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Dios y el Emperador

Es posible que el benévolo lector se pregunte a qué emperador me refiero, puesto que ahora son poco abundantes. Verá que hay muchos si tiene la paciencia de continuar. En su obra Jesús de Nazaret, para datar el comienzo de su vida pública, Benedicto XVI toma unas palabras de Lucas: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio Cesar, mientras Poncio Pilato era gobernador de Judea, Herodes tetrarca de Iturea y Traconítide...». Y añade el Papa que siendo una datación histórica porque Jesús es un personaje histórico, también el emperador y Cristo personifican dos órdenes de la realidad que, sin excluirse necesariamente el uno al otro, llevan en sí mismos algo que amenaza de conflicto cuando se entienden mal. Una sana laicidad recordará aquellas palabras de Jesús: «dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Aquí se expresa la pacífica distinción de esferas de competencia. Sin embargo, el propio Cristo morirá condenado por Pilato y los cristianos serán inmediatamente perseguidos, viéndose obligados a manifestar su conciencia, como se lee en los Hechos de los Apóstoles: «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».

Desde hace unos siglos, ha venido originándose un proceso con luces y sombras. Nuestro mundo occidental ama la libertad, es seguramente más tolerante, la ciencia ha avanzado notablemente, etc. Junto a tantos logros, viene aconteciendo una progresiva autonomía del hombre frente a Dios. Como consecuencia, para evitar la huella del Creador, casi han desaparecido los conceptos de naturaleza y ley natural. Así, los tan celebrados Derechos del Hombre corren el riesgo de perecer si se olvida que son tales derechos no por la Declaración Universal ni por otras leyes, sino que «se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan —seguía el discurso del Papa en la ONU— en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones».

Los nuevos emperadores son los fabricantes de un positivismo jurídico, ajeno totalmente a esa ley impresa en la naturaleza del hombre. Han quitado a Dios de en medio y así desaparece la sustancia del ser humano y todo lo que de ahí deriva. Es paradójico que, en el siglo de la ecología, el hombre es la especie menos protegida para que siga siendo lo que es. Ignorando a Dios, la criatura se diluye; su vida y sus leyes de funcionamiento sólo dependen de gobernantes y legisladores. Son los emperadores, los nuevos dioses que votamos —donde se vota— cada cuatro años para que tal vez continúen cambiando lo que somos. Dejando a un lado el Decálogo, que es la hoja de ruta del normal funcionamiento del ser humano, se inventan nuevos mandamientos que suelen responder a la superficialidad de lo políticamente correcto, a lo que se piensa que da los votos de una sociedad que deterioran, a cubrirse las espaldas de posibles sucesos desagradables. No me refiero ahora a nadie en concreto. Que cada uno se apunte a lo que le corresponda.

Las Naciones Unidas surgieron —ha recordado Benedicto XVI— coincidiendo con la honda conmoción sufrida por la humanidad después de graves violaciones de la libertad y dignidad del hombre. Las causas de esta terrible situación —holocausto, purgas estalinistas, brutalidades de la guerra— tienen no poco que ver con el abandono de la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural. Otra gran paradoja: después de la exaltación de la razón, ésta ha venido muy a menos, no interesa: predomina la decisión de los nuevos emperadores situados en lugar de Dios. La vida, la familia, la subsidiaridad del Estado, el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones, la libertad de vivir pública y privadamente las consecuencias de la fe, la búsqueda de métodos científicos progresivos y éticos, etc., son temas naturales barridos por una ecología perversa para el ser humano.

Con razón ha afirmado el Papa en la ONU que es inconcebible que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos —su fe— para ser ciudadanos activos. Por ello ha clamado que «nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos». Pero, aparte de los emperadores-dios, los creyentes nos hemos acostumbrado a adorarlos. Quizá sea hora de decir con Pedro y los apóstoles: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.

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