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Ayuda para ayudar

Ha comenzado ya la campaña para promover la ayuda a favor de la Iglesia católica a través de la casilla correspondiente en la declaración de la renta. De los distintos modelos existentes de financiación se ha optado por el «modelo italiano», es decir, financiación de la Iglesia en función de la recaudación generada por el número de ciudadanos que expresen en la declaración de la renta su deseo de destinar el 0,7% del IRPF a la Iglesia.

El hecho de que el hombre necesite la ayuda de otros hombres confirma la naturaleza comunitaria del hombre: «lo que podemos mediante nuestros amigos es como si nosotros mismos lo pudiéramos», en expresión de Aristóteles en su Ética a Nicómaco. La Iglesia también posee una naturaleza comunitaria, en cuanto familia de Dios, lo que la hace precisar la ayuda de los demás. Una ayuda que cristaliza esencialmente en el mandato constitucional de cooperación del Estado con la Iglesia y que favorece el desarrollo de las necesidades a las que deba responder en cada circunstancia.

Todos los Estados cooperan económicamente con las confesiones religiosas directa o indirectamente. La cooperación económica fortalece la libertad religiosa y significa el reconocimiento de que la religión es un bien público, capaz de construir una antropología cuya única respuesta para un cristiano es el «ecce homo» de Pilato. Al cabo, dirá Pascal, «el hombre trasciende infinitamente al hombre». La norma última de orientación para un cristiano no es una imagen cristiana del hombre, sino Cristo como «imagen del Padre».

La Iglesia está llamada a servir al hombre a través de una tarea de evangelización; tarea que va acompañada de actividades y de promoción humana que son un signo visible de la misión de Jesús: curar y perdonar, una liberación espiritual y material, una transformación del hombre que no olvida su fin trascendente. Desde el anuncio del Evangelio, la Iglesia recuerda al hombre la imposibilidad de construir una sociedad humana sólo con medios humanos, sin contar con Dios, recuerda al hombre su verdad y su destino junto a Él.

Es necesario conocer la implantación de la Iglesia católica en España y el grado de aceptación de sus demandas en la población. Un somero estudio nos lleva a la necesidad de crear una política de reconocimiento del bien de la Iglesia para la sociedad. La Iglesia enriquece la vida colectiva de España. Según los últimos estudios del CIS del año 2005, la Iglesia recibe un 40% de confianza institucional, generando mucha más aceptación que el sistema judicial o el mismo parlamento. Esto significa que el arraigo de la Iglesia católica en España es muy importante. Millones de personas convierten a la Iglesia en una institución relevante. A esto habría que añadir que existe una fuerte identidad cultural católica (más del 75% de los españoles se consideran católicos), una notable identidad religiosa (el 50% reza con cierta regularidad) y una más que significativa identidad eclesial (el 31% son católicos practicantes).

A pesar de los datos, en España existe un manifiesto desprecio hacia la Iglesia católica, un laicismo de exclusión y de neutralización que se evidencia cada día en las editoriales, en los artículos de novelistas y escritores de El País, y que crea un determinado imaginario colectivo. Es muy difícil encontrar en Europa un talante tan extendido de fobia y aversión hacia lo religioso y eclesial como se encuentra entre la progresía en España. Según la nueva burguesía laicista, afincada en su mayoría en «La Moraleja», la Iglesia es vista como un factor capaz de bloquear el progreso y la modernización en España. Para los nuevos burgueses ateos y anticlericales, representantes del laicismo liberal y socialista, personificadores lúcidos de una visceral reacción volteriana contra la religión y la Iglesia, si el Estado contribuye económicamente al sostenimiento de la Iglesia, se termina considerando lo religioso un servicio público.

En efecto, no es tiempo de negar lo evidente. La Iglesia inspira propuestas morales y culturales enriquecedoras para la vida nacional; transmite una moral vivida de la existencia buena y feliz; estimula a realizar actos manifestativos del anclaje de la vida en la fe y en la identidad eclesial; demanda al Estado moralidad en las leyes, sin caer en la tentación de convertirse en «el único referente de moral», como quiere hacernos ver el autodenominado «cristiano erasmista» Peces Barba; crea un estilo de vida y de ser persona por medio de la propuesta de modelos educativos y el cultivo de la espiritualidad, sin la pretensión orteguiana de ser la «gran máquina de educación del género humano»; impulsa iniciativas de transformación cultural y social; ofrece respuestas desde la fe y el amor al sentido de la vida y a las cuestiones últimas. En la Iglesia, el hombre encuentra a Dios y adquiere la fuerza para la fraternidad, ofreciéndole desde el Evangelio un magnífico conjunto de convicciones razonables y unas prácticas de vida buena que marcan de modo determinante la existencia de millones de personas humanas. Es necesario, pues, que la Iglesia reciba ayuda para ayudar.

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