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De la Pietas romana a la Piedad cristiana

Si buscamos un antecedente al concepto cristiano de Piedad, éste sería la Pietas romana. Para los romanos de la época clásica la Pietas, por decirlo con una fórmula abarcadora, era la virtud cívica por excelencia. La virtud que ennoblece al hombre y lo vincula estrechamente con los antepasados, con la Cives y con los dioses. Así el modelo de la Pietas romana es el «Pío Eneas», personaje inmortalizado por Virgilio en la Eneida. Este héroe lucha noblemente y muestra las virtudes más acrisoladas. Sale de la incendiada Troya, para fundar la nueva ciudad, llevando a su anciano padre, los huesos de sus antepasados y los dioses familiares. Es decir, es el hombre que respeta su pasado como seña de identidad y que intenta ser leal a estos principios y a estas personas. Es el hombre «arraigado»; tiene raíces y se nutre de ellas. Pío, en este sentido sería sinónimo de ciudadano, dándole a esta palabra su sentido más profundo: no sólo sujeto de derechos, sino sobre todo portador de valores y sujeto de deberes. Cicerón lo resume bien; «La Piedad, que aconseja cumplir los deberes con la patria, con los padres y con los demás unidos por vínculos de sangre».

La Piedad cristiana, tiene algunos puntos en común con esta noble idea, pero tiene algunos rasgos que la diferencian. Por lo pronto, su universalidad. Está dirigida a todos los hombres, que se sitúan en un plano de radical igualdad. El horizonte de la Cives, de la familia, de los lares familiares se ensancha con el Cristianismo a toda la Humanidad. El hombre es un ser lleno de dignidad, pero, al mismo tiempo —esta es la otra cara de la moneda— situado en una radical pobreza. Esta pobreza puede ser, primariamente, económica, material. Puede que al hombre le falten —por desgracia, le ocurre a millones de seres humanos— los medios para mantener una vida digna. Pero es más amplio el concepto. También la pobreza puede ser cultural, social, ideológica, de valores. Hoy asistimos a muchos casos donde cierto bienestar material contrasta con una decadencia cultural que conduce al la desorientación y al sinsentido. Pero es más: también un hombre lleno de ideas y valores puede ser aferrado por la garras de la pobreza personal, afectiva, familiar. Léanse las memorias y confesiones de los grandes personajes y véanse los momentos de debilidad y angustia por los que pasan, contrastando con la imagen virtuosa que transmiten en público. Concluyo, pues, que la pobreza, esa a la que se dirige la Piedad cristiana, más que un dato social o circunstancial, en el hombre se convierte en «condición» misma de su ser. Es un dato antropológico de su estar en el mundo y ser hombre. Todo hombre es pobre, menesteroso. El pobre material, por supuesto, pero también el rico que, en su soledad, tiene que enfrentarse como todos al problema de la enfermedad, la muerte, la incomunicación, el desamor.

Esto es la Piedad: el modo cristiano de acercarse al prójimo, que tiene en cuenta este dato. El prójimo es el que «necesita algo» porque carece de algo. Y además soy «Yo», precisamente, quien tiene que dárselo. Yo, no las instituciones, ni el Estado, ni las estructuras. Por esta razón el Cristianismo no puede consistir en la implantación de un sistema social determinado, aunque sí pueda inocular sus principios en la labor social. El cambio que invoca el imperativo cristiano no es estructural, sino personal. La menesterosidad del otro me apela a mí, personalmente, me señala como el dedo que apunta a Adán en los frescos de la Capilla Sixtina.

Si la Pietas romana es virtud cívica y, en cierta forma, política, virtud que incardina al hombre en su colectividad, en su historia; la Piedad cristiana es la actitud personal frente al otro menesteroso, que me necesita desde su radical indigencia. Su indigencia que, a fin de cuentas, es la mía, porque esta condición nos iguala y hermana a todos.

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