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Pío XII, el Papa más citado por el Concilio Vaticano II

El cardenal Siri afirmó el 8 de octubre de 1983 en el Aula sinodal del Vaticano, en presencia de Juan Pablo II: «Si se estudian los índices del Vaticano II, se puede constatar fácilmente que, después de las citas sacadas de las Sagradas Escrituras, las más numerosas son las sacadas de los escritos de este Pontífice»

El tema sobre el que he sido invitado a compartir algunas reflexiones puede afrontarse bajo distintos aspectos: tantos como fueron los temas y problemas que el Concilio examinó y sobre los que se pronunció. Sin embargo, me limitaré a llamar la atención sobre solo dos de estos aspectos: uno de ellos lo definiría histórico, al otro lo llamaría teológico-espiritual.

El aspecto histórico concierne a la estrecha relación entre el acontecimiento del Concilio Vaticano II y la aportación que dio Pío XII a su preparación; el aspecto teológico-espiritual pone de relieve, desde mi punto de vista, cómo en su empeño en la celebración del Concilio, Pío XII ofreció una prueba más de su figura no solo de gran pontífice, sino de hombre de Dios, de santo pontífice.

La estrecha relación entre los dos aspectos queda confirmada por el hecho de que fue el propio Pablo VI, una vez comenzado el Concilio, quien abrió la causa de beatificación y canonización de Pío XII.

La aportación de Pío XII a la preparación del Concilio Vaticano II

Podría comenzar y terminar esta intervención sobre el tema «Pío XII y el Concilio Vaticano II» limitándome a reproducir una afirmación que el cardenal Giuseppe Siri pronunció en el Aula sinodal del Vaticano ante Juan Pablo II el 8 de octubre de 1983, en el veinticinco aniversario de la muerte del papa Pacelli. Dijo el entonces arzobispo de Génova: «Si se estudian los índices del Vaticano II, se puede constatar fácilmente que después de las citas sacadas de las Sagradas Escrituras, las más numerosas son las sacadas de los escritos de este Pontífice»[1].

En realidad, así como se consideran con toda justicia la convocación y celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II como una acertada y extraordinaria iniciativa para la renovación de la vida de la Iglesia en nuestro tiempo por parte de Juan XXIII, con demasiada frecuencia se ignora o se deja de subrayar que el Concilio Vaticano II fue atenta y diligentemente preparado por Pío XII ya tras su elección. Por ello los documentos definitivos del Concilio contienen 201 citas o referencia a 92 documentos del magisterio de su pontificado[2]. Solo en la constitución dogmática Lumen gentium se cuentan 58 citas que remiten al magisterio de Pío XII.

El llorado y queridísimo amigo, padre Giovanni Caprile s.i., en su monumental obra dedicada al Concilio Vaticano II, escribe que «también bajo el pontificado de Pío XII reafloró la idea de convocar un Concilio, y se dieron varios pasos en su preparación»[3]. El padre Caprile cita los documentos de estos pasos, algunos de los cuales eran por aquel entonces completamente inéditos[4].

Para mí, que participé en todas las sesiones del Concilio Vaticano II, después de haber tenido bajo el pontificado de Pío XII el honor y la responsabilidad de ocuparme de tareas que me llevaron a tener contactos con él, siempre me pareció que el vínculo entre el magisterio de Pío XII y los documentos aprobados por el Concilio Vaticano II estaba fuera de toda discusión, confirmado así una clara continuidad magisterial.

Lo confirmó también Juan Pablo II en el cuarenta aniversario de la elección como pontífice de Pío XII. En el Angelus del 18 de marzo de 1979, recordando a su predecesor, dijo: «En este cuarenta aniversario del comienzo de aquel significativo pontificado, no podemos olvidar cuánto contribuyó Pío XII a la preparación teológica del Concilio Vaticano II, sobre todo por lo que respecta a la doctrina sobre la Iglesia, las primeras reformas litúrgicas, el nuevo impulso dado a los estudios bíblicos, la gran atención a los problemas del mundo contemporáneo»[5].

A parte de las referencias indicadas más arriba, la ejemplificación es redundante y puede extenderse a otros muchos documentos conciliares.

Por ejemplo, suele hablarse de la constitución pastoral Gaudium et spes como del documento conciliar más abierto al diálogo con el mundo contemporáneo. Se ignora o se olvida que ya en 1950 estaba listo el texto de una Concilii oecumenici declaratio authentica, que ha de ser considerado un documento precursor de los contenidos del futuro esquema 13 que llegó a la Gaudium et spes[6].

No hay más que leerlo para darse uno cuenta[7]. Por lo demás, en tema de atención hacia temas y problemas de la sociedad contemporánea, Pío XII emprendió iniciativas para otorgar valor a la Pontificia Academia de las Ciencias, fundada el 28 de octubre de 1936 por Pío XI. Es la única Academia de ciencias de carácter supranacional y de clase única existente en el mundo. Los académicos pontificios son elegidos sin discriminación entre los insignes estudiosos de ciencias matemáticas y experimentales de cada país. Y entre ellos, incluso en tiempos de Pío XII, había ilustres estudiosos judíos.

En su magisterio, Pío XII quiso eliminar afirmaciones de incompatibilidad entre la fe y la ciencia. No se celebró congreso científico de alto y altísimo nivel sin que él le dedicara un discurso perfectamente informado, tan iluminador que asombraba a los ilustres representantes de la ciencia. Discursos que escribía personalmente y que preparaba comenzando en algunos casos, como los de la Santa Navidad, incluso meses antes, tras pedir que se le facilitara la bibliografía y toda la información más actualizada sobre la materia. A veces, cuando tenía que afrontar temas como la medicina, la física, la astronomía y otros de carácter altamente científico, tras redactar el discurso invitaba a una persona de confianza, maestro en la materia tratada, y le pedía que en una sala que estaba al lado de su estudio examinara y corrigiera el texto, y no le gustaba que no le corrigieran nada. Personalmente pude tocar con mis propias manos estas circunstancias particulares.

Cuando, después de su muerte, recogí y publiqué en un volumen los Discursos a los médicos de Pío XII[8], en todas partes se reconoció que el Papa había afrontado con escrupulosa diligencia, gran sabiduría, y agudo sentido de anticipación los problemas más graves relacionados con la medicina y la moral.

Los Discursos a los médicos de Pío XII son un verdadero manual, que para mí y mis colaboradores fue fundamental a la hora de redactar, treinta años más tarde, la primera Carta de los Agentes sanitarios[9].

La Basílica de San Pedro durante el Concilio Ecuménico Vaticano II

Aunque temas como la anestesiología, la cirugía de los transplantes, la regulación lícita de los nacimientos, la eutanasia y la ingeniería genética no tenían en los años 40 y 50 la resonancia que tienen hoy, los principios morales dictados por Pío XII sobre estos temas siguen sin ser superados[10].

Se reconoce justamente, por ello, que con la Humani generis[11] Pío XII levantó un puente de extraordinaria eficacia para el encuentro entre ciencia y fe. Esta encíclica, de hecho, no solo deshizo graves errores, sino que representó una fuerte afirmación de respeto pleno no solo hacia la luz que la verdad saca de la Revelación, sino también hacia la aportación insustituible de la razón humana[12]. Como escribió el cardenal Siri, «la encíclica Humani generis representa una «Suma» que ha de tenerse presente»: una «Suma» que le hizo decir a Juan XXIII que «Pío XII había realizado, en su pontificado, una enciclopedia teológica».

También la sensibilidad y las problemáticas sociales afrontadas por la Gaudium et spes habían encontrado eco en el magisterio y el ministerio de Pío XII.

Sobre el deber de los cristianos de comprometerse en la solución de la cuestión social, Pío XII había hablado desde el comienzo de su pontificado, en el mensaje radiado del 1 de junio de 1941 en conmemoración del cincuenta aniversario de la publicación de la Rerum novarum de León XIII[13].

No me detengo en las ACLI [Asociaciones Cristianas Trabajadores Italianos, n. de la r.], que, a partir del primer encuentro que tuvieron con Pío XII el 11 de marzo de 1945 hasta el inolvidable 1 de mayo de 1955 en la plaza de San Pedro, encontraron en el Papa un guía fuerte y vigilante, preocupado sobre todo por dar una sólida formación al obrero católico[14].

Me voy a limitar, por lo que se refiere a la sensibilidad de Pío XII por los problemas sociales, a recordar dos detalles[15].

Durante la construcción de la iglesia y las estructuras parroquiales de San León Magno en Roma, en el año 1952, se nos comunicó el deseo del Papa de reunirse con quienes construían la obra. Quiso recibirnos en el Vaticano el 12 de marzo de 1952, aniversario de su coronación como pontífice, y la confirmación de la audiencia nos llegó de sorpresa. Llegamos casi sin respiración a la Sala del Trono: los obreros iban con sus monos, polvorientos y remendados, tocados con gorros hechos de hojas de periódicos. El Papa se mostró extraordinariamente afable, mezclándose con los obreros y dialogando con todos[16].

Pero, a propósito de la sensibilidad social de Pío XII, quiero recordar también otro detalle. La carta pastoral colectiva publicada en 1962 por el episcopado chileno, El deber social y político en la hora presente, lleva como texto base estas palabras de Pío XII: «La paz no tiene nada en común con aferrarse dura y obstinadamente, con tenaz e infantil cabezonería, a todo lo que ya no existe... Para un cristiano conciente de su responsabilidad incluso hacia el más pequeño de sus hermanos, no existe ni la tranquilidad indolente ni la fuga, sino la lucha, el trabajo contra toda inactividad y deserción, en la gran contienda espiritual en que se juega la construcción, o mejor dicho, la propia alma, de la sociedad futura»[17].

A nadie se le escapa la previsora intuición de Pío XII sobre los graves problemas que estaban surgiendo en el sur del mundo. Por lo demás, sus intervenciones en tema social ocupan amplio espacio en las colecciones de documentos sociales de los Papas de nuestro tiempo[18].

Cuando en 1943 se publicó la encíclica Divino afflante Spiritu[19] sobre la renovación de los estudios bíblicos, las directivas pontificias parecieron hasta audaces. Dado que pocos meses antes, el 29 de junio, el Papa había publicado la encíclica Mystici Corporis, hubo quienes manifestaron su asombro por el hecho de que en pleno desarrollo del segundo conflicto mundial el Papa destacara tanto problemas que podían parecer abstractos. En realidad aquellas dos encíclicas fueron proféticas y en ellas se inspiraron, más adelante, con especial frecuencia, los documentos del Concilio Vaticano II.

Por lo que se refiere al ecumenismo, como dijo el cardenal Agostino Bea, tanto en referencia a la encíclica Mystici Corporis[20], como a otros documentos de Pío XII, «habría muchas cosas hermosas que decir que muchos ni siquiera sospechan»[21].

Una última anotación quiero dedicársela a la solicitud de Pío XII hacia la estructura interna de la Iglesia.

Cierta costumbre extendida que desdeña poco encomiablemente los méritos de Pío XII lleva a ignorar, por ejemplo, que fue precisamente él, diez años antes del comienzo del Concilio, quien quiso que también en Italia se creara la Conferencia episcopal. El retraso de Italia en este campo tenía muchas razones, casi todas debidas a las consecuencias del final del Estado pontificio y de las difíciles relaciones, hasta la Conciliación, entre la Santa Sede y el Estado italiano.

Con loable iniciativa, L'Osservatore Romano, en fecha 20 de mayo de 2002, publicó como suplemento el texto de la conferencia pronunciada en el Instituto Patrístico Augustinianum por el profesor Andrea Riccardi sobre los cincuenta años de la CEI[22]. La reconstrucción evidencia que fue precisamente Pío XII quien impulsó la creación de la Conferencia Episcopal Italiana[23].

Entre las mayores innovaciones del Vaticano II se cuenta la reforma litúrgica. Hoy se reconoce que sus pilares fueron sentados en 1947 por Pío XII con la encíclica Mediator Dei[24]. Lo mismo ha de decirse sobre la internalización de la Curia romana y del Colegio cardenalicio, y de la simplificación de la ropa de los distintos grados de prelado.

Alguien ha escrito que Pío XII, en un período en que las vocaciones abundaban, había previsto también la crisis de vocaciones sacerdotales y religiosas que se daría a partir del posconcilio. Es cierto. Desde hace más de treinta años la Iglesia, sobre todo en los países de tradición cristiana secular, padece una grave crisis de vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada. Quisiera recordar que ya en 1950 Pío XII, con la exhortación apostólica Menti nostrae, pese a no hablar de inminente crisis de vocaciones, había tocado el fondo del problema, diciendo sin ambages que lo que garantizara el florecimiento de las vocaciones no podía ser el recurso a la oración. En un período en que los seminarios menores y mayores y los colegios religiosos estaban abarrotados de candidatos, el Papa —con gran realismo y apertura de espíritu— insistía en la necesidad «de cuidar de manera particular la formación del carácter del muchacho, desarrollando en él el sentido de responsabilidad, la capacidad de juicio, el espíritu de iniciativa». Invitaba a los responsables de la formación a «recurrir con moderación a los medios coercitivos, aligerando, conforme los jóvenes crecen, el sistema de la rigurosa vigilancia y las restricciones, encaminando a los jóvenes a guiarse por sí mismos y a sentir la responsabilidad de sus propias acciones». En fin, disponía que los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa consiguieran los títulos de estudio públicos para que no ocurriera que su perseverancia se debiera al temor de que abandonando por falta de vocación el seminario se encontraran en la situación recordada por el Evangelio: «Fodere non valeo, mendicare erubesco»: «No soy capaz de trabajar la tierra, pero me avergüenzo de ir a pedir limosna» (Lc 16, 3)[25].

Estas directivas, por desgracia, fueron en gran medida desatendidas; si hubieran sido tenidas en la debida consideración, quizá se hubiera evitado la dolorosa hemorragia que tuvo lugar posteriormente[26]. Quisiera además hacer notar que este documento —que contaría con el honor de representar un cuarto de las 48 citas contenidas en el decreto conciliar Optatam totius, sobre la formación sacerdotal— salía en un año que no se iba a recordar solo por el Jubileo y la definición dogmática de la Asunción corporal de María al cielo, sino por algunos acontecimientos gravísimos que golpeaban el corazón de la Iglesia en el Este europeo en vías de sovietización: iniciaba la era de la «Iglesia del silencio»; tenía lugar la supresión de los seminarios y de los institutos religiosos y el traspaso al Estado de sus bienes; arreciaba la persecución contra los pastores; fue despiadada la detención del primado de Hungría, el cardenal József Mindszenty, arrestado el 27 de diciembre de 1948; idéntica y más despiadada suerte le esperaba al arzobispo de Zagreb, cardenal Alojzije Stepinac.

En Occidente predominaba el optimismo de la reconstrucción posbélica, pero Pío XII, en 1952, lanzaba desde Roma —por desgracia también esta vez sin ser suficientemente escuchado— una misión de renovación que debía afectar, partiendo desde el centro de la cristiandad, a toda la Iglesia.

El gran Pontífice presentía que la oleada de laicismo, de secularización, de exasperado individualismo, de creciente hedonismo y consumismo que invadía a Occidente afectaría también dentro de la Iglesia.

Tampoco hay que olvidar que Pío XII comprendió y valoró al máximo, en su tiempo, los medios de comunicación de masas. Si desde la prudencia manifestada por Pío XI con la encíclica Vigilanti cura (29 de junio de 1936) se pasó a la posición enteramente a favor y constructiva de la encíclica Miranda prorsus (8 de septiembre de 1957), preparando el decreto conciliar Inter mirifica, ello se debió sobre todo a la importancia otorgada por Pío XII a la utilización —para la evangelización— de los medios de comunicación de masas.

Los mensajes radiados de Pío XII, que a partir de su elección se convirtieron en el instrumento de su magisterio universal, representaron durante los años de la guerra el llamamiento más incansable a la paz y, en los años siguientes, una decisiva orientación a la formación de las democracias modernas. Sin hablar de su relevancia para la guía de la Iglesia y el servicio a su unidad. Téngase presente, en efecto, que no existían todavía las Conferencias Episcopales ni se celebraban las asambleas de los Sínodos de los Obispos.

El pontificado de un hombre de Dios

Hay un dato que enlaza toda la actividad, todo el magisterio y el ministerio de Pío XII y que explica su firmeza frente al error, su caridad desmesurada hacia los débiles, los perseguidos y los necesitados, su atención a todos los problemas de la sociedad moderna. Este elemento unificador era debido a la conciencia fuerte y a la vez sufrida de la dimensión espiritual de su pontificado.

La santidad de Pío XII es lo que de este Pontífice no necesita ser defendido, sino ser conocido.

La figura hierática de Pío XII era el espejo de su perfil interior y espiritual. No solo fue un gran hombre; fue un gran hombre de Dios.

Su condena de los errores que provocaban desgracias en el plano político y social partía del deseo irresistible de poner en guardia de los peligros del ateísmo, convencido como estaba de que sin Dios no puede existir ni libertad, ni justicia, ni paz. De la misma persecución sufrida por la Iglesia en la Unión Soviética y en los países de la Europa oriental le hería y era motivo de indecible sufrimiento ante todo y sobre todo el ateísmo en que estaba basada. Sus referencias al materialismo y al comunismo siempre van acompañadas de la calificación de ateo.

Me limito a un detalle que considero emblemático. Cuando se habla, sobre todo por parte de la prensa, de Juan XXIII, se subraya como distinción innovadora suya la que él solía repetir: es decir, la distinción entre error y el que yerra : hay que condenar el error, hay que acercarse, comprender, perdonar al que yerra. Posición incontrovertible, como es obvio. Pues bien, en 1952, en un momento en que el enfrentamiento con el comunismo ateo era durísimo, Pío XII publicó una carta apostólica dirigida a los «queridísimos pueblos de Rusia» en la que, precisamente refiriéndose al comunismo ateo, reafirmaba la referida distinción y lo hacía, según acostumbraba, con una claridad extraordinaria. Dice el documento: «Como requiere la conciencia de los deberes de nuestro cometido, sin duda hemos condenado y rechazado los errores sostenidos por los fautores del comunismo ateo que éstos tratan de todas las maneras de difundir con enorme daño para los ciudadanos y con suma creación de división; en cuanto a los que yerran, en cambio, no solo no los rechazamos, sino que deseamos ardientemente que regresen a la verdad y a la recta conducta»[27].

Hombre de Dios, se alimentaba de la oración. Cuando rezaba, a veces se quedaba tan absorto que no oía ni siquiera a quien le llamaba ni notaba al familiar canario que se posaba y cantaba chillonamente sobre sus manos juntas. La oración fue una de las características que lo distinguió desde joven, como atestigua un testimonio libre de toda sospecha como lo es Ernesto Buonaiuti[28].

Pío XII, además, fue un gran asceta. Hombre de agudísima inteligencia, de severa preparación conseguida en años en que desempeñó responsabilidades muy delicadas, alcanzó un equilibrio interior que fue sin duda alguna fruto de un largo aprendizaje.

Trabajador incansable, se sometía a una disciplina rigurosa. Se quedaba en su escritorio hasta bien entrada la noche. Sus pausas de trabajo eran pausas de oración. Su ascetismo se reflejaba en su habla, en sus gestos, en la atención que sabía prestar a todo y a todos y en la necesidad de conocer, en todo momento y situación, la verdad que defender y el error que combatir.

La disciplina interior había madurado en él mediante la formación de una conciencia integérrima que se reflejaba en la seriedad y propiedad del lenguaje, que aborrecía cualquier forma de ambigüedad.

Fue asceta porque fue amante de la penitencia en el significado espiritual y místico del término.

En fin, Pío XII fue un verdadero y gran pastor. El jesuita padre Agostino Bea, que fue su confesor y fue creado cardenal por Juan XXIII, escribió: «Quizá se necesitarán decenios, probablemente siglos, para medir la grandeza de Pío XII y su influjo en la Iglesia y, digamos también, en la historia de la humanidad»[29]. Afirmación sin duda alguna hiperbólica por lo que se refiere a los tiempos, pero clara por expresar la grandeza no común del Pontífice verdaderamente sumo, y muy indicativa para sostener que la figura y la obra de Pío XII son una rica mina por los tesoros naturales y sobrenaturales que contiene.

Como gran pastor, abriéndose con grandes encíclicas, como la Humani generis, a las instancias de la cultura moderna, Pío XII cerró de hecho la atormentada fase del movimiento modernista.

Con la definición del dogma de la Asunción corporal de María y con el impulso dado a la piedad mariana, le devolvió el honor a la mariología y al culto mariano.

Grandes personajes que se acercaron a Pío XII lo paragonaron a León Magno, a Gregorio VII, a León XIII. Sin duda alguna contribuyó, como pocos, a dar a la Iglesia un prestigio moral fuertemente resquebrajado desde los tiempos de la Revolución francesa y desde la afirmación de los sistemas liberales del siglo XIX.

No voy a detenerme en Pío XII como hombre de la caridad, entendida como alma y apoyo de la justicia. Me limitaré a señalar un libro, sin duda no uno de los más difundidos, de don Primo Mazzolari, que, también bajo Pío XII, hay quienes se obstinan en considerar que fue blanco de incomprensiones y hostilidades que quieren achacarse al propio Pontífice[30].

En 1956 don Mazzolari —que ya en 1934 había sido amonestado por el Santo Oficio por su comentario a la parábola del Hijo pródigo La gran aventura— aceptó la invitación que le había dirigido monseñor Ferdinando Baldelli, presidente de la Pontificia Obra de Asistencia, para describir el ministerio de caridad de Pío XII.

El libro La caridad del Papa es, quizás, el retrato más hermoso de Pío XII, el Papa de la caridad. Me limito a una cita sacada de este escrito de don Mazzolari: «Nuestra generación tuvo una existencia muy atribulada, pero nadie como nosotros tuvo la gracia de ver erigirse sobre tanto mal la maternal piedad de la Iglesia, de modo que narrándola sentimos que podemos repetir con san Juan: «Lo que mis ojos han visto, lo que mis manos han tocado del Verbo de caridad, esto ahora lo anunciamos»[31].

Encontré por última vez a Pío XII el 6 de octubre de 1958, tres días antes de su muerte. Pese a su delicada salud había querido hablar a los participantes en el X Congreso Nacional de la Sociedad italiana para la cirugía plástica. En aquella circunstancia, con modernísima intuición, definió a la cirugía plástica «una ciencia y un arte, ordenados, en sí mismos, en beneficio de la humanidad y, además, por lo que se refiere a la persona del cirujano, una profesión en la que están comprometidos también importantes valores éticos y psicológicos»[32]. ¡Y no eran tiempos en los que se recurría como hoy a la cirugía plástica!

En 1957, con el profesor Luigi Gedda, conseguí que el Papa escribiera de su puño y letra la «Oración del médico». Quiso entregarla en copia autógrafa. Una oración que conjuga de manera admirable la ética hipocrática y la visión cristiana de la vida. La oración fue leída por primera vez por el padre Pío de Pietrelcina en San Giovanni Rotondo, en la clausura del VII Congreso Nacional de Médicos Católicos italianos, celebrado en Bari el mes de mayo de 1957.

Varias veces, especialmente en los últimos cinco años de su pontificado, Pío XII estuvo gravemente enfermo y se temió por su vida.

Abundan los testimonios sobre su preparación al encuentro con el Señor y sobre el ejemplar valor con que aceptó y vivió su sufrimiento.

Conclusión

Redescubrir a Pío XII es redescubrir no solo un gran Pontífice, una figura que marcó la historia del siglo XX, sino redescubrir a un santo.

El padre Burkhart Schneider, el jesuita que fue codirector de la obra Actes et Documents du Saint Siège relatifs à la seconde guerre mondiale, concluyendo su agudo perfil de Pío XII, escribía: «Sobre la vida y el pontificado de Pío XII se cierne una fatalidad trágica: no poder, ante todo, impedir ni abreviar la Segunda Guerra Mundial, con todos los horrores que ésta conllevaba. Pero si alguien examinara y ponderara sin prejuicios las fuentes directas, hasta ahora desconocidas, deberá admitir que Pío XII quiso lo mejor y que puso todo lo que estaba en su poder y todas sus fuerzas, íntegramente, al servicio de la Iglesia de Cristo y de la humanidad»[33].

Notas

[1] G. Siri, Pío XII a 25 anni dalla sua morte, Roma 1983, pág. 10.

[2] Cf. Concilio Ecumenico Vaticano II. Costituzioni, decreti, dichiarazioni, Edizioni Domenicane, Alba 1996, «Indice del magisterio pontificio», págs. 608-609.

[3] G. Caprile (editor), Il Concilio Vaticano II. Cronache del Concilio Vaticano II edite da «La Civiltà Cattolica». L'annuncio e la preparazione, 1959-1962», vol. I, parte I, 1959-1960, p. 15.

[4] Ibid., p. 15, nota 1: «Conseguidas las debidas autorizaciones, hemos podido consultar numerosos documentos de primera mano guardados en el archivo de la Congregación para la Doctrina de la fe».

[5] L'Osservatore Romano, 19 de marzo de 1979, pág. 1.

[6] Ibid., págs. 30-32.

[7] En las muchas relaciones y comunicaciones del encuentro mundial (Loreto, 9-11 de noviembre de 1995) sobre «Gaudium et spes. Bilancio di un trentenio», que luego fue objeto de un número entero de la revista del Pontificio Consejo para los Laicos, Laici oggi (n. 29, 1996, págs. 1-289), no hay trazas de este documento preparado bajo Pío XII, el cual, en todo el abultado volumen, es mencionado fugazmente una sola vez (pág. 228).

[8] Pío XII, Discorsi ai medici, preparado por Florenzo Angelini, Orizzonte Medico, Roma 1961.

[9] Carta degli Operatori sanitari, preparado por el Pontificio Consejo de la Pastoral para los Agentes Sanitarios, Roma 1994.

[10] Un ejemplo entre muchos. Como respuesta a la pregunta que le planteó la Sociedad italiana de anestesiología, exponiendo el 28 de febrero de 1957 el pensamiento de la Iglesia, declaró lícita la suministración de narcóticos destinados a evitar al paciente dolores insoportables, debidos a tumores inoperables o a enfermedades incurables, aunque dichos narcóticos favorecieran la abreviación de la vida, a condición de que no hubiera ningún vínculo de causa directa entre la narcosis y la abreviación de la vida. Con esta enseñanza, el gran Pontífice entrevió con antelación la concretización del problema de la eutanasia (cf. Discorsi ai medici, cit., págs. 571-581).

[11] Carta encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950), en Acta Apostoicae Sedis 42 (1950).

[12] G. Siri, Pio XII a 25 anni dalla sua morte, cit., p. 10.

[13] Cf. F. Storchi, I documenti di Pio XII sull'ordine sociale, Ave, Roma 1944, p. 142.

[14] «No es raro el caso en que el obrero católico, por faltarle una sólida formación religiosa, se encuentra desarmado, cuando se le proponen falsas ideas sobre el hombre y el mundo, sobre la historia, sobre la estructura de la sociedad y de la economía. No es capaz de responder, y a veces se deja incluso contaminar por el veneno del error. Esta formación la han de mejorar continuamente las ACLI, persuadidas como están de que ejercen de este modo ese apostolado del trabajador entre los trabajadores que Nuestro Predecesor Pío XI de f.m. deseaba en su encíclica Quadragesimo anno» (en I. Giordani [editor], Le encicliche sociali dei papi, Studium, Roma 1956, pág. 1041).

[15] Cf. F. Angelini, La mia strada, Rizzoli, Milán 2004, págs. 159-160.

[16] Cf. A. Bozuffi, Gli uomini hanno trent'anni, Editrice Domani, Roma 1952, págs. 243-244.

[17] Citado por Visión cristiana de la Revolución en América Latina, Centro Bellarmino, Santiago de Chile 1963, número especial de la revista Mensaje, 115, 1963, pág. 29.

[18] Cf. I. Giordani (editor), Le encicliche sociali dei papi, Studium, Roma 1960.

[19] Carta encíclica Divino afflante Spiritu (30 de septiembre de 1943), en Acta Apostolicae Sedis 35 (1943).

[20] Carta encíclica Mystici Corporis (29 de junio de 1943), en Acta Apostolicae Sedis 35 (1943).

[21] A. Bea, L'unione dei cristiani, Roma 1962, pág. 203.

[22] Cf. L'Osservatore Romano, 22 de mayo de 2002, suplemento.

[23] Ibid.: «En 1952, el Papa convocó a los presidentes de las Conferencias Episcopales regionales italianas. Esta decisión de 1952 es un giro histórico. 1952 es un año especial. En febrero de 1952 se producía una importante movilización, encabezada por el padre Lombardi, para «un mundo mejor»: el despertar de los católicos se debía acompañar con el compromiso de hacer más compacta y presente a la Iglesia. El padre Lombardi criticaba la fragmentación de las iniciativas y de las instituciones y, ya en 1948, había lanzado la idea de una reunión de los obispos italianos. Pío XII, sin seguir al jesuita en todos sus análisis, estaba preocupado por la marcha del catolicismo, sobre todo después del 18 de abril de 1948, en relación con las izquierdas en el país y en Roma (1952 es el año de la llamada «Operación Sturzo»): era sensible a la visión del padre Lombardi que proponía también una reforma de la actividad de los obispos y de las diócesis. En 1952, con el «mundo mejor», Pío XII deseaba un «poderoso despertar», pero también un «sabio encuadre» y un «sesudo uso» de las fuerzas católicas. En este clima tiene lugar la primera reunión de los presidentes de la CEI en Florencia bajo la presidencia del cardenal Schuster, el más anciano de los purpurados. En Florencia, los obispos son llamados a hablar de la «vida cristiana», del clero secular y regular, y del laicado, según lo que escribe monseñor Urbani, asistente de la Acción Católica y secretario de la reunión. La iniciativa del encuentro hay que adjudicársela al cardenal E. Ruffini de Palermo, que presidía una conferencia regional muy trabajadora. El cardenal había hablado de ella al Papa: «¿... y por qué no? De acuerdo. Lo hacen también en otros países», habría dicho Pío XII. El cardenal Siri había apoyado la idea. Ruffini explica la función de la reunión: «Escuchar los deseos de todos los obispos; alcanzar un punto común de entendimiento en algunas cuestiones; presentar al Papa algunas conclusiones. Habrá de tenerlas en cuenta. Listos para obedecer. Es una hermosa ocasión para emprender iniciativas, reformas». Estos son los objetivos de la primera reunión y de las posteriores. Hay reticencias por parte de los obispos que no quieren ir más allá de una función consultiva. Cuando, un año después, se discute sobre la eventualidad de una carta colectiva del episcopado, el propio Ruffini se muestra contrario: «Un documento del episcopado italiano sin la firma de su Primado, sería un acta incompleta...». En Italia —afirma— la situación es especial. Aquí los obispos nunca han tenido una actividad colectiva distinta de la Santa Sede. Siri es favorable como Lercaro y Roncalli. Los años del origen arrojan luz sobre una realidad: es la Santa Sede quien siente la necesidad de otorgar mayor responsabilidad a los obispos. Quizá el aspecto predominante es la consulta interna del episcopado. El primer acto público es la carta del 2 de febrero de 1954 para el Año mariano, firmada por los presidentes de las regiones conciliares. Y no lleva la firma del Papa. Los firmatarios afirman que se hacen intérpretes de todos los obispos italianos».

[24] El documento fue publicado el 23 de septiembre de 1950 (cfr. Acta Apostolicae Sedis 42 [1950], págs. 617-702).

[25] Ibid., «Normas prácticas».

[26] Cf. E. Colagiovanni, Crisi vere e false nel ruolo del prete, Città Nuova, Roma 1973, págs. 133 y sigs.

[27] «Utique errores —quod officii Nostri conscientia postulat— damnavimus atque reiecimus, quod athei comunismi fautores praedicant, ac summo cum civium damno summaque iactura propagare enituntur: sed errantes, nedum respuamus, ad veritatem ad frugemque bonam redire cupimus» (carta apostólica Carissimis Russiae populis, 7 de julio de 1952, en Acta Apostolicae Sedis 44 [1952], págs. 505-511).

[28] Ernesto Buonaiuti, recordando el día de su primera misa en la Iglesia Nueva en Roma (19 de diciembre de 1903), escribe: «En aquel mismo altar de san Felipe no mucho antes había celebrado su primera misa un sacerdote romano que vivía también cerca de la Iglesia Nueva y que yo veía frecuentemente bajo las bóvedas de la iglesia y al que admiraba por su edificante piedad: el sacerdote Eugenio Pacelli» (en Pellegrino di Roma. La generazione dell'esodo, Laterza, Bari 1964, pág. 46).

[29] Ibid., p. 395.

[30] P. Mazzolari, La carità del Papa. Pio XII e la ricostruzione dell'Italia (1943-1953), Edizioni Paoline, Cinisello Balsamo 1991.

[31] Ibid., p. 134.

[32] Pío XII, Discorsi ai medici, cit., p. 717.

[33] B. Schneider, Pio XII. Pace, opera della giustizia, Edizioni Paoline, Roma 1984, págs. 104-105.

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