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El hombre y el honor de Dios

Leyendo un artículo de opinión, recordé unos conocidísimos versos de Calderón en El Alcalde de Zalamea: Al rey la hacienda y la vida se han de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. Es cierto que, actualmente, a muchos no les importa el honor ni el alma, quizá porque tampoco Dios les interesa si no es para alardear de ignorarlo o convertirlo en motivo de chanza. Por fortuna, no siempre es así.

Si seguimos al clásico de las letras castellanas, hemos de concluir que nuestro honor lo debemos a Dios y también que a El le debemos honor, seguramente incluso por los no creyentes, aunque sea con un respetuoso silencio por los muchísimos que, de diversas maneras, creen en un Ser Supremo. Por el contrario, la burla fácil desacredita al usuario que, quizá carente de razones, recurre a ese método para denigrar a los no situados en la línea de su pensamiento. En ocasiones, el sistema es eficaz con los acríticos o irreflexivos. No escribo contra nadie. Eso sucede porque falta sosiego o formación, porque se impone el pensamiento dominante a través de unos slogans populares. También porque la verdad nos obliga a enfrentarnos con nosotros mismos...

La profesión de fe recogida en el Símbolo de los Apóstoles comienza justamente con la afirmación más fundamental para el hombre: creo en Dios. La traigo a colación porque, a mi entender, todo depende de esa realidad: conocer que hay un solo Dios, que ha creado todo —no importa si con más o menos evolución—, facilita reconocer la grandeza del ser humano y de la entera creación. Por ello, más allá del conocimiento que todo hombre puede tener del Creador, Dios reveló progresivamente a Israel el misterio de la creación para conocerlo mejor y darle gloria, lo que —como dice San Buenaventura-- no quiere indicar que se aumente la gloria de quien es infinito, sino que El la manifiesta y comunica en y a todas las criaturas, muy especialmente al hombre, hecho a su imagen y semejanza. Por lo mismo, afirmaría Ireneo que la gloria de Dios es el hombre viviente.

Todo ser humano esta llamado a esta tarea, pero la realiza eficazmente aquel que usa de su libertad de modo que la gloria de Dios pueda mostrarse en él; aquel que conociendo al Dios vivo, misericordioso y clemente, verdad y amor, procura que esas características se manifiesten en su conducta. Por otro lado, es cierto que todos pecamos. Basta recordar las palabras de Jesús a quienes pretendían lapidar a la mujer adúltera: el que esté libre de pecado, tire la primera piedra. Todos se marcharon comenzando por los más ancianos. Cristo perdona a la mujer, y continúa perdonando a través de la confesión sacramental. Y el reto de visibilizar a Dios en nuestra vida sigue en pie.

Además, como afirmó el último concilio, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Nadie nos obliga a creer, pero pienso que la experiencia acredita esta realidad. Escribió el cardenal Ratzinger —hoy Papa, del que el citado columnista hacía amplia mofa- que cuando el hombre se aparta de Dios, no es Dios quien le persigue, sino los ídolos. Efectivamente: el poder, el dinero, la fama, el sexo, las ideologías, el deseo de ser dioses, etc-.- se apoderan de nosotros hasta pretender burlarse del buen Dios o de un líder espiritual que es, además, una de las mejores cabezas de nuestro tiempo.

. Decía Max Scheler que somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es, sabe que no lo sabe. Un drama. Pero han pasado casi cien años y muchos ya no pueden sufrir por no ser siquiera conscientes de que no lo saben. Y allá en nuestro fondo, tal vez sucede lo que, hace muchos siglos, expresaba de parte de Dios el profeta Jeremías: mi pueblo ha cometido dos males: me abandonaron a mi, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua.

El hombre y el honor de dios

Leyendo un artículo de opinión, recordé unos conocidísimos versos de Calderón en El Alcalde de Zalamea: Al rey la hacienda y la vida se han de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios. Es cierto que, actualmente, a muchos no les importa el honor ni el alma, quizá porque tampoco Dios les interesa si no es para alardear de ignorarlo o convertirlo en motivo de chanza. Por fortuna, no siempre es así.

Si seguimos al clásico de las letras castellanas, hemos de concluir que nuestro honor lo debemos a Dios y también que a El le debemos honor, seguramente incluso por los no creyentes, aunque sea con un respetuoso silencio por los muchísimos que, de diversas maneras, creen en un Ser Supremo. Por el contrario, la burla fácil desacredita al usuario que, quizá carente de razones, recurre a ese método para denigrar a los no situados en la línea de su pensamiento. En ocasiones, el sistema es eficaz con los acríticos o irreflexivos. No escribo contra nadie. Eso sucede porque falta sosiego o formación, porque se impone el pensamiento dominante a través de unos slogans populares. También porque la verdad nos obliga a enfrentarnos con nosotros mismos...

La profesión de fe recogida en el Símbolo de los Apóstoles comienza justamente con la afirmación más fundamental para el hombre: creo en Dios. La traigo a colación porque, a mi entender, todo depende de esa realidad: conocer que hay un solo Dios, que ha creado todo —no importa si con más o menos evolución—, facilita reconocer la grandeza del ser humano y de la entera creación. Por ello, más allá del conocimiento que todo hombre puede tener del Creador, Dios reveló progresivamente a Israel el misterio de la creación para conocerlo mejor y darle gloria, lo que —como dice San Buenaventura-- no quiere indicar que se aumente la gloria de quien es infinito, sino que El la manifiesta y comunica en y a todas las criaturas, muy especialmente al hombre, hecho a su imagen y semejanza. Por lo mismo, afirmaría Ireneo que la gloria de Dios es el hombre viviente.

Todo ser humano esta llamado a esta tarea, pero la realiza eficazmente aquel que usa de su libertad de modo que la gloria de Dios pueda mostrarse en él; aquel que conociendo al Dios vivo, misericordioso y clemente, verdad y amor, procura que esas características se manifiesten en su conducta. Por otro lado, es cierto que todos pecamos. Basta recordar las palabras de Jesús a quienes pretendían lapidar a la mujer adúltera: el que esté libre de pecado, tire la primera piedra. Todos se marcharon comenzando por los más ancianos. Cristo perdona a la mujer, y continúa perdonando a través de la confesión sacramental. Y el reto de visibilizar a Dios en nuestra vida sigue en pie.

Además, como afirmó el último concilio, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Nadie nos obliga a creer, pero pienso que la experiencia acredita esta realidad. Escribió el cardenal Ratzinger —hoy Papa, del que el citado columnista hacía amplia mofa- que cuando el hombre se aparta de Dios, no es Dios quien le persigue, sino los ídolos. Efectivamente: el poder, el dinero, la fama, el sexo, las ideologías, el deseo de ser dioses, etc-.- se apoderan de nosotros hasta pretender burlarse del buen Dios o de un líder espiritual que es, además, una de las mejores cabezas de nuestro tiempo.

. Decía Max Scheler que somos la primera época en que el hombre se ha hecho problemático de manera completa y sin resquicio, ya que además de no saber lo que es, sabe que no lo sabe. Un drama. Pero han pasado casi cien años y muchos ya no pueden sufrir por no ser siquiera conscientes de que no lo saben. Y allá en nuestro fondo, tal vez sucede lo que, hace muchos siglos, expresaba de parte de Dios el profeta Jeremías: mi pueblo ha cometido dos males: me abandonaron a mi, fuente de aguas vivas, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados, que no retienen el agua.

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