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Sufrir por la libertad

Cuando algo tan esencial como la libertad sirve de trampa o de coartada para no se sabe qué inconfesables intereses, el alma se encoge. Cuando el mayor patrimonio del hombre —su libre albedrío— se malbarata en fuegos de artificio, da dolor. Cuando lo políticamente correcto y el oportunismo sustituyen a los principios, valores y virtudes que construyen una persona, da miedo. Un gran amante de la libertad, el fundador del Opus Dei, ha escrito: Me consta: la libertad es una planta fuerte y sana, que se aclimata mal entre piedras, entre espinas o en los caminos pisoteados por las gentes. Ya nos había sido anunciado, aun antes de que Cristo viniese a la tierra.

Yo no quisiera maltratar a nadie, sólo busco apostar por el hombre. No desearía siquiera apoyar estas líneas en nuestra Carta Magna ni en el derecho positivo. No sabré hacerlo, pero me gustaría llegar a lo mejor de cada uno de nosotros para detener el tiempo un instante y que hiciéramos como los economistas cuando preparan un presupuesto de base cero. Sé que, en los temas más profundos del hombre, eso no es posible. Tal vez fuera más atinado pedir una reflexión honda, sin los prejuicios que nos atenazan, para examinarnos a fondo sobre lo que estamos haciendo en y con este mundo. ¿Por qué escribo esto? Para pensar en voz alta, expresando lo que muchas veces no decimos, sencillamente porque no se lleva. Son asuntos que ahogan la libertad y asfixian a la persona en aras de revanchas, ideologías al uso, olvidos de identidades o una libertad hueca que convierte a los humanos en peleles inútiles. Pondré algunos ejemplos, sin deseo de juzgar a nadie.

No es que hayamos equiparado la unión homosexual al matrimonio natural; es que duele el cambio operado en esta entrañable institución tan antigua como la mujer y el hombre. Ahora no existe libertad para casarse como siempre porque se ha concebido el matrimonio de modo diverso. Otro: nadie duda de la necesidad de acabar con la violencia contra la mujer —lo de «género» no es natural-, pero hace pocos días un acreditado socialista pedía que también exista la presunción de inocencia para el varón acusado de malos tratos. Pues bien, ha sido acusado de machista por alguien que quizá hace no mucho tiempo hubiera aplaudido tal solicitud. Sólo es otro ejemplo.

Uno más: el Tribunal Supremo sentencia que compete a las autonomías establecer si se concierta o no a los colegios que cultivan la educación diferenciada. No quiero argumentos jurídicos —por ejemplo, varios artículos de la Constitución, resoluciones de la ONU o la misma LOE-, no. Me basta el de la bendita libertad de los padres a optar. Y si nuestras leyes contradijeran esa libertad —pienso que no, en principio-, serían sencillamente inicuas, de obligado incumplimiento. Quien piense que puede haber leyes que arrumben los derechos inalienables de la persona, no diré que es un tirano porque quizá no lo desea, pero lleva dentro un liberticida.

Más: se lanza y se relanza un laicismo feroz contra la Iglesia Católica. No se atreven con los musulmanes, aunque los buenos hijos del Islam sean mansos. Ese laicismo porta la triste misión de borrar todo vestigio religioso de nuestras leyes, cultura y costumbres. Todo con una sencilla cantinela: libertad religiosa sí, pero en el ámbito de la conciencia, sin manifestaciones externas. Penosa libertad que exige la renuncia de muchos a expresar y a dar lo mejor de sus vidas, aquello que les otorga sentido. Sin embargo, la Educación para la Ciudadanía será absorbida hasta por los ejércitos. Pase, puesto que son mayorcitos, pero habría que volver al derecho intangible de los padres a la formación de las conciencias de sus hijos. De nuevo, la libertad ahogada.

Unos y otros revisamos un pasado que pasó y despertamos insensatamente viejas rencillas, rencores, odios y todo tipo de divisiones. ¿No podríamos perdonar completamente? Algunos no lo creen, pero perdonar es de gentes libres, que así se hacen más libres. Aunque se entiende lo que quiere expresar, la manida frase «tolerancia cero» supone a veces una misericordia nula, imposibilidad de perdón, falta de garantías jurídicas y desprecio a la presunción de inocencia.

Algo debemos hacer para detener ese pensamiento asfixiante, que destruye vidas en su inicio o antes de su fin natural, vacía los corazones para que no sientan ni padezcan, enmaraña la razón y debilita la voluntad para hacerlas sentirse con derecho a la mentira y al mal, frivoliza el sexo a la vez que exalta el afán de tener, fomenta el odio y la sinrazón hacia el que opina de modo diverso, se adueña de la escuela al estilo de un pederasta de las conciencias... Esto no es política, aunque lo asuntos citados se jueguen también en ese campo. Volver al hombre es tarea de todos los que amamos la libertad, porque está muriendo entre las rejas de su presunta exaltación.

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