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Un rumor persistente

Se dice que la existencia de Dios no es un invento

Parecía que la cuestión ya estaba solventada. Al fin y al cabo, se trataba de una vieja polémica. Y no poca gente, aunque no hubiera adoptado una postura definitiva, no tenía ya ganas de volver a discutir el asunto. Los interesados en que no se tratara el tema querían dar la impresión de que cada vez se le concedería menor atención. Pero recientemente nos hemos percatado de que no es así. Se esta difundiendo un rumor persistente que se refiere precisamente a Dios. Y se dice que su existencia no es un invento, sino que realmente hay un Dios que ha creado el mundo y que se preocupa de los seres humanos. Lejos de disminuir, la especie de que Dios no está muerto, de que está tan vivo como siempre se propaga día a día.

Ha sido el pensador alemán Robert Spaemann quien ha llamado la atención sobre este fenómeno. Y, en mi caso, un profesor de la Universidad Complutense, llamado José María Barrio, me ha hecho caer en la cuenta del interés y actualidad de este planteamiento, sobre todo en España. Porque desde hace décadas la Piel de Toro se caracteriza por su atraso en la percepción de los acontecimientos culturales.

Aquí, casi todas las novedades intelectuales nos llegan recalentadas y ya aderezadas. Padecemos una rara especie de paternalismo. Hay unos presuntos pensadores y científicos que, a fuerza de alabarse unos a otros e ignorar a los que se hallan fuera de su círculo de influencia, casi han logrado constituirse en nuestra élite directiva.

Pero, por mucho que ignoren las cuestiones más candentes, éstas reaparecen siempre de nuevo. El secularismo obligatorio —muy poco ilustrado— que pretende convertirse en doctrina oficial es un producto intelectual de baja categoría. Tan difícil de digerir como dificultosas de tragar son las piedras de molino. Sólo un par de ejemplos. Se pretende hacer creer al personal que la nueva física ha convertido en obsoleta e inaceptable la idea de que el mundo ha sido creado cuando, en rigor, la aceptación casi unánime de la teoría del Big Bang ha vuelto a poner la perspectiva creacionista en la agenda de las grandes discusiones científicas. La gran explosión inicial no tiene por qué coincidir con el inicio temporal del universo, pero desde luego no impugna la creación, sino todo lo contrario.

En el terreno ético, machacaron nuestras mentes con la necesidad de investigar con células madre embrionarias, pero bien que se han callado que las únicas células que han tenido viabilidad terapéutica han sido las adultas, cuya utilización médica no plantea ningún problema bioético.

Casi parece infantil esta burda administración de proclamas y silencios. Pero más triste es el espectáculo de quienes la aceptan dócilmente y temen argüir algo que roce lo políticamente incorrecto. Lo que se está manifestando, en el fondo, es una notoria inmadurez social y política.

Si los clásicos sabían que —para salir adelante en una discusión— es necesario distinguir, nuestros mentores oficiales están seguros de que —para manipular al público— basta con confundir. Puestos a mezclar las cosas, sitúan en el mismo plano la política y la religión; piensan que los obispos cursan misteriosas instrucciones a los católicos; intentan pasar la divulgación de escaso nivel como actualidad científica; nos hacen creer que atenerse a la verdad de las cosas es propio de talibanes, mientras que la admisión de una ética objetiva define a los ultraconservadores. Se trata de toda una mitología que algunos no estamos dispuestos a seguir deglutiendo silenciosamente.

El rumor persistente incluye, como corolarios, que la admisión de un Dios creador y providente abre un amplio campo de autonomía para las realidades temporales y, en consecuencia, para la libertad política. Los cristianos, desde hace casi dos milenios, hemos ido avanzando en la propuesta de una imagen del mundo mucho más diversificada y abierta que la de cualquier modelo cosmológico de cuño pagano, panteísta o totalista. Bastaría recapacitar en el sentido moderno de la memoria, que no procede —según algunos piensan— de Rousseau, sino de San Agustín, cuya fuente principal de inspiración es precisamente la Biblia.

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