'Connor, que fue quien le inspiró el personaje del Padre Brown. En esa charla el sacerdote le reveló hasta qué punto una persona puede obrar maliciosamente. Había en sus palabras, no obstante, algo misterioso. Las horas de cura de almas le habían proporcionado a este sacerdote de una parroquia del campo un hondo conocimiento del mal que puede hallarse en el corazón del hombre. Y, al mismo tiempo, Chesterton descubrió en aquella conversación algo nuevo e impensable. Este es su recuerdo: «El Padre O'Connor había sondeado aquellos abismos mucho más que yo. Me sorprendía mi propia sorpresa: que la Iglesia Católica supiera más que yo acerca del bien resultaba fácil de creer, pero que supiera más del mal parecía increíble. El Padre O'Connor conocía los horrores del mundo y no se escandalizaba, pues su pertenencia a la Iglesia Católica le hacía depositario de un gran tesoro: la misericordia».

El cristianismo realiza una propuesta tan audaz como increíble. La fe logra fecundar la vida del hombre a partir del misterio central del Credo: el misterio de la Santísima Trinidad. Al conocer la intimidad de Dios, se le abrieron al hombre perspectivas insospechadas para colmar los más profundos anhelos de amor. «Porque la religión occidental se ha manifestado siempre penetrada de esta idea: 'No conviene al hombre estar solo' (...) Porque para nosotros los trinitarios Dios mismo es una sociedad. No niego que esto sea un misterio insondable de la teología. Básteme decir aquí que este triple enigma es tan confortante como el vino y como el fogón de las chimeneas inglesas; que tanto trastorna la inteligencia como consuela el corazón».

La fe no sólo nos advierte del riesgo que entraña la encrucijada de la libertad, sino que también nos ayuda a descubrir el sentido de esta capacidad humana: compartir libremente la intimidad divina, a la que el hombre es continuamente llamado por Dios.

La llave que había hallado Chesterton, la llave de la fe, permitía abrir la puerta más misteriosa, la de la libertad. Había descubierto algo que sus contemporáneos modernos eran incapaces de ver —y también muchos escritores de hoy en día: «que la ortodoxia, contra lo que generalmente se dice, no es sólo la salvaguardia del orden y la moralidad, sino también la única garantía posible de la libertad». Resulta que la libertad, que es el gran ideal moderno, reivindicado y reclamado por todos, el anhelo más profundo de cualquier corazón, se encuentra custodiado por la ortodoxia cristiana.

El fruto del viaje: la alegría

Gracias a este viaje intelectual, Chesterton ve con ojos nuevos lo que anteriormente le había producido distanciamiento y suscitado desdén: «El círculo externo del cristianismo es una guardia de abnegaciones éticas y sacerdotes profesionales; pero, salvando esta muralla inhumana, encontraréis las danzas de los niños y el vino de los hombres; porque el cristianismo es la única armadura de las libertades paganas. En la filosofía moderna todo sucede al revés: la guardia exterior es encantadora y atractiva, y adentro, la desesperación se retuerce». Lo que establece la diferencia entre una actitud y otra es la cuestión del sentido. Chesterton afirma que «la desesperación consiste en figurarse que el universo carece de sentido».

El protagonista de El hombre que fue Jueves estimaba que para apreciar al mundo había que tratar de mirar la realidad de frente. Pues bien, este es el secreto de la filosofía de Chesterton. Sólo viendo el inmenso bien del mundo se es capaz de descubrir el sentido de la realidad e, incluso, de explicar el mal. Pero hace falta una liberación. Ronald Knox comentó en una conferencia algunas semanas después del fallecimiento de nuestro autor: «Para mí, la filosofía de Chesterton, en el sentido más amplio de la palabra, ha sido parte del aire que he respirado, desde esa época en que las ideas de un hombre empiezan a verse liberadas de la educación recibida».

En efecto, hoy en día se precisa un nuevo modo de pensar y unas adecuadas categorías intelectuales para ser capaces de descubrir lo bueno del mundo. Pascal afirmó que «el corazón tiene sus razones, que la razón no entiende». Al hablar del corazón, no se refiere tanto a los sentimientos, como se haría desde una interpretación romántica. El corazón, en la tradición judeocristiana, hace referencia a la persona, a su ámbito más interior, a aquello que es intransferible y personalísimo. Pascal quiere señalar que el corazón tiene su propio lenguaje, que puede resultar difícil de entender para una mentalidad excesivamente racionalista.

Chesterton ha sabido argumentar desde el corazón y el sentido común, no solamente con su razón, y así no se ha cerrado a la posibilidad del misterio. Ha partido de la gratitud, algo que difícilmente se percibe con la razón y que en cambio resulta vital para las personas, y ha descubierto que este mundo es un regalo de un Creador. Y como en cualquier acto creativo, el Artista está prendado de su obra, y nos ha ofrecido el mundo para nuestro asombro y para mejorarlo con nuestra colaboración. Chesterton ha coincidido con el cristianismo en ver que ese regalo pide ser correspondido, y que, misteriosamente, cualquier hombre es capaz de rechazarlo. Pero el cristianismo ha ido más allá y le ha desvelado un tesoro: que a pesar de que el hombre puede desestimar aquello que le hace feliz, Dios continúa ofreciéndose lleno de piedad para restaurar la relación del hombre con Él.

La búsqueda de un modo de ver al mundo que una el asombro y el bienestar ha conducido a Chesterton a descubrir el sentido de las cosas. Al transmitirnos su filosofía y su modo de razonar nos ha ayudado a ver la fe con un atractivo más profundo. La fe no sólo da razón del mundo y del hombre, sino que además la fe es fuente de alegría. Ortodoxia termina con esta sorprendente paradoja: «la alegría, que era la pequeña publicidad del pagano, se convierte en el gigantesco secreto del cristiano».

* Publicado en Nuestro Tiempo, nº 647, mayo 2008, p. 46-57.

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