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Religión, política y libertades públicas

Una de las paradojas sociales y culturales en las que los mexicanos nos encontramos instalados desde la segunda mitad del siglo XIX consiste en la negación del ejercicio a la libertad de expresión en materia religiosa. En una época de libertades como la nuestra, la libertad religiosa se encuentra en estado de excepción. Las convicciones religiosas tienen derecho a existir en la vida privada pero no pueden ocupar ningún espacio en la vida pública. Exhibir la propia fe religiosa a través de la palabra, el gesto, los símbolos, los medios de comunicación, o la enseñanza se considera peligroso ya que el espacio público debe estar caracterizado por una suerte de neutralidad que hipotéticamente asegura la coexistencia simultánea de diversas maneras de pensar, de vivir y de creer.

Uno de los casos en los que resulta más nítido el rechazo a la libre expresión en materia religiosa sucede cuando alguien con un cargo público comete la osadía de afirmar directa o indirectamente su religión en México. Los políticos pueden hacer muchas cosas en el paraíso que les brinda el poder: mandar, viajar, gastar, pedir, alabar, discutir, agredirse. Sin embargo, como en todo paraíso, hay un árbol prohibido: «no manifestaréis de ningún modo tus creencias religiosas a menos que desees ser desacreditado, trivializado, expulsado».

Que esto es una paradoja social y cultural se muestra cuando nos percatamos que en un Estado liberal como el que nos preciamos haber construido, precisamente las libertades no pueden ser conculcadas sino máximamente promovidas con el único límite del respeto al derecho de terceros. Esto quiere decir que no es posible mantener de una manera congruente el ideal de un Estado liberal y simultáneamente prohibir legal y educativamente la más amplia libertad en materia religiosa. Cuando en un Estado en nombre de las libertades públicas se clausura el ejercicio justo de una libertad la conciencia puede descubrir sin demasiada dificultad que se alcanza formalmente una contradicción.

El respeto a la libre manifestación de las convicciones en materia religiosa no significa que un gobernante, por ejemplo, pueda confesionalizar las instituciones o las políticas públicas. Ninguna religión y ninguna irreligión pueden imponerse coactivamente a través del aparato del Estado. Lo que significa es que la libertad religiosa debe poder ser vivida plenamente por parte de todos los ciudadanos en su vida individual a nivel privado y público. Los políticos, que también son ciudadanos, no deben de tener limitación alguna a este respecto.

¿Toda expresión pública es entonces válida? Como cualquier otro derecho la libertad de expresión en materia religiosa no incluye la promoción abierta de un delito. Por ello, no podría ser argumentado como libertad religiosa una manifestación que abiertamente invitara a lastimar la dignidad de alguna persona. Un asesinato o un robo son actos libres pero no son derechos. Las libertades para que sean derechos tienen que ser justas.

En la actualidad es preciso trabajar para que la libertad religiosa en la vida pública pueda ser reconocida plenamente en México. Este reconocimiento beneficia al Estado ya que lo fortalece como institución garante de libertades ciudadanas. Una dimensión constitutiva de un auténtico Estado liberal es el reconocimiento del derecho humano a la libertad religiosa de todas las personas.

Así mismo, reconocer la libertad de expresión (y de asociación, educación, etc.) en materia religiosa tiene también un efecto curiosamente saludable desde un punto de vista pedagógico: se crean las condiciones para evitar el desarrollo de creyentes vergonzantes, tímidos o nicodémicos que recluyen sus convicciones a la esfera de la vida privada.

Es cierto que es malo recluir violentamente la fe religiosa de un pueblo a la intimidad de la conciencia tal y como sucedió en México desde finales de los años veinte. Pero lo peor es que los creyentes «nos lo hayamos creído». Toda convicción religiosa tiene pleno derecho de ocupar parte del espacio público en una sociedad plural y democrática. Sólo quien cede explícita o tácitamente a la tentación de la intolerancia puede negar la existencia de este derecho.

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