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Un mejor concepto de la libertad

El 31 de octubre de 1958, Isaiah Berlin pronunció su conferencia inaugural como Profesor Chichele de Teoría Política y Social en Oxford. Llamada «Dos Conceptos de la Libertad», fue, según Michael Ignatieff, el biógrafo autorizado de Berlin, «la conferencia más influyente que diera nunca».

En realidad, uno puede argumentar que los «Dos Conceptos de la Libertad» de Berlin fue uno de los ensayos políticos más importantes del siglo XX, porque aclaró un importante elemento en la prolongada confrontación entre las imperfectas democracias de Occidente y la perfecta tiranía de la Unión Soviética. Más aún, el ensayo de Berlin defendía el proyecto liberal-democrático de una manera que reforzaba el consenso liberal anticomunista que los historiadores todavía asocian con hombres como el presidente Truman, el secretario de Estado Dean Acheson, los presidentes John F.Kennedy y Lindon Johnson, y con los senadores Hubert H.Humphry y Henry M.Jackson. Ese consenso se sostuvo lo suficiente como para garantizar que la causa de la libertad se impusiera sobre el totalitarismo marxista-leninista. Pudo conseguirlo al verse intelectualmente profundizada por pensadores conservadores y neoconservadores, y políticamente reforzada por importantes dirigentes en los años 70 y 80.

Isaiah Berlin, un historiador de las ideas que se había criado en Riga y Petrogrado, había visto los efectos políticos y humanos de las ideas apasionadamente sentidas. Berlin sabía que las ideas no son juguetes intelectuales, que tienen consecuencias, para bien y para mal, en lo que hasta los intelectuales llaman «el mundo real». En «Dos Conceptos de la Libertad», Berlin montó una amplia defensa de lo que él comprendía como la idea liberal de la libertad contra sus principales competidores modernos: el fascismo y el comunismo. Al mismo tiempo, suscitó alarma contra lo que consideraba como la tendencia de la teoría socialdemócrata a debilitar la libertad individual en nombre de otros bienes sociales. Como señala el titulo de su conferencia, la intención básica de Berlin era distinguir entre la «libertad negativa» y la «libertad positiva» y luego defender la primera como el único concepto de la libertad que podía ponerse en práctica en el «mundo real» de intereses inevitablemente contradictorios, diversos conceptos del bien, y proyectos humanos competitivos.

Para Berlin, la «libertad negativa» era la libertad de: libertad de interferencia en asuntos personales, que implica la limitación del poder del Estado dentro de un fuerte marco legal. Como sintetiza Ignatieff, el propósito esencial de la comunidad política liberal es crear las circunstancias públicas en las que se deja solos a los hombres para «que hagan lo que quieran, siempre que sus acciones no interfieran con la libertad de los demás». La «libertad positiva» por otra parte, era libertad para: libertad para poner en práctica algún bien mayor en la historia. En el centro de los proyectos fascista y comunista, advertía Berlin, había una determinación de usar el poder político para liberar a los seres humanos, les gustara o no, con el objetivo de realizar algún fin histórico superior. Esa determinación, decía Berlin, inevitablemente conducía a la represión.

Isaiah Berlin no era un libertario. Más bien, era un hombre que había trabajado antes en la intersección de las ideas y el poder durante su servicio en la embajada británica en Washington durante la Segunda Guerra Mundial. Era un exponente ruso-anglo del liberalismo americano del New Deal: un liberal que creía que el gobierno tenía la obligación de asegurar las condiciones económicas, sociales y educativas que permitan a las personas el verdadero ejercicio de su libertad. Berlin, sin embargo, rompió con la izquierda social-demócrata al insistir en que la libertad, la igualdad y la justicia estaban, están y estarán siempre en tensión mutua.

Berlin nunca estuvo dispuesto (o quizás nunca pudo) precisar las tensiones o definir las fronteras entre la libertad y la justicia. Con todo, su insistencia en que la política no es terapia, su resuelto rechazo a negar la realidad de los conflictos entre los distintos bienes sociales, y su insistencia en que la política utópica inevitablemente se convierte en política coercitiva (y, en el mundo moderno, en política coercitiva extraordinariamente brutal) fueron todas ideas importantes a defender en Europa y en Estados Unidos contra los utopistas coercitivos del siglo XX. En ese sentido específico, Berlin fue un campeón del pluralismo en una época en que demasiados teóricos políticos habían echado su suerte con monismos de un tipo o de otro, monismos también conocidos como totalitarismos del tipo más letal. Berlin sugería que un robusto pluralismo era tanto una expresión de la libertad correctamente vivida como la garantía más segura de la libertad política.

Isaiah Berlin, por consiguiente, merece considerable crédito por identificar la perversión de la libertad que se encontraba en la raíz del proyecto totalitario, y por defender un concepto de libertad como no interferencia que, al establecer límites legales al poder coercitivo del Estado, tiene profundas resonancias en la tradición política americana. Y, sin embargo, 44 años después de «Dos Conceptos de la Libertad», uno tiene que preguntarse si el análisis de Berlin sobre el problema de la libertad es verdaderamente adecuado.

En una reflexiva evaluación de los logros de Berlin (»Una disensión sobre Berlin», Commentary, febrero 1999), Norman Podhoretz ha planteado que, pese a sus importantes contribuciones, el ensayo de Berlin es, en el fondo, intelectualmente insatisfactorio: no propone una defensa de principios del pluralismo sino sólo una defensa pragmática. Y no confronta satisfactoriamente un problema que nota pero que nunca aborda seriamente: el problema del relativismo moral. Porque aunque Berlin reconoció correctamente, en las palabras de Podhoretz, «la flojera que puede desarrollarse a partir del rechazo de cualquier absoluto y la correspondiente incapacidad para desarrollar convicciones firmes», su escepticismo liberal sobre la posibilidad de tener «convicciones firmes» filosóficamente defendibles no podía proporcionar ningún antídoto a esa «flojera».

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