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XIV.- El narcoanálisis y la psicocirugía

Para empezar a hablar del narcoanálisis diremos que es lo que el gran público conoce con la engañosa expresión de suero de la verdad. Pero preguntémonos si este nombre es adecuado, si realmente se trata, en primer lugar, de un suero y, en segundo lugar, de la verdad que se busca en cada caso. Tenemos que contestar negativamente ambas preguntas. Con respecto a la primera, hay que decir que las drogas que se inyectan en tales casos no son un suero, sino preparados que, aparte de este uso, ya se utilizaban desde hace tiempos como somníferos, sobre todo como narcóticos. En relación con la segunda, cabe decir que con el narcoanálisis no se consigue siempre ni toda la verdad, ni la verdad auténtica.

Hoy en día se puede dar por supuesto —debido a las numerosas (quizá excesivas) publicaciones en diarios y revistas ilustradas— que se sabe cómo se practica un narcoanálisis. El médico inyecta lentamente al paciente el medicamento en una vena del codo, con el ritmo y la cantidad suficientes para que el paciente no se duerma, sino que pueda hablar. El médico espera que, en este estado, el paciente muestre una cierta desinhibición y esté dispuesto a hablar de cosas de las que antes del narcoanálisis nunca había hablado, aunque fuera consciente de ellas.

En cuanto a su evolución histórica, el narcoanálisis tiene su origen en los denominados «hipnóticos». En aquella época, cuando resultaba difícil hipnotizar a un paciente con fines terapéuticos, se empezó a provocar el sueño administrando narcóticos. Los psiquiatras volvieron a realizar estos intentos durante la segunda guerra mundial. Se enfrentaban entonces con neurosis para cuyo tratamiento psicoanalítico no había ni tiempo ni un personal suficientemente preparado, por lo que se tuvieron que valer de este método psicoterapéutico, más rápido. Lo que interesaba a los psiquiatras del ejército no era el descubrimiento del material psíquico reprimido, sino, sobre todo el desahogo, ya que con el narcoanálisis, es decir, en un estado crepuscular provocado de forma artificial, medicamentosa, el paciente vuelve a vivir la situación que le hizo caer en la enfermedad mental, por ejemplo, un conflicto de conciencia o un estado de ansiedad que él antes no quería admitir. Esta repetición de la vivencia va acompañada de los arrebatos (gritos, temblores, sudoraciones, etc.) que no pudieron darse en la situación que provocara la enfermedad, a causa, por ejemplo, de la vergüenza o del sentimiento del honor propio de un soldado.

Pero si prescindimos de este desahogo y volvemos al descubrimiento de hechos inconscientes, reprimidos o simplemente encubiertos, hay que insistir en que en el intento de tal descubrimiento no se llega a conocer ni toda la verdad ni la verdad auténtica. ¿Por qué no toda la verdad? Porque, según se ha comprobado experimentalmente, en la situación narcoanalítica, el paciente, o dicho de forma más general, el probando, es también capaz de ocultar la verdad, al menos en parte. ¿Y por qué no la verdad auténtica? Porque el hombre, tal como se ha demostrado, se vuelve sumamente sugestionable en el narcoanálisis, es decir, la forma en que se le hace la pregunta puede determinar su contestación. Así, la persona que realiza el experimento escucha, sin saberlo, el eco de lo que él mismo ha preguntado al probando. Por tanto, no se puede hablar de una irresistible necesidad de confesar y si de hecho tiene lugar una confesión, tampoco se puede decir que su autenticidad esté garantizada. Esto en cuanto a la cuestión de lo hechos; no voy a hablar —como médico— de la cuestión jurídica, sobre todo porque las leyes establecen que la aplicación del narcoanálisis están prohibidas desde el punto de vista jurídico —de los derechos humanos— para la policía o los tribunales, y tampoco está permitido, por los mismos motivos, presentar los resultados de un narcoanálisis como prueba en un proceso.

Con respecto a la psicocirugía, podemos decir que es, en parte, similar al narcoanálisis. Si en éste se trata de inyecciones, en aquélla se trata de la realización de operaciones. Si el narcoanálisis —como método de mayor rapidez— sirve sobre todo para el tratamiento de las neurosis, la psicocirugía se utiliza ante todo para tratar las psicosis, es decir, no los trastornos nerviosos, sino las enfermedades mentales. Pero si, tal como hemos dicho anteriormente, es ilógica la expresión de suero de la verdad, también lo es el término de psicocirugía. ¡Como si el bisturí del cirujano pudiera alcanzar algo como la psique! En las intervenciones del cerebro, el escalpelo no llega al espíritu del hombre ¿Por qué ha levantado entonces tanto polvo la denominada psicocirugía? Porque ha tocado un complejo de la psique colectiva actual. El narcoanálisis era ya, desde el punto do vista de la psicología de las masas, un peligro. Se planteaba la grave cuestión sobre dónde se iba a llegar si en cualquier momento se podía arrancar una confesión a cualquier persona; si, tal como decían los psicocirujanos, se podía cambiar el carácter del hombre a través de una intervención en el cerebro. Estos dos peligros parecen converger y desembocar en la tendencia, tan temida por todos, a hacer del hombre, como sujeto, un objeto sin voluntad propia; del hombre, como persona libre, un ser que se puede manejar según convenga, del que se pueden sacar confesiones y al que se pueden dar órdenes.

Ya hemos dicho anteriormente que lo primero no es posible ni siquiera con el narcoanálisis. Pero, ¿es posible conseguir un cambio de carácter mediante una intervención en el cerebro? En cierto sentido, sí, afortunadamente; pues de este modo se puede prestar ayuda a determinados casos de enfermedad psíquica; precisamente —esto es importante— a los casos más graves. Para entender mejor todo esto tenemos que partir de nuevo de la historia de los orígenes de la psicocirugía. Esta historia la conocemos tanto mejor cuanto que tales orígenes hay que buscarlos —al igual que los del narcoanálisis— en Viena, ya que el método de los hipnóticos fue desarrollado por los profesores Kauders y Schilder; y también se realizaron en Viena los trabajos experimentales que precedieron a la psicocirugía: en 1932, Pótzl y Hoff. Sin embargo, ya se sabía mucho antes que las enfermedades del lóbulo frontal van acompañadas de unas ciertas transformaciones del carácter; según la localización exacta de la enfermedad en el lóbulo frontal se producía en el paciente una debilidad de estímulos, o una agudeza de ingenio.

Yo mismo he podido comprobar en cierta ocasión este cambio de carácter. El paciente en cuestión tenía un tumor en el lóbulo frontal, localizado justo en el lugar que determina una debilidad de los estímulos; la intervención debía afectar necesariamente el punto que determina la agudeza. Al principio, cuando todavía tenía el tumor, nuestro enfermo hablaba muy poco y estaba tumbado en la cama con aire indiferente; pero todo cambió cuando regresó de la clínica quirúrgica tras la operación. Entonces era ya una persona aguda y divertida. ¿La prueba? Cuando la enfermera le preguntó refiriéndose a la duración de su operación: «Bien, señor X, ¿fue muy largo allí, en el quirófano?». Él contestó: «Exactamente tan largo como aquí en la policlínica neurológica: 1,72 m.» Son efectos inesperados de las operaciones del cerebro Pero el objetivo de la psicocirugía son precisamente estos cambios de carácter. Moniz —el notable neurólogo portugués que recibió hace años el premio Nobel— creía que mediante una incisión en la sustancia blanca del lóbulo frontal del cerebro, mediante la denominada lobotomía (corte lobular) o leucotomía (sección de la sustancia blanca), podría lograr la desunión de aquellas fibras nerviosas a las que creía ligadas las asociaciones de ideas con carácter patológico (por ejemplo, las manías). Pero en realidad, esto no es posible y, como ha sucedido tantas veces en la historia de la terapia, en este caso fue también una idea teórica equivocada, por no decir ingenua, la que dio pie a una actuación práctica útil y, con ello, a un descubrimiento o invento que constituiría un importante avance científico.

En lo que concierne a los cambios de carácter tras la operación de Moniz cabe decir que afectan sólo a la afectividad y a la impulsividad, es decir, al menos tras la operación de ambas partes, el paciente ya no es capaz de sentir afectos (o excitaciones) tan fuertes como antes de la intervención y, además, está menos sometido a la presión de sus impulsos. El carácter del paciente se vuelve, por tanto, más apático. Pero no olvidemos que si la operación estaba realmente indicada, esto es, si estaba justificada su realización, lo importante y lo principal era hacerle más apático (de forma dosificada) para ayudarle. ¿Cuándo se lleva a cabo esta operación? Sólo cuando el paciente se encuentra en un grave estado de tensión —sea por un afán patológico, sea por una obsesión o ansiedad también patológicas— y cuando no han surtido éxito otras medidas terapéuticas. Pues, tal como indicaba hace años el profesor Stransky, la leucotomía sólo se toma en consideración como «ultima ratio», como último recurso, cuando ya se ha intentado todo lo demás y no ha dado resultado. El efecto consiste entonces en que la ansiedad, la obsesión o el afán —también un dolor que no se podía calmar de otra forma— se alejan de uno, tal como dice el neurólogo. Está claro que se puede ayudar así a una persona que, de lo contrario, tendría que soportar un suplicio inhumano; sin embargo, hay que aceptar también que esta operación va acompañada de una cierta insensibilización de la vida afectiva. Pero éste es un mal menor frente al peligro del que hemos liberado al paciente. Antes de realizar una leucotomía hay que decidir qué es lo que trastorna más al paciente; qué es lo que le impide llevar una vida digna de un ser humano: su enfermedad —en cuyo caso recomendamos la operación— o el cambio de carácter que provocaría la intervención. Si ésta está realmente justificada, entonces las ventajas, los efectos favorables, serán mayores que los inconvenientes.

En definitiva, lo que tenemos que hacer —tanto los médicos como los pacientes— en cada operación, con cada medicamento, es aceptar conscientemente los efectos tardíos y secundarios, y en la mayoría de los casos podemos hacerlo. Sólo los médicos podemos decidir si está justificado o no un medicamento o una intervención. Está claro que cuanto mayor es el riesgo, más difícil es la decisión. Pero en este sentido al hombre le sucede en el ámbito de la técnica médica lo mismo que en el de la técnica en general: si se nos da poder, tenemos que cargar con la responsabilidad.

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