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A un año del Papa en Brasil

Benedicto XVI llegaba a Brasil hace un año, el miércoles 9 de mayo de 2007. Llegaba como peregrino, como Pastor, como Papa, para dar inicio a la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que iba a tener lugar en el Santuario de Aparecida.

Era su primer viaje al continente «católico». Según recoge el Anuario pontificio 2008, en América viven el 49,8 % de los miembros de la Iglesia católica.

Vale la pena evocar ese evento en sus momentos principales y en algunos de los discursos pronunciados por el Santo Padre.

Tras el aterrizaje en Sao Paulo el miércoles 9, y después de algunos encuentros oficiales y religiosos, Benedicto XVI se reunió el jueves 10 con más de 60 mil jóvenes en el Estadio de Pacaembu (Sao Paulo).

Ante el entusiasmo de los presentes, el Papa recordó el diálogo de Jesús con el joven rico. Invitó a los jóvenes a descubrir las bellezas del Evangelio, a asumir las propias responsabilidades ante la vida, a trabajar en la misión para llevar la experiencia cristiana a otros jóvenes:

«Pero mirándoos a vosotros, jóvenes aquí presentes, que irradiáis alegría y entusiasmo, asumo la mirada de Jesús: una mirada de amor y confianza, con la certeza de que vosotros habéis encontrado el verdadero camino. Sois los jóvenes de la Iglesia. Por eso yo os envío a la gran misión de evangelizar a los muchachos y muchachas que andan errantes por este mundo, como ovejas sin pastor. Sed los apóstoles de los jóvenes. Invitadlos a caminar con vosotros, a hacer la misma experiencia de fe, de esperanza y de amor; a encontrarse con Jesús, para que se sientan realmente amados, acogidos, con plena posibilidad de realizarse. Que también ellos descubran los caminos seguros de los Mandamientos y recorriéndolos lleguen a Dios».

Les habló también de la belleza del matrimonio y del servicio a Cristo en la vida consagrada. Les dijo, con sencillez, que esperaba «que, en este momento de gracia y de profunda comunión en Cristo, el Espíritu Santo despierte en el corazón de muchos jóvenes un amor apasionado en el seguimiento e imitación de Jesucristo casto, pobre y obediente, dirigido completamente a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas».

El viernes 11 de mayo Benedicto XVI presidía, en Sao Paulo, la ceremonia de canonización de Fray Antonio de Santa Ana Galvão (1739-1822). Como recordaba el Papa en su homilía, san Galvão se caracterizaba «por su disponibilidad para servir al pueblo siempre que se le pedía. Tenía fama de consejero, pacificador de las almas y de las familias, dispensador de caridad especialmente en favor de los pobres y de los enfermos. Era muy buscado para las confesiones, pues era celoso, sabio y prudente. Una característica de quien ama de verdad es no querer que el Amado sea agraviado; por eso, la conversión de los pecadores era la gran pasión de nuestro santo».

Benedicto XVI dedicó la tarde de ese mismo viernes para encontrarse con los obispos de Brasil, el país con más católicos del mundo (155 millones, de una población de 184 millones de habitantes). Tocó puntos de suma importancia que no pueden ser resumidos en breves líneas. Recordó especialmente a los obispos que «recomenzar desde Cristo en todos los ámbitos de la misión, redescubrir en Jesús el amor y la salvación que el Padre nos da, por el Espíritu Santo, es la substancia, la raíz de la misión episcopal».

Un momento de especial intensidad se tuvo el sábado 12, cuando el Papa visitó la Hacienda de la Esperanza en Guaratinguetá, un lugar en el que reciben atención cientos de personas afectadas por la droga. Benedicto XVI denunció el daño enorme que difunden los traficantes de droga, y pidió explícitamente «a los que comercian con la droga que piensen en el mal que están provocando a una multitud de jóvenes y de adultos de todas las clases sociales: Dios les pedirá cuentas de lo que han hecho. No se puede pisotear de esta manera la dignidad humana».

Varios meses después, el Papa recordaba con emoción los momentos transcurridos en Guaratinguetá. El 21 de diciembre de 2007, al dirigir un discurso a los cardenales y miembros de la Curia romana con motivo de las navidades, Benedicto XVI decía:

«Recuerdo muy vivamente el día que visité la Hacienda de la Esperanza, en la que personas caídas en la esclavitud de la droga recuperan libertad y esperanza. Al llegar a ella, percibí inmediatamente de un modo nuevo la fuerza sanadora de la creación de Dios. [...] En la Hacienda de la Esperanza los confines del mundo quedan realmente superados, la mirada se abre hacia Dios, hacia la amplitud de nuestra vida; así se produce una curación».

En la tarde del sábado 12 de mayo, en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida, el Papa recitó el rosario con los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, y pronunció luego un discurso. Hacia el final del mismo, se dirigió a los fieles allí presentes y, en cierto modo, a todos los católicos de América Latina:

«Por eso el Papa quiere deciros a todos: La Iglesia es nuestra casa. Esta es nuestra casa. En la Iglesia católica tenemos todo lo que es bueno, todo lo que es motivo de seguridad y de consuelo. Quien acepta a Cristo, 'camino, verdad y vida', en su totalidad, tiene garantizada la paz y la felicidad, en esta y en la otra vida. Por eso, el Papa vino aquí para rezar y confesar con todos vosotros: vale la pena ser fieles, vale la pena perseverar en la propia fe».

El domingo 13 de mayo de 2007 era el día más denso e importante de todo el viaje, en el estupendo marco mariano del Santuario de Aparecida. Por la mañana, Benedicto XVI presidió la misa, en la que recordó cuál era el tesoro, el «patrimonio más valioso» del continente latinoamericano: «la fe en Dios Amor, que reveló su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor: esta es vuestra fuerza, que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar, la paz que Cristo conquistó para vosotros con su cruz».

Y añadía: «Esta es la fe que hizo de Latinoamérica el 'continente de la esperanza'. No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo, el auténtico fundamento de esta esperanza que produjo frutos tan magníficos desde la primera evangelización hasta hoy».

Por la tarde, Benedicto XVI pronunció el discurso para la sesión inaugural de los trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Sus palabras fueron escuchadas por los participantes de ese importante acontecimiento para la Iglesia en América: 162 entre cardenales y obispos, y más de 100 invitados, observadores y peritos.

El tema que tenía la Conferencia era «Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida» (Jn 14,6). En función del tema el Papa desarrolló varios puntos que, en cierto sentido, tenían un valor programático para los días de la Conferencia, que se prolongaría hasta el 31 de mayo, y que daría como fruto el «Documento de Aparecida».

Los argumentos más importantes tratados por Benedicto XVI fueron los siguientes: la fe cristiana en América Latina; la continuidad con las otras Conferencias; el tema de «discípulos y misioneros»; «para que en Él tengan vida» (sobre algunos temas sociales); otros campos prioritarios (familia, sacerdotes, religiosos, consagrados, laicos, jóvenes y pastoral vocacional).

No es posible ofrecer un resumen adecuado de este importante discurso. Leerlo completo, en su profunda riqueza y en sus distintos matices, evidencia la actualidad de las reflexiones ofrecidas por el Santo Padre para la Iglesia en América y en todo el mundo.

A las pocas horas, ese mismo 13 de mayo, Benedicto XVI se dirigía al aeropuerto internacional de Sao Paulo e iniciaba el viaje de regreso a Roma.

El recuerdo de esos días quedó muy marcado en el alma del Papa. Como ya indicamos, evocó su viaje a Brasil el 21 de diciembre de 2007, en su saludo navideño a la curia. Con tal motivo, hizo presentes algunos momentos de aquellos días intensos.

De modo especial, Benedicto XVI quiso fijarse en el tema de la Conferencia de Aparecida: «discípulos y misioneros». Escoger ese tema, ¿no era, se preguntaba el Papa, una vuelta al intimismo en el modo de ver nuestra condición cristiana?

Tras analizar lo que significa ser discípulo y ser misionero, Benedicto XVI respondía a esa pregunta con un claro «no». «No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo» (21 de diciembre de 2007).

Ha pasado un año desde el viaje del Papa a Brasil. Quedan recuerdos, imágenes, discursos. Queda, como fruto, el Documento de Aparecida, que ilumina el camino de la Iglesia en Latinoamérica y el Caribe, y, en cierto sentido, en todo el mundo, pues todos estamos llamados a ser, en cuanto católicos, «discípulos y misioneros».

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