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Amar nuestro mundo

Había una vez un chiquillo que comenzó a barruntar el amor... Así se expresaba un sacerdote, despersonalizando su propia biografía. ¿Quién no ha comenzado a barruntar el amor? Referido a Dios o a la persona humana —quizá a los dos juntos—, todos hemos vivido un momento en el que empezamos a querer de un modo nuevo, sin dejar de amar a padres y hermanos, cuyo cariño nació con la propia vida. Aquel chiquillo era el fundador del Opus Dei, que narraba sus propias peripecias para sacar adelante un encargo divino, algo muy sencillo, porque así es el querer de Dios, aunque no siempre sea comprensible para nosotros. Lo que san Josemaría «vio», hace ochenta años —la cifra bien merece un recuerdo-, era un espíritu que daba vida a la idea de una multitud de personas buscando a Cristo en el desempeño de cualquier actividad honesta del mundo. Cristianos corrientes que se interesaran por la santidad vivida de modo normal, sencillo, sin rarezas, pero con la valentía de confesar a Dios en su medio existencial. Con el bagaje de su preparación profesional, con la vida sacramental y la oración. Y con el de sus defectos para luchar.

Declaró san Josemaría: «el Opus Dei pretende ayudar a las personas que viven en el mundo —al hombre corriente, al hombre de la calle—, a llevar una vida plenamente cristiana, sin modificar su modo normal de vida, ni su trabajo ordinario, ni sus ilusiones y afanes». Santidad y mundo no son dos realidades en pugna, como tampoco existe en el binomio fe-razón. Juan Pablo II, que definió a san Josemaría como el santo de lo ordinario, después de afirmar que es una de esas figuras insignes que iluminan la historia, añadía que «recordó al mundo contemporáneo la llamada universal a la santidad y el valor cristiano que puede adquirir el trabajo profesional, en las circunstancias ordinarias de cada uno».

Detrás de estas ideas late un gran amor al Dios encarnado —que hace suyo todo lo humano- y a nuestro mundo, al mundo de cada etapa de la historia, con sus logros, avances, dolores y retrocesos. El pasado concilio proclamó esa doctrina —«vieja como el evangelio y, como el evangelio, nueva»- en varios pasajes, particularmente en la Constitución sobre la Iglesia, donde, entre muchas afirmaciones sobre el tema, puede leerse: «en los diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad». O también: «todos en la Iglesia, pertenezcan a la Jerarquía o sean regidos por ella, están llamados a la santidad». Pablo VI afirmó que era el fruto más precioso del concilio.

La misión confiada por Dios al Opus Dei —como parte de la estructura jerárquica de la Iglesia— es, sencillamente, vivir y difundir la tarea descrita en un entorno al que quieren. No es preciso buscar tres pies al gato. Es simplemente esto. Recuerdo a una chica joven que se lamentaba con san Josemaría por la incomprensión de algunas amigas sobre su vocación a la Obra. Con su excelente buen humor, respondió: hija mía, quizá te entendieran mejor si te pusieras una albarda (DRAE: pieza principal del aparejo de las caballerías de carga, que se compone de dos a manera de almohadas rellenas, generalmente de paja y unidas por la parte que cae sobre el lomo del animal), porque a veces no se entiende que sea tan sencillo el querer de Dios. Obviamente, con la jocosa parábola de la albarda, aludía a la posible indagación de elementos raros, complejos o rocambolescos para lo que es sumamente simple: la búsqueda de Dios a través de los diferentes espacios y situaciones de un mundo estimado.

San Agustín decía que Dios es intimius intimo meo, lo más íntimo de mi intimidad. Aprender a descubrirlo y a darlo, en medio del ajetreo diario, es una empresa apasionante, que lleva a querer mejor lo que nos rodea y, por supuesto, a Dios. Pero es cierto que todo esto puede sonar a provocación o disparate. Habrá que mejorar las explicaderas y, tal vez, las entendederas. Y, sin duda, nuestra existencia, para vivir aquel programa propuesto por el transmisor de la idea divina: rezar, callar, trabajar, sonreír.

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