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Iglesia: hogar materno

El comienzo del año paulino es una buena ocasión para reflexionar sobre el amor a la Iglesia. No una Iglesia puramente celeste, que sería una abstracción inexistente; sino la Iglesia real que también peregrina en este mundo, tal como el Concilio Vaticano II quiso subrayar. La Iglesia, familia de Dios, constituida por todos los cristianos a raíz del bautismo. A ella están orientados, según sus diversas situaciones, también los creyentes no cristianos, y, más aún, todas las personas de la tierra.

En estos días he vuelto a encontrar un texto de Yves Congar —el eclesiólogo más importante del siglo XX, fallecido ahora hace trece años—, que yo había perdido y buscado repetidamente sin éxito. Publicado en una época de crisis, forma parte de un libro cuyo título traducido literalmente es: «En medio de las tormentas» (1969). De ese texto tomo prestado ante todo el título de estas líneas.

La Iglesia es madre, como les gustaba considerar a los grandes autores cristianos de los primeros siglos. A ella, escribió Guardini, y no al cristiano considerado particularmente, pertenecen esos signos eficaces de la salvación que son los sacramentos. A ella pertenecen las formas y las normas de esa nueva existencia que comienza en la pila bautismal, como comienza la vida en el seno materno. Ella es el principio y la raíz, el suelo y la atmósfera, el alimento y el calor, el todo viviente que va penetrando la persona del cristiano. Es a la Iglesia —seguía explicando Guardini— y no al individuo, a quien se le confía la existencia cristiana, que comprende una enseñanza divina, un misterio (¡Cristo!) que se celebra en la liturgia y una vida orgánica y jerárquicamente estructurada. Es a la Iglesia a quien Dios le confiere «la fuerza creadora capaz de transmitir y propagar la fe».

Joseph Ratzinger, en un texto de 1971 titulado «Por qué permanezco en la Iglesia», señalaba que una mirada demasiado concentrada a los «problemas» de la Iglesia —como quien mira un trozo de árbol al microscopio— puede impedirnos verla en su conjunto y por tanto captar su sentido. Quizá nos fijamos demasiado en su «eficacia», según los objetivos particulares que cada uno se propone (y así cada uno se fabrica «su» iglesia). Nos fijamos demasiado en sus aspectos organizativos e institucionales, más bien con los criterios de la sociología. A ello puede añadirse la crisis de fe. Pero a la Iglesia sólo se la entiende desde la perspectiva del Espíritu Santo como protagonista principal de la salvación realizada por Cristo de parte del Padre. También los escritores cristianos gustaban de comparar a la Iglesia con la luna. Como la madre y la luna, la Iglesia concibe en virtud de la semilla vital que recibe y da una luz que ella, siendo solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para hacerla suya.

Y así, por los caminos y los límites del simbolismo cristiano, llega Ratzinger a decir: lo que importa no es la imagen que cada uno nos hacemos de la Iglesia, sino que la Iglesia es de Dios. Y por eso afirma: «Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino SUYA». Sólo por medio de la Iglesia puedo yo recibir a Cristo «como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora». Por medio de ella, Cristo está vivo y permanece entre nosotros «como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad». No se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, lo mismo que la fe se recibe a través de otros. Por eso una Iglesia que fuera una creación mía e instrumento de mis propios deseos, sería una contradicción. Todo ello pide antes que nada la fe en Cristo como Dios: «Yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo». De ahí surge la fe en que la Iglesia es el camino de la salvación: «Yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al hombre».

¿Pero no es salvar al hombre toda lucha contra el dolor y la injusticia?, se pregunta. Cierto, pero esa lucha sólo puede llevarse a cabo mediante el dominio de sí y el esfuerzo por cumplir con los deberes conocidos y los compromisos adquiridos. En definitiva, todo depende de la verdad y del amor. Y el amor no es estático ni acrítico, pero la única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a una persona es amarla y sufrir por ella.

Por eso concluye el teólogo alemán: «Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe». Es cierto que la historia testimonia debilidades, y pecados, de los cristianos. Pero también testimonia la realidad de la Iglesia como un foco inmenso de luz y de belleza: la multitud de los cristianos que han mostrado la fuerza liberadora de la fe.

La Iglesia es madre y es hogar. «El hombre —escribía Congar— es un todo y se inserta en un hogar por su sensibilidad y su corazón tanto como por sus ideas». La Iglesia, nacida del corazón abierto de Jesús en la cruz, ha comenzado a vivir antes que nosotros, y así es posible que nosotros vivamos por ella. Por eso los cristianos deberíamos decir con el ilustre teólogo francés: «Estoy infinitamente agradecido a la Iglesia de haberme hecho vivir, de haberme, en el sentido más fuerte de la palabra, educado en el orden y la belleza».

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