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La crisis de nuestro tiempo

Uno de los males y amenazas de nuestra época la encontramos en el número. El ser humano ha perdido su singularidad interna y ya no está protegido por su pertenencia a una comunidad, vive preso de potencias exteriores que lo pueden descomponer o recomponer a su gusto, ya se trate de las concentraciones urbanas con sus masas indiferenciadas manipuladas por los mass media; del crecimiento vertiginoso de la producción y del consumo; de la acumulación o del derroche. Asistimos en muchos países a la erosión de la calidad por la cantidad, lanzados a una carrera en lo que lo mas sustituye a lo mejor. Con la desvalorización que esto implica en todos los niveles, desgaste incesante que exige renovación hasta el todo para todos y como consecuencia ineludible, nada autentico para nadie. Por esto, el mal endémico de nuestra civilización es el aburrimiento y el descontento generalizados.

Antiguamente era distinto como lo es hoy. La diferencia entre las personas que viven en el interior del país y el habitante de Buenos Aires o de cualquier ciudad céntrica de muchos países. Las comunidades del interior eran relativamente restringidas, arraigadas en el tiempo pero unidas a un determinado territorio; crearon sus hábitos y costumbres y cuya originalidad es un dique sólido a la oleada niveladora que viene de las grandes metrópolis, manteniendo su intimidad y hasta su profundidad.

La uniformidad sin calidad interior crea el aburrimiento, la monotonía; de ahí se busca la evasión que es la mejor prueba de hasta que punto el hombre moderno se siente prisionero. ¿Pero de qué? De su trabajo, de sus semejantes, del hogar en que vive... todo de lo que naturalmente debería se su vida, huye.

Hoy todo se uniforma; en las cuatro esquinas del mundo se comentan las mismas noticias, se leen los mismos best sellers, se encuentran las mismas chicas con las mismas minifaldas, los mismos slogans comerciales o políticos... La moda crea dictadura de lo efímero que se ejerce sobre los desertores de la eternidad; reemplaza a la tradición abolida; los mismos fanatismos colectivos se suceden sin dejar huella, como hojas muertas revolotean de un lado para otro, pero los seres sin identidad, al no estar unidos interiormente a nada, buscan en la rebeldía exterior el remedio al mal que esconden interiormente.

De este modo, los caminos en que la humanidad se precipita, o se hunde en abismos o se termina en callejones sin salida. ¿Pero habrá algún remedio? La única salida es volver a las fuentes del ser y del orden. Hay que conjurar el maleficio del número, hay que disolver las masas, rehacer la sociedad en la que el individuo escape al aislamiento como a la promiscuidad y que vuelva a encontrar su personalidad irreductible e irremplazable en la comunión del prójimo.

Ninguna justicia distributiva fundada en la igualdad aritmética bastará para llenar el vacío abierto por el rebajamiento del ser. Puesto que el mandamiento divino es amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, la condición favorable para ello es que el prójimo no esté absorbido en el anonimato de las masas, sino que se nos aparezca con su cara y con su alma, en una palabra, que sea para nosotros una presencia y no una cifra.

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