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Constructores de la sociedad

Toda la vida social es expresión de su inconfundible protagonista: la persona. Este importante reconocimiento se expresa en la afirmación de que lejos de ser un objeto y un elemento puramente pasivo de la vida social, el hombre es, por el contrario, y debe ser y permanecer, su sujeto, su fundamento, su fin. No han faltado en el pasado, y aún se asoman dramáticamente a la escena de la historia actual, múltiples concepciones reductivas, de carácter ideológico o simplemente debidas a formas difusas de costumbres y pensamiento, que se refieren al hombre, a su vida y a su destino. Estas concepciones tienen en común el hecho de ofuscar la imagen del hombre, acentuando sólo algunas características, con perjuicio de todas las demás.

Una sociedad justa puede ser realizada solamente en el respeto a la dignidad trascendente de la persona. Ésta representa el fin último de la sociedad, que está a ella ordenada: el orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. Por esta razón, ni su vida, ni su pensamiento, ni sus bienes, ni cuantos comparten sus vicisitudes personales y familiares pueden ser sometidos a injustas restricciones en el ejercicio de sus derechos y de su libertad. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de mera coacción externa. El recto ejercicio de la libertad personal exige unas determinadas condiciones de orden económico, social, jurídico, político y cultural que son, con demasiada frecuencia, desconocidas o violadas.

Se trata del principio de la dignidad humana en el que cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento: del bien común, de la subsidiaridad y de la solidaridad. La subsidiaridad está entre las directrices más constantes y características de la doctrina social de la Iglesia. Es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social. La red de estas relaciones forma el tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas. Es éste el ámbito de la sociedad civil.

Conforme a este principio, todas las sociedades de orden superior deben ponerse en una actitud de ayuda (subsidium) —por tanto, de apoyo, promoción, desarrollo— respecto a las menores. A la subsidiaridad entendida en sentido positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa, corresponde una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto restringiría, de hecho, el espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad. Su iniciativa, libertad y responsabilidad no deben ser suplantadas. La negación de la subsidiaridad, o su limitación, limita y a veces también anula el espíritu de libertad e iniciativa. Con el principio de subsidiaridad contrastan las formas centralizadas, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público.

Consecuencia característica de la subsidiaridad es la participación, que se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado con otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece. La participación en la vida comunitaria es también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia. Así, la comunidad política se constituye para servir a la sociedad civil de la cual deriva y con la que debe regular sus relaciones según el principio de subsidiaridad.

Una advertencia: sólo el título es mío, y ni una palabra más, ni siquiera para mejorar el conjunto de la redacción. Me he limitado a «cortar y pegar» del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, sin ningún género de manipulación.

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