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La isla de los santos

Este año es un aniversario para los católicos británicos: se cumplen 230 años del Acta de Socorro (Catholic Relief Act). En 1778, la ley que prohibía el culto católico y que penaba con la muerte el mero hecho de ser sacerdote fue reducida por primera vez desde los tiempos del reinado de Isabel I de Inglaterra.

Por muchos años trabajé en la Cámara de los Comunes como secretaria y asistente de cierto miembro del Parlamento. Diariamente entraba por la puerta que está debajo del Big Ben, mostraba mi pase y me encaminaba a Westminster Hall.

Una vez allí, invariablemente, me detenía. Era imposible no hacerlo en esa gran sala erigida en tiempos de los reyes normandos. Bajo los arcos que sostienen las vigas de madera martillada están las estatuas de nuestros antiguos reyes. Allí las paredes—quemadas por incendio del siglo XIX, las bombas de la II Guerra Mundial—guardan ecos de los grandes eventos de la vida de nuestra nación. Fue allí que el rey Carlos I fue juzgado. Allí estuvo el cuerpo de nuestro último rey y emperador, Jorge VI, en 1952, y luego su primer ministro, Sir Winston Churchill, en 1963. Allí, ya en mis propios tiempos, la reina Isabel II recibió los saludos del Parlamento en su jubileo de plata, en 1977.

Pero para nosotros, los católicos ingleses, esa sala representa mucho más que eso. Fue aquí que nuestros gloriosos mártires hicieron la defensa de su fe y escucharon la sentencia que anunció sus muertes por la más espantosa forma de tortura—ser colgado, emasculado, degollado, arrancados sus intestinos y cortado en cuatro pedazos, luego de ser arrastrado por la calles de Londres. Allí fue que el gran drama de la historia religiosa de Inglaterra se desarrolló, palabra por palabra.

Una placa recordatoria en el piso recuerda el lugar donde estuvo parado Santo Tomás Moro, entonces canciller de Inglaterra, durante su juicio en 1535. Cualquiera que haya visto A Man for All Seasons recordará la escena. Todo lo que ha cambiado desde los tiempos de Moro es la gran ventana de cristal pintado al fondo de la sala. Esta fue erigida en 1918 para conmemorar a los hijos de los miembros de la Cámara de los Lores que cayeron en la I Guerra Mundial y lleva los escudos de armas de cada uno. En días de sol, la luz filtra rayos dorados a través de los cristales coloreados.

Como canciller del reino, a Moro se le concedió el privilegio de ser ejecutado en la Torre—por el hachazo preciso del verdugo y no por el horroroso cuchillo del carnicero que echaba las entrañas de los condenados (aún vivos) al caldero de agua hirviente en los cadalsos de Tyburn. Esa fue la suerte de San Edmundo Campion. Ninguna placa conmemora su muerte. San Edmundo fue un jesuita, condenado como traidor por ir a Francia a formarse como sacerdote y retornar a Inglaterra para recibir las confesiones de quienes deseaban reconciliarse con la Iglesia universal bajo el sucesor de Pedro. Fue juzgado en la misma sala con otros dos jesuitas San Alexander Briant y San Ralph Sherwin. Cuando la sentencia fue pronunciada, San Edmundo, que había sido brutalmente torturado, no pudo levantar su mano para reconocerse culpable, como la ley lo ordenaba. San Ralph Sherwin lo tomó de su mano mutilada y besándola, la levantó por él. Estos tres heroicos sacerdotes padecieron la muerte en Tyburn. Han dejado para nosotros su herencia. Fue entonces, cuando trabajaba en Westminster que leí la biografía de San Edmundo Campion por Evelyn Waugh, una lectura tan atrapante que no pude dejar hasta terminarla, sosteniendo el libro oculto sobre mi falda debajo del escritorio.

Luego memorizé las palabras de la gloriosa declaración que hizo durante su juicio: «Al condenarnos, condenáis a todos nuestros ancestros... todos los que fueron la gloria de Inglaterra—la isla de los santos y la joya más brillante de la corona de San Pedro.» Habló entonces de la fe católica que los ingleses guardaron y atesoraron por siglos, la fe centrada en una Iglesia fundada y establecida por Cristo y no por un rey humano. La fe asentada en Pedro y en sus sucesores.

A medida que aumentó mi conocimiento de Londres, aprendí sobre otros lugares que un católico debe apreciar: la cruz de bronce empotrada en una plazoleta en un cruce de caminos en Bayswater que marca el punto exacto en el que se levantaba el cadalso de Tyburn; la taberna cerca de Lincolns Inn Fields donde el Obispo Richard Challoner se encontraba con otros católicos para catequizarlos en secreto y la iglesia en Spanish Place que tiene sus orígenes en la capilla de la embajada española, en la cual los católicos podían rezar sin problemas porque, técnicamente, era suelo extranjero.

Hoy, la mayor parte de los católicos en Londres no saben mucho de todo esto. Damos por sentada nuestra cómoda vida moderna como todo el mundo lo hace. Tenemos nuestras iglesias, una gran catedral, construida a principios del siglo XX y que ya forma parte de la geografía londinense. Vamos a Misa y nos vemos con nuestros amigos ahí, tenemos nuestras actividades parroquiales, nos quejamos de la música y juntamos dinero para obras de caridad tal como lo hacen los católicos en cualquier parte del mundo.

Sin embargo, Londres guarda estos mensajes para nosotros de todas maneras. Y hoy, a medida que la presión política crece en contra de la Iglesia—críticas a la educación católica por ser «fundamentalista» y no permitir ciertas formas de educación sexual; «interferencias» en el debate sobre el uso de embriones humanos, etc.—recordamos cómo hace siglos, católicos como nosotros dieron ejemplos de valor que todas las generaciones por venir pueden—y deben—honrar y atesorar.

Esta fe nos fue legada a un costo enorme y no puede ser traicionada.

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