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La educación y los empleadores

No hay progreso en el conocimiento sin libertad académica

El uso de determinadas palabras es un indicio de lo políticamente correcto y un testimonio de la sensibilidad dominante. Por eso sentí un sudor frío cuando se empezó a generalizar el término enseñante para referirse a profesores y maestros. Se trata de una odiosa denominación, puramente funcional, que no atiende para nada a la persona que enseña. Ahora surge otro vocablo del mismo jaez, y no menos malsonante, dedicado a los que darán empleo a quienes el enseñante sigue —a pesar de todo— intentando enseñar: el empleador. Con la diferencia de que el respectivo destino de los portadores de cada uno de estos nombres resulta antitético: los enseñantes se encuentran en clara decadencia, porque se procura minimizar su labor, tratando de sustituirla con tecnologías y procedimientos estereotipados; a los empleadores, en cambio, se les concede cada vez una mayor relevancia, porque se los ha erigido en decisores de las carreras que se han de cursar en las universidades.

Ninguna de ambas denominaciones evoca ni de lejos la sustancia de lo que está en juego y que es, mi más ni menos, la educación. Palabra tan noble no se aclimata bien al ambiente pragmatista que impregna hoy en España casi todo lo referente a la enseñanza. En realidad se procura disimular su uso cuando no se consigue evitarlo del todo. De ser de un importante ministerio ha pasado a formar sólo una parte del rótulo de uno de los departamentos que se ocupa —entre otras cosas— de la formación de las niñas y de los niños españoles, así como de los adolescentes y jóvenes. La educación que todavía figura en las placas del tradicional ministerio del ramo se ha decorado con referencias al bienestar social, dirigido a sectores de la población que sólo accidentalmente tienen que ver con los alumnos de ESO y de Bachillerato. En cambio, las universidades se escinden del campo semántico de lo educativo y se relacionan con un sector al que rodea un aura moderna y emergente: la innovación.

¿Por qué se producen estas mutaciones tan superficiales y contraproducentes en un momento en el que la enseñanza, a todos sus niveles, se encuentra en un enésimo proceso de cambio sin rumbo y sin finalidad conocida? Que sepamos, no se ha movido oficialmente un dedo para atajar la decadencia cualitativa de la enseñanza primaria y secundaria. Parece que el único problema que afecta a las iniciales etapas educativas consiste en cómo lograr imbuir en las nuevas generaciones un sentido ideológico de la ciudadanía que responda a las ensoñaciones del poder. La oposición, escasamente interesada desde hace tiempo en cuestiones docentes, ya no demuestra tanto afán en oponerse a la implantación de tan problemática asignatura en las autonomías donde todavía gobierna, e incluso ha comenzado también a amenazar a los padres que —a estas alturas— todavía se atrevan a presentar una objeción de conciencia ¡contra una disposición legal! Puestos a no crisparse y a ceder, todo lo relativo a la cultura y al conocimiento es un buen valor de cambio. Por ejemplo, no se observa gran inquietud al contemplar la disminución de horas semanales para la enseñanza de la filosofía, ya previamente amputada por su extraño maridaje con el adoctrinamiento cívico. Sólo algunos indefensos estudiantes y profesores extienden sus modestas mantas y sacos de dormir en el duro vestíbulo de las facultades de Filosofía.

En la universidad se extiende la melancolía, al comprobar algo reiteradamente anunciado: el carácter burocratizante del proceso de convergencia con las Escuelas Superiores europeas, que en su mayoría se han apresurado a organizar las carreras según la idiosincrasia y los intereses del entorno. ¿En cuál de las múltiples encrucijadas posibles podría acontecer el improbable encuentro? Es de suponer que en algún momento lo decidirá algún consorcio multilateral de empleadores. Aunque se va imponiendo la evidencia de que las reglamentaciones capilares se compadecen mal con el dinamismo empresarial.

No hay progreso en el conocimiento sin libertad académica, ni libertad ciudadana sin reconocimiento de la importancia que la educación tiene. Y ya sabemos que un avance hacia esta vitalidad intelectual sólo se puede esperar de los protagonistas de una actividad educativa responsable.

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