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Los ojos del alma

Solemos escuchar que los ojos son el espejo del alma y que no mienten. Translucen los estados de ánimo, lo que sentimos y hasta nuestros propósitos: una mirada profunda puede adivinar lo que está ocurriendo debajo de la superficie que mostramos. O puede al menos divisar que algo está pasando, algo que purga por salir pero que las palabras no se animan a decir. Y en el momento en que eso sucede, el sentimiento oculto es descubierto.

Pero ese pequeño milagro solo se producirá cuando haya un espacio libre, en el que el encuentro con el otro tenga lugar. La verdadera comunión requiere de una búsqueda, del tiempo y el esmero que merece el otro y su mundo, al que es preciso entrar de puntillas y con cuidado. La mirada es una herramienta sutil que puede servirnos para vislumbrar lo que está detrás de los muros que los hombres construimos en este mundo a veces individualista.

Si ponemos el empeño necesario, nuestros dos ojos nos llevarán de a poco a ver con los ojos del alma, y descubrir la en las necesidades ajenas nuestras propias necesidades. Sabiéndonos un poco mas comunicados, solo nos quedara mirar con amor. Si nos sacamos nuestros propios anteojos, empañados por la actividad de mirarnos a nosotros mismos, veremos a los demás a través de cristales nuevos, más nítidos. Y las historias de quienes nos rodean tendrán otros colores.

Aprenderemos a mirar con lo que nuestro interior tiene de divino: «Jesús lo miró y lo amó». Los ojos del Señor están siempre fijos sobre sus criaturas, llenos de compasión para con nuestras pequeñas vidas. Imitar su mirada, aún con las imperfecciones humanas, significa dejar de lado las enfermedades de nuestros ojos de alma: cambiar la envidia por una mirada de admiración, el rencor por una mirada misericordiosa, la mirada indiferente por una compasiva, la iracunda por una paciente. Vale la pena tomarnos el tiempo necesario para una segunda mirada, más amorosa que la primera que nos brota, a veces, de sentimientos repentinos que nos enceguecen. No dejar lugar a las miradas indiferentes: lo que nos pasa por enfrente de nuestros ojos nunca es casual, hay un mensaje a descifrar por detrás de lo que parece insignificante.

También es preciso enfocar la vista sobre nuestra propia historia, viéndonos débiles y a la vez grandiosos, llenos de aciertos y fracasos. Cuando nos miramos con ánimo de reconciliarnos con nosotros mismos, de dejar nuestro pasado en manos de la misericordia divina y contemplar nuestro presente, se hace un poco más nítido el objetivo de nuestras vidas: el que nos empuja hacia delante, nunca hacia atrás.

En los momentos en que la realidad es difícil de tolerar, nuestros ojos tienden a cerrarse; para evitar el dolor en el corazón, preferimos enceguecernos y huir de la circunstancia que nos afecta. Pero el conflicto sigue estando ahí, reclama de nuestra atención y que lo veamos en su justa dimensión, de manera realista. Podremos afrontarlo solamente cuando lo veamos como una oportunidad para crecer.

Porque allí donde nuestros ojos no llegan, hay Alguien que nos ama, y que nos insta a salir de nuestros pensamientos y enfocarnos en lo que esa Voluntad quiere de nosotros. Lo que tenemos entre manos tiene su justo lugar dentro de un Plan mayor, y tiene sentido a pesar de que muchas veces no lo encontramos, concentrados tanto en lo pequeño.

Ver atentamente, ser curiosos e ir en busca de la belleza detrás de cada cosa y de cada hombre. Fijar la atención en lo que nos dicen los ojos de quienes nos rodean, callar nuestro interior para escuchar las voces quienes hablan en voz más suave. No permitir que los desencantos cansen nuestra mirada, sino que la renueven y la hagan más fuerte, para que se pueda ver en ella transparencia. Después de todo, dicen que las miradas no mienten.

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