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Después de las elecciones

Durante cuatro años, el gobierno ha tenido el decidido propósito de imponer unos nuevos valores en nuestra sociedad basados en el laicismo y el relativismo radical, la ideología de género, la permisividad y la incitación a un disfrute sin responsabilidades, a través de los cuales promete que se conseguirá una mejor convivencia, para lo que es necesario eliminar cualquier moral religiosa ya que la verdadero o falso y lo bueno o lo malo serán determinados en cada momento por la decisión inapelable de la mayoría democrática.

Los ataques a los católicos y el frecuente escarnio de sus símbolos han sido constantes. Se ha tratado por todos los medios de desacreditar a la Iglesia, presentándola como una rémora para la modernización progresista del país. La influencia de la familia también se considera perniciosa para la educación de los hijos si no siguen los dictados progresistas del feminismo, por lo que no hay que buscar su estabilidad sino favorecer las rupturas matrimoniales con el divorcio rápido, establecer una ley de plazos para el aborto, como derecho de las mujeres, e invocar el derecho a una muerte digna para poder deshacernos de los familiares que nos resten tiempo para disfrutar de la vida.

Muchos católicos tenían la esperanza de que un cambio de gobierno pusiera freno a esta deriva, pero el resultado electoral ha significado un espaldarazo de más de la mitad de la población para que el gobierno continúe con sus planes de ingeniería social.

¿Qué hacer en esta situación?

Existe la tentación de aceptar los planteamientos del gobierno pensando que hay que adecuarse a nuevos tiempos y a nuevas formas de entender la vida, sin complicarnos la existencia con batallas que ya damos por perdidas. Incluso podemos conservar algo de nuestro cristianismo como elemento decorativo y folclórico.

Otra puede ser hacer una lectura progresista del evangelio, tratando de hacer compatibles las enseñanzas de Jesús con los valores progresistas. Ya ocurrió con los que ofrecieron una lectura marxista del evangelio.

Otra tentación es la de recluirnos en una especie de gueto para seguir con nuestras costumbres y renunciar a una presencia activa en la vida pública o la contraria, lanzarnos en tromba a una cruzada a sangre y fuego.

Frente a estas tentaciones los cristianos tenemos que buscar una respuesta que nazca de nuestra propia fe, siguiendo con fidelidad las propias palabras de Jesús que nos anunció problemas y persecuciones. Los valores del mundo no han coincidido nunca con el programa del Sermón de la Montaña y todos los ensayos de compatibilizarlos nos han llevado a una pérdida de autenticidad.

Los cristianos tendrán que apoyar a los programas políticos que consideren más respetuosos con nuestros valores, pero convencidos de que ningún poder va a resolver todos los problemas, ni nos va a dispensar de nuestra obligación de amar al prójimo, al cercano, al que quizás no piensa como nosotros, al que nos combate y nos ridiculiza, pero si solo amamos a los que piensan como nosotros, qué mérito tendremos. Amar al prójimo es algo más exigente que la vaga solidaridad tan al uso. Exige que nuestras acciones nazcan de un sincero deseo de servicio que busca el bien de los demás, no ver a nadie como enemigo sino hermano con el que no cabe el insulto, ni la descalificación, ni la mentira y si nos insultan y descalifican, perdonar, perdonar siempre.

Es muy posible que se avecinen tiempos difíciles y aumenten las carencias y necesidades, la violencia o la marginación. Los cristianos tendrán que estar en la vanguardia de los que ayudan sin pedir nada a cambio.

Pero nuestras actitudes, nuestras acciones, nuestro aguante, no lo conseguiremos por nosotros mismos sino a través de la ayuda prometida por Jesús presente en la eucaristía, en su Palabra, en la comunidad de los que formamos la Iglesia. El reino de Dios se puede hacer presente en el mundo a través de nosotros los cristianos siempre que mantengamos nuestra fidelidad a los valores del Evangelio.

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