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XVIII.- La enfermedad de los dirigentes

Entre los hipocondríacos se comienza a hablar ya de una nueva enfermedad. Dentro de poco las personas hipocondríacas ya no se preguntarán angustiadas: « ¿Tendré cáncer?», sino: « ¿Seré yo quizá un dirigente?» Esta nueva fobia hipocondríaca que se da a escala colectiva es la «enfermedad de los dirigentes», que conlleva un derrumbamiento físico y psíquico prematuro de las personas sobre cuyas espaldas pesa una gran responsabilidad. Pero hablar de derrumbamiento precoz es prácticamente lo mismo que decir una muerte anticipada. Aparte de enfermedades gastro-intestinales crónicas más o menos graves, se producen en tales casos ataques cardíacos o derrames cerebrales, así como determinadas formas de hipertensión. La presión constante a que están sometidos estos hombres, la tensión psíquica continua, tiene como consecuencia un estado de tensión en los vasos sanguíneos, y a los trastornos funcionales en principio pasajeros se suman, con el tiempo, ciertas alteraciones orgánicas del aparato vascular.

Para la tranquilidad de todos diré que esta enfermedad no sólo se trata con gran facilidad, sino que también se puede prevenir. Para poder entender mejor todo esto, tenemos que empezar por el principio e informarnos sobre el lugar que ocupa la enfermedad de los dirigentes en el conjunto de la patología general. Vemos así que la enfermedad de los dirigentes pertenece a las denominadas enfermedades de la civilización, que van unidas al progreso técnico. Esto no significa en modo alguno que estemos de acuerdo con los que maldicen la técnica. En primer lugar, tales personas no suelen darse cuenta de que incurren en una contradicción, pues olvidan que en realidad ellos sólo pueden «maldecir la técnica» delante de miles de oyentes con la ayuda de la propia técnica, que les permite disponer de micrófonos, magnetófonos y altavoces para tal fin. Y, en segundo lugar, detrás de esta moda actual de maldecir la técnica hay una gran dosis de ingratitud: al progreso técnico le debemos los numerosos avances que se han dado en relación con el diagnóstico, el tratamiento y la prevención de enfermedades.

Además, estos anacrónicos «destructores de las máquinas» no tienen en cuenta a los demás. Pasan por alto que el hombre... ¿cómo diría yo? Dejaré que Dostoieski defina al hombre: «El hombre es el ser que se acostumbra a todo.» Así pues, podemos tener la esperanza de que se vaya a adaptar a las condiciones de vida que él mismo —en la forma de la civilización— ha creado. Los que no creen en esta interminable capacidad de adaptación han sido puestos en ridículo, al menos hasta ahora, por los hechos. Así, por ejemplo, una comisión estatal de médicos elaboró en el siglo pasado un dictamen según el cual el hombre no podría soportar nunca sin graves daños para su salud el aumento de velocidad que suponía el ferrocarril. Y hace sólo algunos años se planteaba la preocupante cuestión de si el hombre iba a poder aguantar la velocidad con que los aviones traspasan la barrera del sonido. Cuando la técnica produce un veneno (veneno en el más amplio sentido de la palabra), la humanidad descubre inmediatamente el correspondiente antídoto. El progreso técnico en el ámbito de la medicina, primero muy celebrado y luego muy censurado, ha determinado que la esperanza media de vida del hombre actual sea mayor. En contrapartida, son relativamente más frecuentes las enfermedades típicas de la vejez.

Pero esto no es todo; según ha comprobado el profesor Kollath, las estadísticas muestran que la medicina de las últimas décadas ha logrado éxitos sin precedentes en la lucha, por ejemplo, contra las enfermedades infecciosas, sobre todo en relación con la tuberculosis, antes tan difundida y temida. Sin embargo, desde el año 1921 estos éxitos por desgracia, se ven disminuidos por el incremento de las enfermedades y muertes provocadas por una alimentación deficiente y, sobre todo, por los accidentes de tráfico. La causa principal del incremento de estos últimos no es la técnica, esto es, la creciente motorización, sino el espíritu que abusa de la técnica.

Según ha demostrado Joachim Bodamer, el automóvil es hoy en día para el hombre centroeuropeo el criterio para medir el nivel de vida. El hombre medio trabaja a menudo en exceso sólo por motivos de prestigio, es decir, para conseguir un elegante automóvil, aunque lo haga a costa de su salud. En una palabra, estos hombres mueren por su automóvil, a veces incluso antes de poseerlo. No quisiera pasar por alto que esta ambición persigue en algunos casos objetivos más elevados. Conozco a un paciente que representa el caso más típico de la enfermedad de los dirigentes que yo he visto. Se pudo comprobar que se mataba a trabajar; el examen del internista reveló sólo el peligro, pero no la verdadera causa de la enfermedad. Ésta se puso de manifiesto cuando se le hizo un análisis psíquico. Se vio entonces por qué se había entregado tanto a su trabajo y se había matado trabajando: era suficientemente rico, poseía incluso un avión particular, pero confesó que estaba haciendo todo lo posible para tener un reactor en lugar del avión normal. Pero prescindamos de este caso aislado y planteémonos las posibilidades de tratamiento y prevención de la enfermedad de los dirigentes. Para ello se recomienda lo siguiente: 1. evitar emociones desmesuradas; 2. dormir lo suficiente; 3. tener un momento no para la actividad física, sino para el esfuerzo físico, es decir, para lo que antes se denominaba deporte de compensación. Esta última recomendación es importante por dos razones: en primer lugar, porque demuestra que el hombre no enferma sólo por una carga excesiva, es decir, por lo que el investigador canadiense Selye describe como stress, sino que en ciertas ocasiones resulta igual de perjudicial una descarga repentina. Los neurólogos conocemos esto muy bien. Hemos visto cómo aquellas personas a las que se les había exigido demasiado durante la guerra, o como prisioneros, se derrumbaban precisamente cuando se les quitaban las cargas físicas y psíquicas. En lo que se refiere sobre todo al aspecto psíquico de este problema, ya hemos aludido anteriormente a la semejanza con la denominada «enfermedad de los buzos»: al igual que puede sufrir graves daños la salud del buzo que sube demasiado deprisa desde una gran profundidad hasta la superficie si no se dispone de lo necesario para evitar una descompresión repentina, también está en peligro el hombre que se ve de pronto libre de una fuerte presión psíquica.

Volvamos a la mencionada exigencia de prevenir la enfermedad de los dirigentes a través de un esfuerzo físico regular. Aquí se confirma la verdad de una vieja creencia popular, según la cual siempre hay una planta para curar una enfermedad. La misma época de la civilización que ha causado la enfermedad de los dirigentes, ha traído consigo también el auge del deporte, que proporciona un antídoto a todos los hombres amenazados por las enfermedades de la civilización, por sus venenos. Está claro que no se incluyen aquí ni los deportes en los que se participa sólo de forma pasiva, por ejemplo, oyendo por la radio la retransmisión de un encuentro internacional, ni los que se practican por el afán de batir récords.

Pero las formas degeneradas no demuestran nada y el uso impropio de algo no desvirtúa su sentido original. Y aunque resumiendo este problema de la civilización y sus enfermedades, de la enfermedad de los dirigentes y del deporte de compensación, parezca que el hombre va tropezando de una piedra en otra, queda la esperanza de que sean cada vez más pequeñas las faltas que comete.

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