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La juventud de la Iglesia

Stat Cruz, dum volvitur orbis

(La Cruz permanece mientras el mundo gira)

Lema cartujo

Ya hace algunos años sobrepasamos este redondo y simbólico año 2000 (no importa que el siglo XXI no llegue hasta el 2001; la frontera psicológica, la sensación de haber cruzado un límite está en este año) y la Iglesia cumple 20 siglos de existencia y algo más. Esta edad es un breve lapso de tiempo si se compara con los grandes ciclos geológicos y cósmicos, pero es una edad importante vista desde la perspectiva de la historia humana. Piénsese que en apenas 200 años —desde la Revolución Industrial hasta hoy— el mundo ha sufrido un profundo cambio y que, en medio siglo —por dar una cifra redonda— el desarrollo de las nuevas tecnologías —sobre todo las de la información y comunicación— han producido unas mutaciones impensables para nuestros abuelos. En estos 2000 años ha cambiado la situación del hombre sobre la Tierra; y lo ha hecho con un movimiento que aumenta su aceleración y que, en los últimos años, es prácticamente vertiginoso. Esta cifra, la edad provecta de la Iglesia, son, pues, una muy considerable edad desde el punto de vista histórico. En este lapso han desaparecido imperios que parecían invencibles —el de Roma, el español, el británico—; se ha levantado grandes sistemas ideológicos que parecían el coloso Leviatán y que han resultado ser gigantes con pies de barro. Estos 20 siglos de cristianismo han tenido más historia (en el sentido de cambio, de evolución) que todos los años anteriores del hombre sobre el planeta. Es una idea que han repetido poetas y filósofos hasta convertirla en tópico: el tiempo huye y todo cambia con él. Y, sin embargo, esta Iglesia con un cumpleaños tan abultado, muestra una admirable —y hasta extraña— continuidad histórica. Hay un hilo conductor que nunca se rompe, aunque se tensa y tuerce a veces hasta extremos insoportables. Desde aquel grupo de hombres asustados («y estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos», Jn. 20, 19) que reciben el mandato de extender el mensaje de Cristo por el mundo («Id por el mundo y predicad el evangelio a toda criatura», Mc. 16, 15) y que se lanzan a esta labor («ellos se fueron de allí a predicar por todas partes y confirmando su doctrina con milagros que la acompañaban», Mc. 16, 20), desde este grupúsculo hasta la Iglesia actual en toda su vasta complejidad, sigue siendo sustancialmente la misma en su estructura, vocación y mensaje.

Y, sin embargo, este sentido de la continuidad que nadie puede negar (los que atacan a la Iglesia del siglo XX por lo que hizo en la Edad Media, de hecho, están admitiendo una continuidad histórica que no se atribuye a ninguna otra institución) no conlleva el inmovilismo o la falta de adaptación a los distintos aires históricos. Por el contrario: nadie ha evolucionado como la Iglesia, ni ha sabido adaptar y asimilar los más distintos movimientos sociales y culturales (desde el humanismo renacentista hasta la filosofía aristotélica, desde la democracia liberal hasta la ciencia moderna) sin identificarse («a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del César»), en última instancia, con ninguno de ellos. Hay religiones (el Judaísmo, sobre todo el Islam) que van inevitablemente unidas a formas de organización política y social. Estas religiones están hoy en la difícil encrucijada de convivir con una democracia que, necesariamente, plantea un estado laico. Mientras que el Catolicismo está en el estado laico en su propio elemento, a pesar de todos los roces que pueda —y deba— tener. De hecho, el estado laico y la democracia serían impensables sin la aportación filosófica y moral de la Iglesia y el liberalismo, desde sus orígenes, ha sido impulsado por hombres, en su mayoría, cristianos. La Iglesia, pues, ha sabido conjugar continuidad y evolución en estos 20 siglos. Y lo más sorprendente, casi milagroso es que, después de este tiempo conserve su juventud.

La Iglesia es, en efecto, una joven institución. Lo es cuando muchas cosas en el mundo desarrollado presentan síntomas de cansancio y vejez: el envejecimiento de la población, la crisis de la familia que incide en la crisis de la educación, el miedo al dolor y la muerte (que se convierte en un gran tabú), el hedonismo que tantas veces conduce al vértigo del vacío y a las drogas. No deja de ser curioso que en una situación de bienestar material sin precedentes, se presente esa inseguridad hacia futuro, esa sensación de estar al final de algo (recuérdese la polémica sobre «el final de la historia») y no saber por dónde comenzar en la nueva etapa.

La Iglesia está todavía en expansión en los países del llamado «tercer mundo», como si aún estuviéramos en la edad de los descubrimientos geográficos. En los países del antiguo bloque soviético, ahora liberados de la opresión político—militar, se abre un campo inusitado a la libertad religiosa. Aunque no podemos olvidar que hoy, a las puertas del siglo XXI, sigue existiendo la persecución y represión religiosa, en países como China, Timor Oriental, en algunos países islámicos.

Otro síntoma de la juventud eclesial es la pujanza de los laicos, que cada vez son más activos en la vida de Iglesia. El Concilio Vaticano II impulsó definitivamente un movimiento que ya tenía fuerza. Contrasta con la crisis de las órdenes religiosas —la verdad es que cada vez más minoritarias— la proliferación de organizaciones laicales.

Así como la madurez es momento de consolidar lo ya adquirido y la vejez, época de recuerdo y balance, la juventud se caracteriza por su proyección hacia el futuro, la edad en que la vida es algo inacabado y lleno de posibilidades. Es un tópico identificar juventud con felicidad. Es, por el contrario, una edad conflictiva, insegura, compleja. En este sentido la Iglesia es joven: en que está llena de proyectos. Es cierto que, en el próximo siglo, le aguardan problemas cada vez más complejos: la cultura pierde sus tradicionales referencias religiosas; el masivo consumismo, la aceleración de la vida en todos los órdenes, el establecimiento de una dura competencia no son, precisamente, un buen caldo de cultivo para desarrollo espiritual. Pero no fueron menores los problemas que encaró en el pasado: persecuciones, contradicciones internas, Cisma de Occidente, Reforma Protestante, guerras de religión. La Iglesia no se enquista en su pasado —aunque sea una institución tradicional— sino que se lanza al porvenir con riesgo y seguridad a un tiempo.

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