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La estrategia electoral del Ejecutivo contra la Iglesia

El pasado domingo era Zapatero quien hacía libertina ostentación de su talante ateo y progre (nada exigible al presidente de una nación democrática), calificando a la jerarquía eclesiástica de fundamentalista por defender la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Erradicar la familia se ha convertido en una prioridad de la política gubernamental.

El miércoles le tocaba disponer de su verbo retórico al ínclito Bono, el hombre que más ha engañado al pueblo, conmovido éste no pocas veces por algún personaje ruin que se pone al servicio de los instintos del vulgo. Este personaje es tan astuto como chabacano, tan demagogo y populista como mendaz, con un afán de protagonismo inefable.

Pero el eterno engañabobos de Bono también arremete en los últimos tiempos contra la Iglesia católica, como si de una estrategia electoral política se tratase, mal asesorado, como siempre lo estuvo en el Palacio de Fuensalida, por un clero secularizado. Según el hombre que siempre quiso ser presidente del Gobierno, ningún cristiano sigue la encíclica «Humanae Vitae», ni está dispuesto a valorar el uso o no de la píldora, o a defender la indisolubilidad del matrimonio. Las insidias de Bono se dirigen contra los cardenales, asegurando que los cristianos están lejos «de los que utilizan el solideo o el báculo para arrear o condenar». La Iglesia ha estado demasiado tiempo engatusada por Bono. Y sé bien lo que digo; al cabo, poco faltó para que me abriesen un expediente informativo hace ahora nueve años por no bendecir las palabras y actuaciones del citado histrión.

La estrategia de acoso y derribo hacia la jerarquía eclesiástica tuvo el martes como protagonista (y aquí me quiero detener) a la vicepresidenta del Gobierno María Teresa Fernández de la Vega. Mientras los obispos callan (algo plausible en las presentes circunstancias), la vicepresidenta, que ha pasado de la mesura a la hybris, reanuda la beligerancia del Ejecutivo contra la Iglesia para invocar la autonomía del Estado y la necesaria potenciación del uso público de la razón. El Estado, dice la vicepresidenta, «debe ser neutral ante la diversidad de creencias sobre lo bueno». Semejante forma de pronunciarse significa que De la Vega duda mucho de que la Iglesia reconozca la soberanía política de la democracia y la legitimidad de la independencia del Estado y de la Iglesia.

Estado laico o neutral no significa que la Iglesia calle ni deje de molestar al Ejecutivo cuando lo crea oportuno; tampoco que exprese razonablemente sus críticas, o bien que ofrezca un disenso público, un llamamiento a la precaución moral contra la excesiva autonomización de la política respecto de la moral. La Iglesia manifiesta que se tenga un eidos, un temor y respeto ante determinadas leyes perversas. El Gobierno parece mostrase intolerante, esgrimiendo estar en posesión de la verdad, al pretender que el discurso laicista penetre en la razón pública, al tiempo que la Iglesia quede fuera de él.

El segundo desatino de la vicepresidenta es creer que lo bueno para ella es distinto de lo bueno para mí. Lo bueno para un hijo es que honre a su padre, y que éste lo cuide, eduque y proteja. Lo bueno es que la verdad triunfe sobre la mentira, la generosidad sobre la avaricia, y el amor sobre el egoísmo. Lo bueno para ella y para mí es defender la vida y buscar la paz. Existe una naturaleza en el hombre y una razón que hace legítimo hablar de una familia humana, no tan heterogénea como pretende De la Vega.

El Gobierno de un Estado democrático no debe ignorar intencionadamente los planteamientos de la Iglesia católica en una nación donde hay muchos católicos; y menos todavía seguir por el camino del enfrentamiento, sino más bien a la búsqueda de la cooperación, el diálogo y el consenso del que se envanecen de un modo infundado los partidarios del escepticismo nihilista y del talante ilustrado, los postuladores de una ética de mínimos.

El tercer exceso de la vicepresidenta es proponer una razón ilustrada, autónoma, replegada sobre criterios estrictamente humanos; presentar una razón ideológica, informada de laicismo, donde la Iglesia no existe como interlocutor válido para la arquitectura social o el discurso público. La razón a la que apela el Estado, según De la Vega, es una razón desnuda —la idolatría de la razón—, una razón sin historia y sin contenido, donde la Iglesia no parece estar capacitada para intervenir «razonablemente», o sus proyectos sobre el hombre y la sociedad están fuera de lugar.

No hay nada tan razonable como una razón informada por la fe; nada tan razonable como creer en Dios. La fe no está en contradicción con la racionalidad. En todo caso, es la forma más elevada de racionalidad. Existe una fe moral razonable. El pluralismo hace imprescindible que la razón encuentre su contenido también y sobre todo en la fe.

Si Aristóteles levantara la cabeza y contemplara en Bilbao a la vicepresidenta del Gobierno de España pronunciando una Conferencia sobre la vida buena a la que debe aspirar el ciudadano, se replegaría, como San Benito a la soledad del Subíaco, al descubrir que un Gobierno desea y manifiesta sin ningún pudor el destierro de la Iglesia católica al gueto. La vicepresidenta propone no sólo desconectar la felicidad de la ciudadanía de la religación religiosa, algo que no le importaría al Estagirita, sino también desvincular la razón del bien y de la virtud, algo que Aristóteles repudiaría en su concepción de vida buena.

¿Es moral que la Iglesia y los católicos voten o tengan un comportamiento electoral positivo hacia el actual Ejecutivo, enfrentado públicamente a la jerarquía eclesiástica? ¿Es moral una política gubernamental laicista, envenenada de relativismo ético, destructora de las formas de vida tradicionales, donde la más noble propuesta o piedra angular contra el supuesto fundamentalismo de la jerarquía eclesiástica católica y otras religiones consiste en una grotesca Alianza de Civilizaciones, capaz de facilitar el diálogo interreligioso?

No advierto ninguna excelencia en el actual Ejecutivo. Después de mirar las personas y el ordenamiento político-jurídico a que nos vienen sometiendo las mayorías y el subjetivismo, si el pueblo español sigue confiando en el Gobierno padece una ceguera secular para distinguir lo mejor, siquiera lo menos malo.

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