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Virtudes olvidadas: La justicia

Hablamos constantemente de la justicia, pero no nos referimos nunca a ella como la virtud moral que incline nuestra voluntad a reconocer de manera constante los derechos de los demás y el bien común. Nuestra sensibilidad detecta la más minima injusticia que cualquiera nos haga padecer, pero no tenemos la misma sensibilidad cuando se trata de nuestras propias acciones respecto a los demás.

De las injusticias que padezcamos seremos víctimas pero no responsables, pero tenemos plena responsabilidad cuando nuestra conducta las causa a los demás. La virtud de la justicia exige una decisión firme y constante de nuestra voluntad de dar al otro lo que se le debe, de cumplir nuestras obligaciones con exactitud, de promover siempre la equidad y la armonía en las relaciones humanas, de buscar activamente el bien común.

El olvido de esta virtud tiene consecuencias devastadoras en nuestra sociedad. Solamente nos parecen injustos los casos de corrupción y delincuencia que son difundidos a través de los medios de comunicación, los que son objeto de penas y sanciones en las leyes penales que se encarga de aplicar el complejo aparato de la administración de justicia, pero nuestras conductas diarias pueden estar llenas de injusticias, que tendría que juzgar el tribunal de nuestra propia conciencia, para evitarlas o repararlas, si ejercitáramos la olvidada virtud de la justicia.

Si alguien protesta o nos hace notar nuestras acciones injustas, nos apresuramos a justificarlas con mil argucias, eficaces abogados de nosotros mismos. Si realmente queremos llegar a ser personas íntegras y justas debemos examinar constantemente si es la justicia o el egoísmo lo que determina nuestra conducta en todos los ámbitos de relación en que nos desenvolvemos.

Las relaciones familiares pueden estar lastradas de injusticia si no respetamos los derechos de los demás. La fragilidad de las parejas, la violencia de los niños y los adolescentes frente a la autoridad o el abandono de los ancianos son la consecuencia, entre otros muchos factores, de la injusticia. No damos a nuestra pareja el respeto que se le debe, no damos a nuestros hijos el tiempo, la compañía y la educación que debíamos darles y no pueden suplirse con regalos y comodidades. No damos a nuestros mayores el respeto y la ayuda que les debemos, aunque quizás nos dolemos de la insolencia de nuestros hijos.

Tendríamos que examinar igualmente si pagamos lo que debemos a las personas que empleamos o si trabajamos lo que debemos si somos nosotros los empleados. Si somos profesionales que tratamos como se debe a quienes acuden a nosotros. Si es la equidad y no el abuso lo que informa nuestras minutas, nuestros precios o nuestros contratos.

El maltrato al mobiliario urbano, ensuciar los muros de los edificios, molestar a los vecinos con ruidos, llenar de basura las calles y plazas, muestra claramente la injusticia de mucha gente que no está inclinada a dar a los demás y a los bienes comunes el respeto que se les debe. Cada uno sabrá si está incluido en esa «mucha gente» que actúa sin educación ni cortesía, desde nuestra propia comunidad de vecinos al conjunto de la ciudad o a la red de carreteras.

Falsear la declaración de la renta, cobrar prestaciones indebidas, abusar de las bajas laborales y tantas otras corrupciones y corruptelas, no hay duda de que se dan con frecuencia y quizás no son siempre son los otros los culpables.

Obtener grandes ganancias gracias a cohechos y prevaricaciones puede ser algo que afecte a una minoría de importantes sin escrúpulos, aunque todos salgamos perjudicados con ello, pero beneficiar al familiar o al amigo, en perjuicio de tercero, en un examen, en un concurso, en una pequeña gestión, en una bolsa de trabajo es bastante frecuente. Alguien sufre una injusticia, otro la comete, muchos la aceptan pasivamente o lamentan no tener en el sitio adecuado el familiar o el amigo que podría hacer trampa a su favor.

No quiero hacer una lista exhaustiva de situaciones en que nos olvidamos de la virtud de la justicia. Seguramente cada lector podrá añadir muchas más. Pero por favor, sin quedarse fuera. Examinar nuestra vida con honestidad a la luz de esta vieja virtud de la justicia puede hacernos mejorar como personas.

Virtudes olvidadas: La templanza

En una época en la que todos estamos tocados por la fiebre del consumismo hablar de la templanza parece arriesgado, pero precisamente por ello merece la pena intentarlo.

El diccionario de la RAE dice que esta virtud consiste en moderar los apetitos y el uso excesivo de los sentidos, sujetándolos a la razón. Me parece una buena definición. Para sujetar nuestros instintos y deseos al dominio de la razón es imprescindible educar nuestra voluntad. Mientras que los animales tienen en su naturaleza reguladores automáticos de sus instintos, el hombre cuenta con su razón, con su inteligencia. Si renuncia a usarla y cree que tiene que satisfacer a toda costa sus instintos y apetitos se degrada a una condición inferior a la de los animales.

La incitación constante a disfrutar de todos los placeres de la comida, la bebida, el sexo, las drogas, las diversiones, etc. es la mejor arma de un sistema que quiere convertirnos en consumidores compulsivos haciéndonos creer que nuestra felicidad está en el disfrute de la mayor cantidad de cosas, lo cual anula nuestra libertad y nos hace caer en la trampa de las adicciones.

Comer con moderación nos evitará problemas de salud y quizás haga innecesarios nuestros regímenes de adelgazamiento. Tenemos que poner en juego nuestra voluntad para decir basta, para optar por una sana frugalidad en lugar de una ingesta excesiva.

En los anuncios incitantes al consumo de las bebidas alcohólicas hay en alguno de sus márgenes un aviso legal, con letra pequeñita, que dice: bebe con moderación, es tu responsabilidad. El fenómeno del botellón en jóvenes y adolescentes demuestra la ausencia de una educación en la templaza, en la moderación. Es sorprendente que el gobierno haya puesto más interés en regular el consumo de tabaco que el del alcohol.

La sexualidad es uno de nuestros instintos más fuertes y que es necesario dominar. La invitación permanente que recibimos es a gozar del sexo «seguro», es decir sin responsabilidad y a facilitar los medios para que no tengamos que dominar el instinto sino darle rienda suelta. Los resultados están a la vista. Promiscuidad, más de cien mil abortos al año, fragilidad de las parejas, violencia de género, búsqueda compulsiva de una felicidad reducida a eso de «hacer el amor» pero que nada tiene de amor. La templanza en la sexualidad, exige la castidad y el dominio de nosotros mismos. Pero ¿quién se atreve a hablar de castidad antes y después del matrimonio?

Tampoco hay templanza en el uso de las cosas. No dominamos el impulso a adquirir cualquier cosa, aunque no nos haga ninguna falta. Nos creemos libres y somos esclavos de la permanente incitación al consumo y de las mismas cosas que compramos. Especialmente los adolescentes y los jóvenes son víctimas de su adicción a los videojuegos, chats, móviles, motocicletas, etc. La templaza en el uso de todas estas cosas exige haber sido iniciado en el dominio de la voluntad. En lugar de ello lo que oímos constantemente es lo de «me apetece» o «no me apetece», como razón última y suficiente de la conducta.

Usar de la prudencia para fijar los objetivos de nuestra vida, discerniendo entre lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso, mantener una insobornable inclinación a la justicia, tener la fortaleza suficiente para mantener nuestros objetivos y nuestros compromisos, ejercitarnos en la templaza para someter nuestros instintos y apetitos al dominio de la razón, son virtudes humanas, válidas para cualquiera que sea honesto consigo mismo.

Decía Ovidio: veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo que es peor. Es posible que nuestra voluntad no consiga seguir siempre lo mejor pero el que es constante en buscarlo seguramente encontrará otras virtudes sobrenaturales, más allá de las naturales, que le ayudarán a encontrar horizontes más amplios a su existencia.

Francisco Rodríguez Barragán

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